La máquina de escribir

Sobrevive como una insignia tan antigua y romántica como la pluma fuente, distintiva de los miembros de un gremio al que no son ajenos los telegrafistas (también en proceso de extinción, como los escritores), las secretarias, los reporteros y los "evangelistas" de la plaza de Santo Domingo. Como la pluma de ganso o el canutero, la máquina de escribir suele asociarse con el placer y el trabajo que comporta el oficio de escritor.

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Thursday, February 23, 2006

Habla y escritura

La hora del lobo
Federico Campbell




La lengua sólo es eficaz
cuando pasa al escrito.
—Jacques Lacan


En nuestros tiempos, cuando hemos vuelto a la candorosa oralidad de los primates, se paga más por hablar que por escribir. Un periodista dedicado a poner por escrito la información nunca ganaría lo que un colega suyo del periodismo oral que se pasa las horas de la mañana o de la noche pegado a un micrófono (sin el cual se sentiría como pez fuera del agua).
Pero no es de esto de lo que queremos escribir sino de esa extraña transmutación de un habla en escritura cuando un entrevistado como Jorge Luis Borges habla como si estuviera escribiendo. Por lo menos le hicieron mil entrevistas a lo largo de su vida, sobre todo a partir de los años en los que se empieza a quedar ciego, hacia 1955. Si no ve para escribir, Borges elabora el cuento o el poema en la cabeza y después lo dicta. En otras ocasiones piensa conversando y es tal su juego verbal y su concisión que deja la impresión de haber escrito no en el viento, como Bob Dylan, sino en las mismas planchas de bronce de las que hablaba Horacio.
El Borges de las entrevistas encuentra su fama más alta en el mercado periodístico pues, ya hacia mediados de los años 50, el prestigio literario se refrendaba en los medios impresos de tirajes masivos y no sólo, como antes, en el gremio de los escritores.
Sea como sea o haya sido, el caso es que por soledad o por necesidad de comunicación con el otro, el escritor argentino empieza a encontrar en la interlocución periodística una manera de armar frases en el aire, de atrapar sus ideas y de verbalizarlas de inmediato, hasta igualar lo que en la soledad el escritor vidente conseguía con la pluma y el papel.
Hay una diferencia muy sutil entre el Borges anterior a la ceguera y el posterior. Emir Rodríguez Monegal capta este cambio de matiz o, quizás, de intensidad estilística. “Poco a poco, de las ruinas del escritor que todos conocían como Borges, un viejo bardo fue emergiendo. Sus simpatías y diferencias, sus debilidades y hasta sus manías, estaban todas allí pero el tono era menos ríspido y agresivo. Borges se suavizaba sin perder la garra. El viejo escritor asumió al fin la máscara del poeta ciego.”
“Ahora oigo lo que leo y dicto lo que escribo”, dice cuando la ceguera ya no lo deja leer ni escribir.
Una entrevista es el encuentro de dos inteligencias, de dos mundos en interacción, y lo que a uno se le podría ocurrir por su cuenta en la soledad del flujo interior de la conciencia resulta distinto cuando se produce entre dos interlocutores. Tal vez el pensamiento no se iría por el mismo rumbo si no estuviera allí enfrente el interlocutor. Y fueron tantas y tan frecuentes las entrevistas de Borges que llegó a considerarlas un nuevo género literario, porque la transcripción tenía que corregirse y editarse. “Como lo que usted tiene hasta ahora es sólo el resultado de una charla improvisada, tendremos que trabajar hasta convertirla en texto·, le decía a Jaime Alazraki.
La mayor parte de esas entrevistas han sido rescatadas en volúmenes como Diálogos, de Osvaldo Ferrari; Entrevistas de Georges Charbonier con Jorge Luis Borges; Borges-Bioy, confesiones, confesiones, de Rodolfo Braceli. Por otra parte, Pilar Bravo y Mario, han armado un Borges verbal, una suerte de diccionario de más de seiscientas definiciones que aventuró el escritor en declaraciones y reportajes.
Y así, a lo largo de sus últimas décadas en este mundo, el habla de Borges se homologa a su escritura. Pero no sólo a partir de la entrevista. También como transcripciones de conferencias en las que se preserva la frescura de su palabra a fin de que el lector pueda tener acceso a la misma emoción estética que tuvieron sus oyentes. Y sería ése el caso de Borges oral, cinco conferencias entre las que destacan sus disertaciones sobre el tiempo y sobre el cuento policial. A través de la palabra hablada divulgaba y hacía amar los temas que atareaban su pensamiento.
En un libro que no ha circulado mucho en México, Borges en la Escuela Freudiana de Buenos Aires, editado en Buenos Aires en 1993, la oralidad de Borges llega a tal refinamiento que prácticamente los editores trasladaron casi sin cambios sus palabras a la letra impresa. Los psicoanalistas recibieron al poeta el 19 de septiembre de 1980 y le sugirieron que hablara de “los sueños y la poesía”. ¿Qué tema podría resultar más atractivo para los descifradores profesionales de sueños? En una segunda visita Borges disertó sobre Baruch Spinoza y finalmente sobre “el poeta y la escritura”.
La experiencia resultó memorable. Conocieron allí los espectadores u oyentes, en las exposiciones de Borges, una escritura viva apenas distinguible de la oralidad común y corriente: un habla perfecta, un pensamiento literario que consideraba al sueño como una actividad estética, la primera experiencia del hombre en el reino de la ficción, la primera forma del drama con varios personajes.
La escritura estaba siendo representada en el recinto de los psicoanalistas que la oían como si la estuvieran leyendo y, entre otras cosas, Borges les decía que los recuerdos que espontáneamente nos vienen a la cabeza comparecen por su componente emocional.
Y le oyeron decir o escribir que “a la larga, todos los seres son memorias, no solamente los seres de carne y hueso, sino los de la literatura también. Nosotros mismos seremos tan irreales o tan reales como personajes literarios después de nuestra muerte”.

Friday, February 10, 2006

Piel de topo

Pensamiento en fuga, yo lo quería
escribir; en cambio
escribo que se me ha escapado.

-Pascal, Pensamientos


Si no fuera por los apuntes que vamos haciendo en una servilleta, un cuaderno o una libreta, las ideas se irían sin volver jamás. Porque, como escribía Pascal, hay pensamientos que se van y retornan pero también los hay que vienen y se van para nunca más volver. Por eso es prudente fijarlos en una libreta, tanto como el orden de las palabras en que se manifestaron.
A un escritor siciliano (Leonardo Sciascia) le gustaba comentar, de paseo por Roma, que siempre que pasaba frente a una papelería sentía lo mismo que un alcohólico frente a una cantina. No podía resistirse a entrar. Se metía sin pensarlo a comprar lápices, borradores, plumillas, tarjetitas de colores, tachuelas, y libretitas que realmente no necesitaba pero que le encantaban como objetos tangibles y también por su olor, y hasta un mono de madera para modelar:
“Empecé a escribir porque me gustaba escribir. Fue, en primer lugar, un amor hacia los instrumentos que se utilizan para escribir: el papel, la pluma, los lápices, la tinta. Aún hoy en día, cuando entro en una papelería, siento una especie de euforia que creo se parece a la de un bebedor en un bar. Era un amor tan sensual hacia aquellos instrumentos, que recuerdo incluso el sabor de la tinta que el bedel vertía en los tinteros clavados en los bancos. Tal vez me bebía la tinta… ¡Y qué cosa maravillosa era escribir! Ver una cosa, tener un pensamiento, y ponerla por escrito, plasmarlo con la escritura.”
Yo, en lo personal, cada vez que voy a Tijuana me compro diez o veinte de esas pequeñas libretas de bolsillo que —en dos antiguas máquinas italianas— desde los años 50 fabrica Industrial Papelera de Baja California, S.A. Son una reproducción en miniatura del famoso cuaderno negro con manchitas blancas tratado con un barniz especial que lo protege contra la humedad y el uso y que eran los mejores de la República porque, gracias a las zona libre, su estupendo papel se podía importar de Estados Unidos y no se usaba en el resto de México.
Las libretas son una salvaguarda de la memoria. Gabriel Ferrater, el poeta catalán, contaba que para las matemáticas se requiere de una extraordinaria memoria juvenil, muy temprana, muy precoz, y que cuando Carlos Federico Gauss (1777-1855), llamado el princeps mathematicorum, murió a los 75 años, se le encontró una libreta de cuando tenía 17 años y prácticamente todas sus ideas matemáticas ya estaban allí apuntadas.
Entre los escritores suele darse una suerte de fetichismo respecto a las libretas. La conocida con el nombre de Moleskine (piel de topo) era la favorita de los artistas e intelectuales europeos de los últimos dos siglos: de Van Gogh a Henri Matisse, de las vanguardias históricas a Ernest Hemingway. Muchos de lo sketches, apuntes, dibujos, ideas y emociones, que se preservaron en las libretas de esta marca se convirtieron después en imágenes famosas o en páginas enteras de libros leidísimos.
La tradición de la Moleskine fue retomada por el escritor viajero inglés Bruce Chatwin (autor de Los trazos de la canción y de La alternativa nómada) que tenía la costumbre de comprar sus libretas en París, en una papelería de la calle de l’Ancienne Comédie, donde siempre se aprovisionaba antes de emprender sus profundas caminatas, sus viajes a la Patagonia o a Australia.
En su mejor novela, o libro de viajes, o colección de aforismos, Los trazos de la canción, Chatwin incluye este párrafo:
“–Te molestaría que utilice mi libreta de apuntes? —inquirí.
—Haz lo que quieras.
Saqué de bolsillo una libreta negra, con tapas de hule, cuyas páginas estaban sujetas por una banda elástica.
—Linda libreta —dijo.
—Las conseguía en París —contesté—. Pero ya no se fabrican.”
Siguiendo un ritual —o una manía—, Chatwin numeraba con tinta negra cada una de las páginas de la libreta, ponía sus nombre y por lo menos dos direcciones y un mensaje en el que prometía una recompensa para quienquiera que regresara la libreta en caso de haberla perdido. Este mismo sistema fue el que le sugirió a su amigo el escritor chileno Luis Sepúlveda cuando le regaló una de las famosas libretitas para el viaje que iban a hacer juntos a la Patagonia.
Famosas y preciosas eran entonces las libretas porque ya no se encontraban. Y es que su antiguo fabricante, que tenía su negocio familiar en Tours, Francia, interrumpió su producción en 1986.
En otro pasaje de Los trazos de la canción, Bruce Chatwin (que murió en 1988 de una infección que pescó en China) dice que metió sus lápices en una jarra y depositó junto a ésta su cuchillo del ejército suizo. Desembaló algunos blocs para borradores y, con la pulcritud obsesiva que acompañaba el comienzo de sus proyectos, formó tres pilas perfectas con sus libretas de apuntes “parisinas”.
“En Francia, a estas libretas se les conoce por el nombre de carnets moleskines, con la salvedad de que el moleskine, en este caso, es la encuadernación de hule negro. Cada vez que iba a París, me reaprovisionaba en una papaterie de la rue de l’Ancienne Comédie. Las páginas estaban cuadriculadas y las guardas estaban sujetas por una banda elástica. Las numeraba por series. En la primera página escribía mi nombre y dirección, y ofrecía una recompensa para quien las hallara.”
“La vrai moleskine n’est plus” decía el lapidario anuncio de la dueña de la papelería a la que se dirigió Chatwin para comprar cien libretas antes de irse a Australia. Compró todas las Moleskine que pudo encontrar, pero no le bastaron.
Sin embargo, las Moleskine han vuelto al mercado. Ya se pueden conseguir, fabricadas por una empresa italiana (www.modoemodo.com) y están siendo solicitadas por incluso los escritores menos maniáticos. La Moleskine ha vuelto a los bolsillos de los viajeros que la consideran mucho mejor que una computadora portátil. Sus páginas en blanco están listas para recoger innumerables impresiones, frases, ideas, croquis, dibujos, cuentas, teléfonos, direcciones.
“Extraviar el pasaporte era la menor de mis preocupaciones: extraviar una libreta de apuntes hubiera sido una catástrofe.”

Ficciones de verdad

La carga de verdad de que está impregnada toda obra literaria (novelas, poemas, dramas y comedias) muchas veces es más fuerte que la verdad priodística o la verdad que se construye en el ensayo o en la sentencia de un juez (la verdad jurídica que afecta tanto a justos como a pecadores, la verdad “técnica”).
En la memoria colectiva de nuestra época los lectores de periódicos suelen reinventar el pasado y a sus personajes, oscuramente, vagamente, entre brumas, y así como los consumidores de novelas del siglo XIX, van almacenando imágenes, frases y situaciones, sobre todo cuando las historias tienen algo en común: el misterio. Así recordamos fragmentariamente, por escenas, como un rompecabezas lleno de huecos, la novela de Manuel Buendía, la novela del caso Colosio, la novela de Fernando Gutiérrez Barrios. La verdad no alcanza a emerger a la superficie y el tiempo se va encargando de decantarla, como a lo largo de los años ha sucedido con las nuevas lecturas de La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán. Mejor que en los años 30 se esclarece ahora qué clase de criminales eran Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles.
Se trata de la antiquísima e intrigante confusión entre realidad y ficción. La experiencia de la vida como un sueño o una ilusión.
“Primera mentira, construcción, fabricación puede decirse también ficción, término que proviene del latín fingere, que significa heñir, amasar, modelar, representar, inventar”, dice Daniel Gerber en un libro colectivo, publicado por la ediorial Siglo XXI, El laberinto de las estructuras. El ensayo de Gerber se titula “Ficciones de verdad”. Es un ensayo psicoanalítico, pero alude a la representación que nos hacemos del mundo y a cómo la memoria no reproduce sino que reinventa el pasado.
“La verdad se dice en una estructura de ficción, pero la ficción en sí misma no dice la verdad sino cuando se produce el encuentro fallido con lo real que en ella no llega a designarse.”
Lo cierto es que en la novela, por ejemplo, siempre nos referimos a un solo problema: el ser humano. Y detrás mostramos o disimulamos al fantasma de nuestro yo, de nosotros mismos, debajo de las máscaras que necesitamos. En neurofisiología un “fantasma” es el dedo o la pierna que hemos perdido y que sentimos todavía existentes
Félix de Azúa –como en otros lugares Truman Capote y Oliver Sacks—- dice que hay que aprender a narrarse a sí mismo. “Usted, lector mío, es una novela. Coja una foto suya de hace diez años y otra de hace veinte, luego pídale a mamá la de la primera comunión. Compárelas y busque alguna relación entre las imágenes. ¿Cree que aquel niño, el adolescente posterior y el actual contribuyente forman una unidad? ¿Son la misma persona? ¿No será más bien un protagonista, o sea, un nombre propio.”
El nexo entre unos y otros es la memoria y esa “vida” no es más que un relato, tan ficticio como cualquier novela, pero igualmente verosímil. Ya lo decía un clásico que inventó el modo moderno de narrar una vida: “Estamos hechos de la materia de los sueños.” Y sólo podemos ser nosotros mismos, añade Félix de Azúa, mediante un relato que resulte creíble y comprensible para los demás.
En ese sentido no ha desaparecido el niño que todos llevamos dentro. Sigue actuando en la ficción. Lo peor de la edad, creía Óscar Wilde, no es que uno envejezca, sino, por el contrario, que uno nunca envejece. Lo peor, acota Rosa Montero, es que por dentro sigues teniendo siempre los mismos años: “Eres eternamente joven, mientras tu cuerpo es abducido por un alienígena más bien marchito.”
En su famoso El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Oliver Sacks sostiene que todos llevamos una historia biográfica, una narración interna, cuya continuidad es nuestra vida. Y que esa narración es nuestra identidad. Para ser nosotros mismos hemos de tenernos a nosotros mismos, hemos de poseer nuestra historia biográfica, rescatar nuestro drama interior, nuestra narración. “El individuo necesita esa narración interior continua para mantener su identidad, su yo.”
Necesitamos saber contarnos a nosotros mismos para poder ser lo que somos, no para asimilarnos a los que los demás creen que somos. Vamos escribiendo y editando nuestra vida buscándole una forma narrativa, un tono, una verdad interior.

La paradoja del narrador

La creencia de que la literatura es mentira y de que se desencadena a partir de la memoria y la imaginación no es compartida por muchos lectores porque la novela, por ejemplo, se cuida de no imponer verdades ni establecer leyes y se restringe a evocar, sugerir, proponer e insinuar. No dice cómo son las cosas sino cómo pudieron haber sido.
Juan Rulfo contaba que una vez fueron a su pueblo, San Gabriel, en el sur de Jalisco, unos profesores estadunidenses y “mis parientes y les dijeron que yo era un mentiroso, que no conocían a nadie que tuviera esos nombres y que nada de lo que contaba había pasado en sus pueblos. Es que mis paisanos creen que los libros son historias reales, pues no distinguen la ficción de la historia. Creen que la novela es una transposición de hechos, que debe describir la región y los personajes que allí vivieron. Pero la literatura es ficción y, por tanto, es mentira”.
Lo que Rulfo nació sabiendo, porque era una escritor nato, como decía Efrén Hernández, a muchos lectores y narradores en ciernes les cuesta algún tiempo aprender: que la mentira es el gran ingrediente de la creación literaria. Basta introducir una mentira entre los hechos y los seres humanos reales de que, como semillas, se vale el novelista al empezar a escribir, para valorar su poder evocador y propiciador de la imaginación. Porque la mentira es proliferante.
Afirmar que el Che Guevara tenía debajo del bigote el labio leporino, o que Clint Eastwood es hijo del Flaco (Stan Laurel), constituyen mentiras que de inmediato remueven el proceso de la invención. Si un novelista se aferra al realismo más elemental (al culto monstruoso de los hechos) y no trasciende sus miedo a la fantasía se está poniendo él mismo una camisa de fuerza. Quiere ser lo más fiel a los acontecimientos (como el periodista, el biógrafo, el historiador) y atenerse a la “realidad”, pero en cuanto entra en un callejón sin salida y su historia no camina ni hacia atrás ni adelante muy bien puede, por juego, deslizar mentiras que por alguna extraña razón enriquecen su historia y la vuelen más verosímil. Descubre que, por paradójico que parezca, la mentira se empieza a volver la vía hacia una verdad más profunda que la superficial verdad de los hechos, la verdad jurídica de los jueces y los policías, la verdad forense de los abogados, la verdad de la ética o de los moralistas.
Fernando Balzaretti pensaba, por su experiencia en el escenario y en la construcción de personajes, que el actor era como un escritor. Me lo dijo muchas veces. “Uno es como un novelista y al rato ya se siente uno de los personajes.”
Si el lector es alguien que establece conexiones
—puesto que la literatura es un sistema de relaciones secretas que hay que descubrir— verá entonces que la paradoja del actor es semejante a la del novelista. Tenía razón Balzaretti.
En La paradoja del comediante Denis Diderot decía, en 1773, que un actor es mejor en la medida en que miente mejor. Y ponía este ejemplo: un actor se suicida de verdad en escena, se mete un cuchillo en el corazón, y el público se muere de la risa. Por el contrario: un actor finge que se suicida en escena y el público se pone a llorar.
Igual, por extensión, por analogía, sucede con el narrador. Entre mejor mienta mejor será su obra. Por eso Rulfo estaba en lo cierto. Y, así, desde Cervantes hasta García Márquez el novelista es el gran mentiroso (aparte de ladrón de ideas y frases ajenas). Es probable que, por pertenecer demasiado a la retórica forense, “mentira” no sea la palabra justa: tiene una connotación negativa, suena a engaño, a mala fe. Tal vez habría que hablar entonces de “invención”, de “mito”, de “fabulación”. Rulfo, inventor de mitos, se pasaba la vida contando mentiras en sus conversaciones: era su manera de seguir escribiendo; de escribir sin escribir, como la poeta argentina Olga Orozco que, de niña, inventaba poemas, los memorizaba y los recitaba, pero no los escribía.
Como quería Oscar Wilde, hay que recuperar el antiguo arte de la mentira si queremos traspasar la mera realidad establecida y más o menos similar para todos. Allá en la sierra, los contadores de historias dicen mentiras y nunca repiten el mismo cuento con las mismas palabras pero sí con las mismas mentiras. En la medida en que mienta más persuasivo y divertido será.
En una entrevista con un periodista italiano un general chino se inspiró hablando del arte de la guerra y la situación actual. Sus análisis eran inteligentísimos, brillantes, extraordinarios. Todo lo que el general le decía era preciso, estaba muy bien articulado, era original, verosímil, cierto, pero al final le dijo al reportero: “Le voy a dar un consejo: nunca le crea a un chino.”
La anécdota el militar se le antojaba a Leonardo Sciascia una clave para entender la obra de Gesualdo Bufalino, quien estimaba que no había que creerle a los escritores porque el escritor tiene acceso a la verdad de la existencia a través de la mistificación, el juego, la ambigüedad, el engaño, la paradoja, las mentiras.
Enfrentar a un escritor supone una profesión de fe. Se le creen más sus mentiras que sus “verdades”. En su obra las mentiras se trastocan en una “verdad” cambiante, mutable, y no sería verdad si fuera inmutable.
Así, “nunca le creas a un escritor”, dice Sciascia. “Créele a la literatura.”

Internet es nuestro telégrafo

El pájaro telegrafista es una cruza de
paloma mensajera y de pájaro carpintero

--Carlos Illescas


Hemos dejado de escribir cartas y de utilizar el telégrafo,
que tenemos a la mano: en la red, mediante un enlace
telefónico local.
Lleva un poco de tiempo adaptarse a la nueva cultura
comunicativa. Con los años uno lo asimila como se integra la televisión. Yo hasta 1992, luego de muchas resistencias,
empecé a utilizar la computadora para escribir y sigo
creyendo que no ha habido un procesador mejor de palabras
que el MS-2. De mi generación (los que nacimos en los años
40) se ha dicho que somos reaccionarios tecnológicos, sin
embargo he conocido a periodistas amigos (como Enrique Maza) que a su edad (nació en los años 30) entró en la red con el entusiasmo y la curiosidad de un jovenazo. Y ahora es un experto.
Al principio no quería tener el internet en mi casa. Me
daba miedo. Temía que me volviera más disperso que lo que
soy por temperamento. Le decía a Ricardo Bautista: "¿Para
qué quiero una nave espacial en mi casa? Yo lo que necesito
es una máquina de escribir."
"Pues digas lo que digas hay un sitio de la NASA que te
puede conectar a la cámara de una nave que va rumbo a Marte
y puedes ir viendo el espacio sideral en vivo", me dijo.
Mi temor era alimentar más una de mis pocas adicciones
confesables: la tendencia a perder el tiempo. Pero un julio
de este año me compré una iMac y deserté de las PC. Nadie
podía explicarme cuál era la diferencia entre las dos (no se puede: es como explicar lo que es el orgasmo), pero una
pequeña encuesta --animado por mi snobismo‹- me alentó a pasarme a la Mac: supe que utilizan Mac Gabriel García Márquez, David Huerta, Adolfo Aguilar Zínser, Juan Villoro, Alberto Ruy Sánchez y Jorge Castañeda.
Como la única vocación cierta que tengo es la de
propagandista (desde niño me encantaba mandar cartas y
recortes de periódicos), he caído ahora en la locura del
correo electrónico. Leo menos y escribo menos. Envío
artículos que ni siquiera son míos. Porque me gustan. Y creo que el tamaño ideal es un texto de no más de 2000 caracteres (el artículo-telegrama), como los que escriben Félix de Azúa, Maruja Torres, Juan José Millás, Manuel Vicent, Vicente Verdú y Manolo Vázquez Montalbán para la última página de El País. También me ha dado por enviar como "attachment" mi novela corta (o long-short-story, como le decía Henry James), de 64 cuartillas: La clave Morse, que trata de un viejo telegrafista: mi papá.



Digo por decir que el internet es nuestro telégrafo
porque, en efecto, lo tenemos en casa. Y yo, de hecho, nunca he estado fuera del telégrafo. Desde los siete años no soy más que un telegrafista.
Prueba de que el telégrafo ha periclitado es la nostálgica inaguración a finales de noviembre (creo que el 29) del Museo del Telégrafo, que ha diseñado el museógrafo Jorge Agostoni junto al Caballito: debajo del Museo Nacional de Arte, cerca de la cámara de Senadores y frente al palacio de Minería, en la ciudad de México, porque allíestuvo el último telégrafo. He imaginado que por ahí debe haber en una bodega de la Secretaría de Comunicacioes repleta, como chapulines de bronce, de aparatitos Morse recogidos en toda la República. Son estatuas en miniatura. A la entrada del Museo del Telágrafo se expondrá una escultura que ha
esculpido Iker Larrauri de Samuel Finley Breese Morse, que
nació el 27 de abril de 1791 en Charlestown, Massachussets.
El también notable pintor transmitió el 24 de mayo de 1844
el mensaje que se haría tan famoso: "¿Qué nos ha enviado
Dios?"
El 1 de febrero de 1989, unos ciento cincuenta años
después de que Morse inventara su sistema de puntos y rayas,
su código desapareció finalmente de la escena mundial.
La Marina francesa abandonó el alfabeto Morse en sus aguas
territoriales en 1987; lo dieron de baja con un adorno galo:
"A todos. Este es nuestro último grito antes del silencio
eterno". Pero no sé si siguen utilizando para llamadas de
socorro las letras S.O.S., que son las más fáciles de
descrifrar en Morse: tres puntos, tres rayas, tres puntos.
S---S

Y este es el código de los hombres que utilizaban el lenguaje de los pájaros carpinteros –-según dice desde Caborca José Antonio Dávila Payán—- y que nunca más volverá:


A .- N -. 1 .---- . AAA .-.-.-
B -... O --- 2 ..--- ? IMI ..--..
C -.-. P .--. 3 ...-- , MIM --..--
D -.. Q --.- 4 ....- - DU -....-
E . R .-. 5 ..... / XE -..-.
F ..-. S ... 6 -.... ( KN -.--.
G --. T - 7 --... ) KK -.--.-
H .... U ..- 8 ---..
I .. V ...- 9 ----.
J ...- W .-- 0 -----
K -.- X -..-
L .-.. Y -.--
M -- Z --..

El arte de la cita

No se diga que yo no he dicho
nada nuevo: la disposición de
los temas es nueva. Cuando se
juega a la pelota ambos jugadores
usan la misma pelota, per uno la
coloca mejor que el otro.

—Pascal, Pensamientos


Hay escritores a quienes les gusta citar y otros que son muy parcos en sus citas. O, en otra clasificación tan arbitraria como académica: hay escritores que citan y escritores que no citan.
A mí en lo personal me gusta poner en relación a unos autores con otros. Me gusta entablar conversaciones entre autores muertos y autores vivos. Creo que puede aventurarse un diálogo entre escritores muertos y de otras lenguas con escritores vivos o también muertos pero de otros países y de otras lenguas y de diferentes tiempos. Y esta conversación de la literatura es la que me parece sólo fascinante.
Yo me he cuidado mucho de no volver a citar a Leonardo Sciascia porque en 1989 escribí un libro sobre este escritor siciliano (La memoria de Sciascia, que ahora se reedita por el Fondo de Cultura Económica, en la Colección Popular) y creo que he abusado de la asociación entre mi nombre y el suyo. He llegado incluso al prurito de tomar una frase suya y atribuírsela a otro autor, a Pirandello o a Brancatti o a “un escritor siciliano amigo mío”. Todo eso por pudor. Por no abusar de la cita. Pero de pronto, y muy frecuentemente, me topo con estudiantes o personas, ya mayores y no malos lectores, que lejos de percibir un abuso o una aprovechamiento literario ilegítimo me dicen: “Perdón, ¿quién? ¿Quién es Leonardo Sciascia?”
Veo entonces que es inútil mi cautela o mi prevención. Desde mi solipisismo intelectual, cancelo el nombre de Sciascia y mucha gente ni siquiera sabe quién es.
El caso es que a Leonardo Sciascia le encantaba el arte de la cita. Ricciarda Ricorda, maestra de literatura italiana moderna y contemporánea en la Università degli Studi di Venezia, ha escrito incluso un ensayo sobre “Sciascia ovvero la retorica della citazione”: la retórica de la cita. Y es que un texto con una cita añadida se vuelve otro decir. En algo aumenta la producción de sentido. Y no es fácil acertar con una buena cita, una cita que embone bien con la idea apenas esbozada en otro párrafo y venga, de rebote, a enriquecerlo. Por eso es un arte. No cualquiera sabe hacerlo. Sciascia decía que a él le hubiera gustado escribir un libro de puras citas.
A mí siempre me gustó el epígrafe de Saint-Just que Arthur Koestler antepone a su novela El cero y el infinito: “Nadie puede gobernar sin culpa.”
En Los detectives salvajes, Roberto Bolaño coloca estas líneas de Malcolm Lowry. “¿Quiere usted la salvación de México? ¿Quiere que Cristo sea nuestro rey? No.”
El epígrafe es un guiño al lector. Permite redondear el tema de la novela o justificar de dónde viene su título. Juan Marsé, por ejemplo, en Si te dicen que caí indica que su frase titular proviene del Himno de la Falange: “Si te dicen que caí, me fui al puesto que tengo allí.”
En julio de este año apareció un libro que hice sobre Juan Rulfo: La ficción de la memoria (Ed. Era-UNAM). Esta antología de la crítica sobre Rulfo quiere justificar su título con el siguiente epígrafe:
“Por lo que la memoria es lo mismo que la fantasía[…] Y adquiere estas tres diferencias: que es memoria, cuando recuerda la cosas; fantasía, cuando las altera y transforma; ingenio, cuando les da forma y pone en sazón y en orden.” Pero por alguna razón no incluí la frase que remata la idea: “Por estas razones, los poetas teólogos llamaron a la Memoria la madre de las musas.”
El autor del párrafo es Giambattista Vico, y lo escribió en su Ciencia nueva, libro que el filósofo napolitano escribió por lo menos tres veces y de la que por lo tanto hay tres versiones: de 1725, de 1730 y de 1744. Hay una edición del Fondo de Cultura Económica, en su Colección Popular, muy distinta en su capitulado a la que publicó la editorial Tecnos de Madrid en 1995, en traducción de Rocío de la Villa. En esta última es donde se encuentra mi epígrafe.
Me interesaba abonar en lo posible la idea (nada nueva, por lo demás) principal del libro: una reflexión acerca del papel que juega la memoria en el proceso de la creación literaria. Porque la memoria siempre deforma el pasado y lo reinventa y, además, es una actividad de la mente que no puede disociarse de un contexto emocional personal. Inevitablemente.
Pero la verdad es que yo me enteré de estas observaciones filosóficas de Vico no por haberlas conocido mediante la lectura directa de su obra, que después sí leí. La primera vez que me topé con el párrafo de marras fue en la página 91 de Memory & Narrative (the weave of life-writing), de James Olney, publicado en 1998 por The University of Chicago Press. Este especialista en el género de la autobiografía y en los equívocos de la memoria —no sólo en la literatura: también en la vida personal de cualquier ser humano— fue el que, digamos, “descubrió” la percepción que Vico tuvo hace 259 años y que yo retomé.
En un principio llegué preguntarme si era válido el procedimiento de tomar para mis fines la cita que otro escritor ya había hecho. ¿No habría sido un aprovechamiento indebido que engañaba al lector? Creo que no, después de pensarlo mucho. Así es como se trabaja en el taller de un escritor. La literatura también se hace de literatura y no hay por qué dejar sepultadas en las bibliotecas las ideas que se escribieron en el pasado. Al contrario: hay que revivirlas, exhumarlas, y ponerlas en conversación con nuestro tiempo. Mediante el arte de la cita.

Mi querido Juan José

Parece cosa de poca importancia, pero un trozo de papel que se estaba mojando en el pasto bajo una de esas regaderas de araña me cambió la vida. Me imagino que era hacia 1962 en un rincón de San Ángel, Tlacopac, donde me rentaba un cuarto mi profesor de derecho romano Guillermo Floris Margadant. Una mañana, sin muchas ganas de vivir, salí caminando indolente y arqueado, con la vista baja —no puedo mantener la línea horizontal hacia enfrente por un problema en las cervicales— y me encontré en el suelo ese pedazo de papel impreso. Era una esquina cortada de La Gaceta, la revista literaria del Fondo de Cultura Económica, y en sus esquinas se alcanzaban a leer unas letras: rreola, eininger, Homenaj... Me puse a leer las líneas que el azar me había puesto en el camino:
“Al rayo del sol la sarna es insoportable. Me quedaré aquí en la sombra, el pie de este muro que amenaza derrumbarse.
“Como a buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra. La seguí con celo entrañable. A ella, la que tejió laberintos que no llevaron a ninguna parte.”
Era un texto corto, de dieciocho renglones, y al final se infería que quien hablaba era un perro. Lo firmaba Juan José Arreola y se titulaba “Homenaje a Otto Weininger.” Sentí entonces que el lenguaje escrito podía transportarnos a otra dimensión. Y que eso era la literatura.
Por eso, cuando por una nota de prensa me enteré el año pasado de que Juan José Arreola terminaba de estar en este mundo, empecé a rememorar lo que significó para mí conocerlo hacia mediados de 1963 y lo importante que fue para muchos escritores en ciernes de aquellos años. Fue el creador, por no decir el inventor, de los talleres literarios en México. Editor, carpintero, ajedrecista, jugador notable de ping pong, conocedor de vinos, de telas y de la sastrería más fina, Arreola era el espíritu de la época. No hacía más de diez años que había vuelto de París, donde estudió teatro al lado de Louis Juvet y Jean-Louis Barrault, y todavía usaba esos sacos de pana azul marino que se estilaban entre los jóvenes de la postguerra francesa y en los encendidos antros de Saint Germain de Près. Así se le podía ver en la Casa del Lago a principios de los años 60. Organizó allí grupos de poesía en voz alta y colocó en los jardines mesas y tableros para que los visitantes jugaran ajedrez en las mañanas de los sábados y los domingos.
Lo que Juan José nos estaba diciendo a todos, con sus actos, con su elegancia y su estilo, es que el arte podía muy bien incorporarse a la vida cotidiana y que, más allá de las carreras universitarias tradicionales, estaba también el oficio de leer y de escribir. Era además un gran amante de las artes gráficas. Inauguró una colección, Los Presentes, en la que debutaron los jóvenes Carlos Fuentes, Ricardo Garibay, José de la Colina, José Emilio Pacheco, Archibaldo Burns, Elena Poniatowska, y en la que, me parece, también publicó un libro de Julio Cortázar. Cuando llevó a la imprenta del maestro Manuel Casas el primer número de Mester, la revista de nuestro taller literario, me di cuenta de que —al menos para los camaradas de mi generación— el ejercicio de la literatura era algo inseparable de las artes gráficas. Y con eso también aprendimos otro oficio que no pocas veces nos permitió irnos ganando la vida en las revistas, las editoriales, los suplementos culturales, en la imprenta Madero, en la Revista de la Universidad.
Tenía su taller en la calle de Río de la Plata, en la colonia Cuauhtémoc. Todos los jueves por la tarde caíamos por allí Elsa Cross, José Agustín, Gerardo de la Torre, Jorge Arturo Ojeda, Alejandro Aura, José Carlos Becerra, a veces Juan Tovar y otros compañeros. Nunca le pagué un centavo, a pesar de que —según me dijeron después— cobraba una módica suma. Su generosidad se manifestaba sobre todo en el tiempo sin límite que le dedicaba a cada uno de nosotros, como si fuéramos figuras consagradas. Leía nuestros textos con esa voz que aprendió a modular en el teatro y de pronto se detenía en una palabra. Atendía al efecto de conjunto, pero se demoraba sobre todo en la cadencia de la frase. Ponía el acento en el ritmo, en la pertinencia de cada adjetivo o en su ociosidad, en la secreta musicalidad del enunciado. Y a parir de ahí asociaba sus ideas, alguna anécdota de Valle Inclán, alguna observación de Borges, un poema de Rilke, alguna aparente extravagancia de Kafka.
Nos llamaba mucho la atención, pero lo valoramos mejor muchos años después, su manera de interesarse por el prójimo, el respeto a sus diferencias, como haciéndonos ver que la educación consiste precisamente en eso: en el respeto por el otro. Trababa a los demás como si fueran intelectuales, sin intentar seducirlos, hechizarlos, asustarlos o intimidarlos, sino despertando en ellos la inteligencia y el razonamiento, como dice Fernando Savater que hace el verdadero intelectual.

Tres lenguas

A medida que uno se va volviendo cada vez menos joven empieza a notar el cambio de palabras entre las generaciones. El uso del lenguaje es otro en muchos sentidos. Quienes pasamos de los cincuenta años estamos todavía en un español que considerábamos más o menos correcto en la década de los sesenta, por sus convenciones habladas y escritas. Pero, como es natural y lógico, este español ya no coincide con el habla de la generación mexicana que utiliza mucho la expresión “güey” —casi como un signo de puntuación, según José de la Colina— que se ha educado en la televisión, el internet y el contacto diario con el inglés traducido.
Los historiadores de las lenguas decían que cada treinta años aproximadamente se hacen perceptibles los cambios importantes en las lenguas. Sin embargo, al despuntar el siglo XXI —es decir: ahora— es evidente que las mutaciones se están dando de forma más acelerada: cada siete o doce años más o menos. ¿Por qué? Por los medios audiovisuales —televisión y radio y cine y videoclip— que antes no existían o bien no existían con tal profusión. No es improbable que nuestros nietos conozcan ya la antesala de la previsible fusión entre el inglés y el español que ya se avisora. Y nuestra bisnieta dirá seguramente “caí en amor” en lugar de “me enamoré”.
Los lingüistas profesionales, como es natural, observan este fenómeno con mayor naturalidad. Están acostumbrados a la fusión de las lenguas, pues así ha sido en el pasado. Y de nada se asustan. Tanto el español como el inglés son mezclas muy antiguas de otras lenguas, del latín, el francés, el árabe, el celta. No tendría por qué ser diferente en nuestros días esa evolución.
Es natural que al entrar en la lengua de los adultos —la que se usa en el trabajo y especialmente en el comercio—, el joven de dieciocho años adopte sin discusión los usos y costumbres de cortesía que se traducen del inglés y que sus empresas les sugieren. Si antes se decía “Gracias, que le vaya bien”, ahora las normas de cortesía de un negocio de hamburguesas que tiene su casa matriz en Chicago imponen el imperativo de decirle al cliente “Gracias, que tenga un buen día”. Una aeromoza de Aeroméxico o de Mexicana se siente más a gusto dicindo por al altoparlante “Este es un vuelo de no fumar” y no “En este vuelo no se permite fumar” porque le parece más natural traducir literalmente “This is a non-smoking flight”. Los mismo sucede en las cintas grabadas que le hablan a uno en uno banco de Hong Kong y Shangai —es decir: Bital— y le espetan “Gracias por su preferencia”. Todo es traducción del inglés, sobre todo en las líneas aéreas, sobre todo en los bancos, sobre todo en la televisión.
Lo que se incorpora al español hablado en México no es tanto una palabra en inglés por otra en español —como sucede en el Espanglish— sino un uso de la frase que se acostumbra en la sociedad de los Estados Unidos. El que piensa y arma la frase suele ser un investigador en alguna universidad norteamericana o un periodista neoyorkino que escribe, por ejemplo, “patio trasero” para que, en consecuencia, el diplomático mexicano repita “patio trasero” y ya no diga “basurero”, como es normal cuando uno habla en México del lugar de los desechos. Lo que pasa es que en Estados las casas tienen detrás un patio en el que se acumulan los tachos de basura y un callejón por el que pasa el camión a recogerlos.
Y no es que a todos los mexicanos les guste imitar todo lo que dicen y hacen y piensan los estadounidenses (a nuestros gobernantes les encanta quedar bien con Washington), pero sí a una buena parte de la clase media. Parece que las frases de uso diario están pensadas en inglés. No son pocos los que en el DF ya no dicen “Buenos días”. Dicen “Buen día” porque se parece más a “Have a good day”. Incluso en los medios académicos, como el CIDE o El Colegio de México, se cae mucho en las frases traducidas ad litteram que les imponen los sociólogos o los economistas estadounidenses.
A finales de 1970 en San Cugat, cerca de Barcelona, el poeta y lingüista Gabriel Ferrater me decía que no hay por qué alarmarse.
Uno de los primeros fonetistas que hubo en el mundo, el abate Rousselot, se fue a una aldea francesa a estudiar la lengua de las gentes y le pareció que se hablaban en realidad tres lenguas: la de los viejos, la de la gente de mediana edad, y la de los jóvenes. Veinte años después otro lingüista fue a la misma aldea francesa para corroborar las conclusiones del otro. Pues bien —me explicaba Ferrater—, los viejos habían muerto, los de mediana edad era más viejos, los jóvenes eran ya de mediana edad y había una nueva generación, pero existían las tres lenguas idénticas que el primer visitante había detectado.
Al pasar a la mediana edad, los jóvenes adoptaban la lengua exacta de la gente de mediana edad, y los de mediana edad adoptaban la de los viejos. No había un tendencia al cambio de la lengua, y los tres estratos subsistían. Es elemental. El tratamiento de usted, por ejemplo, no lo usan los niños al empezar a hablar, pero a partir de cierta edad el niño adopta el tratamiento de usted.
“Entonces cuando me hablan de las generaciones, de la irrealidad y del realismo, yo los espero a que tengan cuarenta y ocho años y estoy seguro de que pensarán exactamente lo mismo que yo”, decía Ferrater. Es de esperarse, pues, que este nuevo español estadounidense que empieza a hablarse en México sólo sea un estilo o una pose de las generaciones más jóvenes y de las de mediana edad. A lo mejor cuando se acerquen a la última edad les dará por volver al español antiguo.
¿Se dice "inicia" o "empieza? ¿Las disculpas se piden o se ofrecen? En España se piden, en México se ofrecen.

El periodismo es un cuento

Cuando un día pasa, deja de existir.
¿Qué queda de él? Nada más que una
historia. Si las historias no fueran
contadas o los libros no fueran escritos,
el hombre viviría como los animales: sin
pasado ni futuro: en un presente ciego.
—Isaac Bashevis Singer

Me dicen que circula en España un libro de Manuel Rivas, El periodismo es un cuento, que su editorial sólo distribuye en la metrópoli, no en las colonias. La suya es una sugerencia que viene desde los albores del periodismo, en el siglo XIX: la convención de que todo lo que decimos o escribimos es ficción porque no es la cosa en sí misma sino una representación necesariamente parcial y subjetiva de la realidad.
Juan José Millás se apunta entre los creyentes de esta teoría:
"Todo periodismo es literario en la medida en la que el periódico no es la realidad, sino una representación de la realidad, y por lo tanto opera sobre ella, sobre la realidad, con herramientas que podemos encontrar en cualquier libro de preceptiva literaria, desde la metonimia a la sinécdoque, pasando desde luego por la metáfora, la condensación o la elipsis."
Más allá de las técnicas y del oficio que, por obra de la estilística, procura en lo posible la objetividad y la imparcialidad, el trabajo del periodista consiste sobre todo en buscarle sentido a la información. El periodista no puede contar todo lo que ve —necesitaría todas las páginas del periódico—, tiene que escoger un fragmento de todo el haz que abarca su mirada y decidir qué es lo significativo. Para esta tarea ha de poner en funcionamiento tanto su memoria de lo inmediato como su experiencia literaria puesto que sus únicas herramientas son las palabras, aunque esté muy consciente de que escribir bien no es un fin en sí mismo.
"Debería preocuparse de educar su mirada tanto como de pulir su técnica", dice Millás. "El significado no se encuentra a base de técnica, sino a base de talento literario. Quizá el significado, igual que lo que llamamos el sentido de la vida, no sea más que una construcción, pero esa construcción la que el lector espera encontrar cuando abre el periódico."
A pesar de que ya conoce gran parte de la información cada mañana, por la difuminación televisiva o radiofónica de las noticias, el lector espera ese plus de sentido que viene del texto organizado:
"Los datos no son información hasta que no se articulan, hasta que no se leen." No basta la información desnuda de las televisiones: hay que leer la crónica del partido o de la corrida, sobre todo si se atiende a aquella antigua superstición siciliana de que la palabra impresa es verdad.
Entre los autores que se han dedicado a reflexionar sobre el sentido del periodismo en nuestro tiempo, a pensarlo de nuevo y a poner en entredicho sus prácticas más comúnmente aceptadas, se encuentran Bill Kovach y Tom Rosenstiel, quienes escribieron y firmaron al alimón Elementos del periodismo: lo que los periodistas deberían saber y lo que el público debería esperar. (Editorial Crown Pub, Nueva York, 2001.)
En sus discusiones dentro del Committee of Concerned Journalists, definen los siguientes nueve principios:
1. La primera obligación del periodismo es decir la verdad.
2. Su primera lealtad es hacia los ciudadanos.
3. Su esencia es la disciplina de la verificación.
4. Sus profesionales deben ser independientes de los hechos y las personas sobre lo que informan.
5. Debe servir como un vigilante independiente del poder.
6. Debe otorgar tribuna a las críticas públicas y al compromiso.
7. Ha de esforzare en hacer de lo importante algo interesante y oportuno.
8. Debe seguir la noticia de forma a la vez exhaustiva y proporcionada.
9. Sus profesionales deben tener derecho a ejercer lo que les dicta su conciencia.

Con todo y eso, su creatividad verbal es la que finalmente se impone como punto de referencia para redefinir la crítica relación entre quienes cubren las noticias y quienes somos sus consumidores. La idea de que todo reportaje debe estar "equilibrado" y no ser "prejuiciado" también es objeto de discusión por parte de Kovach y Rosenstiel. Por naturaleza, creen, el periodista está "prejuiciado", pero eso no importa. "It's OK." Y el que las noticias deban estar "balanceadas" resulta una imposición injusta y no debe ser un objetivo del periodismo.
Tener prejuicios es parte de la naturaleza humana y a los periodistas profesionales no se les debe exigir que renuncien a su visión del mundo. Lo importante no es que el reportaje aparezca "equilibrado" sino que a cada parte se le conceda un espacio proporcional a su papel o a su importancia en el asunto. Lo que cuenta es el esclarecimiento.
Según ellos, los principios y el propósito del periodismo no están definidos por la tecnología o las "técnicas" sino por la función que las noticias tienen en la vida de la gente. ¿Para qué sirve el periodismo? Para ir construyendo el sentido de comunidad, de ciudadanía, y enriquecer la convivencia democrática. Para ir actualizando el lenguaje de la tribu, poner en circulación las ideas, dar continuidad a las conversaciones de la gente y a las historias que se cuentan (o se inventan).
Aparte de ser un organizador y un editor (en el sentido cinematográfico) de la información, el periodista lo que busca es encontrarle un sentido a las cosas: volver simple lo complejo. Es un productor de sentidos: un contador de historias.

Casa sin libros

Si veo la tele me aburro; si
leo, me siento acompañado.
—Johnathan Frazen.


Tal vez los maestros no han sabido transmitirle a los alumnos cuál es el sentido de la literatura porque ni siquiera ellos, los maestros, entienden cuál es.
No le encuentran utilidad práctica. Dicen que les aburre, que en nada les va a ayudar leer La montaña mágica para su carrera de sistemas de computación o de ciencias y técnicas de la comunicación. Por eso cuando se encarga leer por obligación la reacción natural del muchacho es el repudio, la indiferencia por la lectura y, más tarde, una casa familiar en la que no se encuentra un solo libro ni un mueble parecido a un librero.
Ni a profesores ni a alumnos les resulta fácil entender que un estudiante de letras clásicas en la universidad de Oxford lo que a la postre está aprendiendo es a organizar un pensamiento. El contacto con la literatura la permitirá hacer conexiones, relacionar a un autor con otro, construir un discurso coherente y persuasivo.
Porque la literatura trata sobre todo de la experiencia vital; es un sistema de conocimiento de la propia vida, de lo que es el amor, el poder, la amistad, la traición, el perdón, la desgracia, la conmiseración, el alma mexicana o el alma rusa, la locura, la ambición.
Ciertamente leer requiere de mucho tiempo y para llegar a lo que a uno le guste es necesario leer antes mucha basura y sobrellevar algunas horas de tedio, pero después viene la gratificación que hay que ganarse. Si leer fuera un placer gratuito, como dice Blas Cota, todo mundo estaría leyendo.
El ser humano necesita representar el mundo en que vive, conocerlo y conocerse, para comprenderlo y comprenderse en él. Y la narración es quizás uno de los caminos más accesibles para hacerlo. La construcción de una realidad paralela, de un mundo autónomo y con leyes propias, que produzca la ilusión de que entramos en una zona —terra incognita— nunca antes descubierta de la realidad, entraña la necesidad de interrogarse no sólo acerca de los mecanismos de nuestro mundo sino de también de los mecanismos narrativos que van a hacer posible su representación. No hay que olvidar que una de las primeras experiencias que el ser humano tiene de la ficción se da en el sueño y por eso su mente no tiene ningún problema para distinguir la realidad de la ilusión y vivir entre las dos.
“Los libros emanan algo, son el tótem de mi existencia”, dijo una vez Jorge Luis Borges. Alberto Savinio aseguraba que todo lo importante acaba en un libro, ya sea La Biblia o Mein Kampf. Hasta Dios, para ser Dios, tuvo que escribir un libro. Porque no parece haber religión sin libro. Y el libro es una llave, una clave para entender la vida propia y la de los demás.
No es lo mismo, por lo demás, leer un libro con unos ojos de 23 años que releerlo con los mismos ojos de 63: a cada instante y en cada época el libro es distinto. Cada libro será susceptible de variaciones, de cambios, es decir, de aparecer distinto a cada época, a cada generación de lectores, a cada uno de los lectores y a cada relectura por parte de un mismo lector. Y así un libro es muchos libros.
A Tobías Wolff, el novelista norteamericano, la literatura le cambió la vida: “Me ha dado una profundidad de conciencia que no tenía, me ha ayudado a ver el mundo de otra manera, me ha agrandado el corazón. Y esa pasión que yo siento como muy mía la he visto y la sigo viendo en otros, incluyendo a gente muy joven. Las grandes obras literarias nos muestran la vida en toda su complejidad. Fíjese en Chéjov, por ejemplo. Si uno lee a Chéjov aprende a juzgar a los demás con compasión y tolerancia.”
La literatura nos hace comprender las vidas ajenas. Su rasgo esencial es que nos hace imaginar lo que significa ser otro ser humano distinto de nosotros. Si la literatura no sirviera nada más que para eso, ya estaría justificado su lugar en el mundo. Pero nos da algo más. La literatura nos transporta al alma misma del lenguaje.
Y no leer tiene sus consecuencias: siente uno que le falta vocabulario para expresar una idea o una emoción. Siente que le cuesta mucho trabajo organizar un pensamiento y establecer conexiones.
Por otra parte, según el poeta Francisco Brines, la poesía hace la vida mejor, afina la sensibilidad y el espíritu crítico, enseña a mirar. En eso es como la pintura: vas por Italia y ves paisajes que ya habías aprendido a mirar en el museo del Prado. ¿Para qué sirve la educación? ¿Y el dinero? Deberían servir para vivir mejor. El hombre quiere ser más pleno, más feliz, más consciente, más intenso, entender mejor el dolor. Para eso sirve la poesía.
Menos optimista, Javier Cercas, está convencido de que la literatura no sirve absolutamente para nada: no nos vuelve más ricos ni más altos ni más rubios ni más guapos; ni siquiera es del todo seguro que nos vuelva mejores o más sabios. “En realidad, para lo único que con seguridad sirve es para obtener placer y para vivir más, porque la literatura nos alivia del hartazgo de ser quienes somos, permitiéndonos ser otros, vivir lo que nunca podremos vivir y pensar lo que ni siquiera sospechábamos que podía pensarse."
Una de las razones por la que muchas veces Jonahtan Frazen, el novelista autor de Las correcciones, apaga la televisión y coge un libro “es que la televisión me hace sentirme solo y alienado, mientras que si leo un bien libro me siento acompañado. Me acerca a otra gente que siente y ve el mundo de manera parecida a la mía”.

García Márquez, periodista

Si alguien ha tenido autoridad para expresar su convicción de que el periodismo escrito es un género literario ése es Gabriel García Márquez. Ya venía la especie dignificadora del periodismo en las proposiciones novelescas de Truman Capote: A sangre fría se ofreció, desde la atalaya publicitaria de Nueva York, como una “novela sin ficción”. Sin embargo ese tipo de “nuevo periodismo” ya lo habían hecho desde el siglo XIX los practicantes de la novela realista, Balzac, Zola, Daniel Defoe, y Upton Sinclair, en La Jungla. Entre nosotros Martín Luis Guzmán se adelantó a los neoyorkinos con El águila y la serpiente.
El carácter ilusorio de la realidad, según las épocas, propicia el apego al realismo o su distanciamiento. Cuando los historiadores revisan los archivos periodísticos —diarios de 1923, de 1968, revistas de los años 40— se asombran de la cantidad de fantasías que proyectan los reporteros y sus contemporáneos. Despejada la niebla de la actualidad, la historia pone mejor las cosas en su sitio.
García Márquez siempre se ha considerado un periodista. Es de los pocos escritores que tiene derecho a decirlo porque desde los diecinueve años estuvo en el desvelo de las redacciones y en las labores de campo. “Parto de la base de que escribir novela y escribir reportaje es un oficio igual, es decir: contar cosas que le suceden a la gente.” A partir de un hecho real (la imagen infantil de cuando lo llevaban al circo), el autor de Cien años de soledad suelta su imaginación y se aventura en las iluminaciones que proveen las mentiras de a literatura. Noticia de un secuestro y Crónica de una muerte anunciada no disimulan su condición de reportajes.
Se trata del antiquísimo problema entre la verdad y la mentira, la ilusión y la realidad, la fantasía y el culto obsesivo a los hechos. A Óscar Wilde ya le incomodaba el realismo, la reproducción exacta de la realidad. Fernando Vallejo piensa que en la novela, que es invención, la mentira y la verdad son dos espejos que se anulan. No cabe hablar de verdad ni de mentira. “Un novelista inventivo no es un novelista mentiroso. Es un novelista a secas.” Mentiroso sería el periodista que inventara.
La ficción o guarda con la realidad una relación de verdad lógica, sino de verosimilitud o una “ilusión de verdad”. Helena Beristáin, en su Retórica y poética, lo explica mejor: Según las convenciones del género y de su época, al lector se le permite, según su experiencia del mundo, “aceptar la obra como ficcional y verosímil, distinguiendo así lo ficcional de lo verdadero, de lo erróneo y de la mentira”.
“Mi pacto con el lector no es revelarle una realidad ya establecida (literaria o histórica) sobre la que de antemano ya estamos de acuerdo”, dice Toni Morrison.
El periodismo de Gabriel García Márquez, dice Jacques Gilard, en Obra periodística, Vol. I. Textos costeños de Gabriel García Márquez (Ed. Mondadori; Barcelona, 1992) con todo y haber logrado inigualables éxitos, fue principalmente una escuela de estilo, y constituyó el aprendizaje de una retórica original. Desde los veinte años y a partir de 1948, fecha del asesinato del líder Jorge Eliecer Gaitán y del comienzo de la etapa de la Violencia en Colombia, García Márquez inició una actividad periodística dentro de un género específico: el comentario, en su modalidad humorística y en las páginas de El Universal de Cartagena. Si bien destacó después como reportero (Crónicas y reportajes; Ed. Biblioteca Colombiana de Cultura; Bogotá, 1976 y entrevistador (Relato de un náufrago; Tusquets Editor; Barcelona, 1970), García Márquez hizo sus armas literarias en la columna porque escribirla todos los días implicaba una nueva manera de decir las cosas y de plantearlas, es decir: una cuestión de estilo. Ante todo, siguiendo el modelo de las “greguerías” de Ramón Gómez de la Serna, el novelista en ciernes trataba de conseguir una feliz expresión y un atrevido planteamiento: no decir nada, incluso, pero decirlo muy bien.
La recopilación de Jacques Gilard incluye asimismo otros dos volúmenes: Entre cachacos y De Europa y América (Ed. Mondadori; Barcelona, 1992) que recogen doce años de vida periodística, en las que sobresale la columna La jirafa, publicada en El Heraldo de Barranquilla. Periodismo y literatura se funden en un único discurso que permite desentrañar las claves de la obra novelística del colombiano.
Lo más probable es que cada autor sea en sí mismo un género literario. Si no todo el periodismo es un género literario, aunque pueda homologarse a la novela realista (eso cada escritor lo habrá de creer o no), lo cierto es que García Márquez convirtió el periodismo en literatura. Y sigue creyendo en la palabra escrita: desconfía de las grabadoras y sugiere que el reportero vuelva a la libreta de notas para que vaya editando con su inteligencia a medida que escucha. Si toma notas, escribe. Si graba, transcribe.
Si ahora los medios impresos tienden a la baja, a dejar de ser medios “masivos” de comunicación, tal vez se deba a que los periodistas han perdido el gusto por el idioma y el estilo personal. Por eso, más que nunca, tiene muchísimo sentido la concepción de García Márquez y su creación de talleres de periodismo en Cartagena de Indias, en la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano.

García Márquez, periodista

Si alguien ha tenido autoridad para expresar su convicción de que el periodismo escrito es un género literario ése es Gabriel García Márquez. Ya venía la especie dignificadora del periodismo en las proposiciones novelescas de Truman Capote: A sangre fría se ofreció, desde la atalaya publicitaria de Nueva York, como una “novela sin ficción”. Sin embargo ese tipo de “nuevo periodismo” ya lo habían hecho desde el siglo XIX los practicantes de la novela realista, Balzac, Zola, Daniel Defoe, y Upton Sinclair, en La Jungla. Entre nosotros Martín Luis Guzmán se adelantó a los neoyorkinos con El águila y la serpiente.
El carácter ilusorio de la realidad, según las épocas, propicia el apego al realismo o su distanciamiento. Cuando los historiadores revisan los archivos periodísticos —diarios de 1923, de 1968, revistas de los años 40— se asombran de la cantidad de fantasías que proyectan los reporteros y sus contemporáneos. Despejada la niebla de la actualidad, la historia pone mejor las cosas en su sitio.
García Márquez siempre se ha considerado un periodista. Es de los pocos escritores que tiene derecho a decirlo porque desde los diecinueve años estuvo en el desvelo de las redacciones y en las labores de campo. “Parto de la base de que escribir novela y escribir reportaje es un oficio igual, es decir: contar cosas que le suceden a la gente.” A partir de un hecho real (la imagen infantil de cuando lo llevaban al circo), el autor de Cien años de soledad suelta su imaginación y se aventura en las iluminaciones que proveen las mentiras de a literatura. Noticia de un secuestro y Crónica de una muerte anunciada no disimulan su condición de reportajes.
Se trata del antiquísimo problema entre la verdad y la mentira, la ilusión y la realidad, la fantasía y el culto obsesivo a los hechos. A Óscar Wilde ya le incomodaba el realismo, la reproducción exacta de la realidad. Fernando Vallejo piensa que en la novela, que es invención, la mentira y la verdad son dos espejos que se anulan. No cabe hablar de verdad ni de mentira. “Un novelista inventivo no es un novelista mentiroso. Es un novelista a secas.” Mentiroso sería el periodista que inventara.
La ficción o guarda con la realidad una relación de verdad lógica, sino de verosimilitud o una “ilusión de verdad”. Helena Beristáin, en su Retórica y poética, lo explica mejor: Según las convenciones del género y de su época, al lector se le permite, según su experiencia del mundo, “aceptar la obra como ficcional y verosímil, distinguiendo así lo ficcional de lo verdadero, de lo erróneo y de la mentira”.
“Mi pacto con el lector no es revelarle una realidad ya establecida (literaria o histórica) sobre la que de antemano ya estamos de acuerdo”, dice Toni Morrison.
El periodismo de Gabriel García Márquez, dice Jacques Gilard, en Obra periodística, Vol. I. Textos costeños de Gabriel García Márquez (Ed. Mondadori; Barcelona, 1992) con todo y haber logrado inigualables éxitos, fue principalmente una escuela de estilo, y constituyó el aprendizaje de una retórica original. Desde los veinte años y a partir de 1948, fecha del asesinato del líder Jorge Eliecer Gaitán y del comienzo de la etapa de la Violencia en Colombia, García Márquez inició una actividad periodística dentro de un género específico: el comentario, en su modalidad humorística y en las páginas de El Universal de Cartagena. Si bien destacó después como reportero (Crónicas y reportajes; Ed. Biblioteca Colombiana de Cultura; Bogotá, 1976 y entrevistador (Relato de un náufrago; Tusquets Editor; Barcelona, 1970), García Márquez hizo sus armas literarias en la columna porque escribirla todos los días implicaba una nueva manera de decir las cosas y de plantearlas, es decir: una cuestión de estilo. Ante todo, siguiendo el modelo de las “greguerías” de Ramón Gómez de la Serna, el novelista en ciernes trataba de conseguir una feliz expresión y un atrevido planteamiento: no decir nada, incluso, pero decirlo muy bien.
La recopilación de Jacques Gilard incluye asimismo otros dos volúmenes: Entre cachacos y De Europa y América (Ed. Mondadori; Barcelona, 1992) que recogen doce años de vida periodística, en las que sobresale la columna La jirafa, publicada en El Heraldo de Barranquilla. Periodismo y literatura se funden en un único discurso que permite desentrañar las claves de la obra novelística del colombiano.
Lo más probable es que cada autor sea en sí mismo un género literario. Si no todo el periodismo es un género literario, aunque pueda homologarse a la novela realista (eso cada escritor lo habrá de creer o no), lo cierto es que García Márquez convirtió el periodismo en literatura. Y sigue creyendo en la palabra escrita: desconfía de las grabadoras y sugiere que el reportero vuelva a la libreta de notas para que vaya editando con su inteligencia a medida que escucha. Si toma notas, escribe. Si graba, transcribe.
Si ahora los medios impresos tienden a la baja, a dejar de ser medios “masivos” de comunicación, tal vez se deba a que los periodistas han perdido el gusto por el idioma y el estilo personal. Por eso, más que nunca, tiene muchísimo sentido la concepción de García Márquez y su creación de talleres de periodismo en Cartagena de Indias, en la Fundación del Nuevo Periodismo Iberoamericano.

Desplazamiento del español por el inglés

Que el español va cambiando todos los días —y ahora de manera más acelerada por los medios de comunicación audiovisuales— es una más de las “novedades” que estamos conociendo en nuestra época. El fenómeno no es bueno ni malo. Es propio de las lenguas evolucionar y transformarse. De hecho, todos los idiomas han sido resultado de la fusión con otros, aunque también es cierto que a lo largo de la historia las lenguas más poderosas van sustituyendo a las más endebles hasta borrarlas del planeta.
En el árbol histórico de las lenguas, y esto lo ilustra muy bien Antonio Alatorre en su Los 1,001 años de la lengua española, puede verse que el inglés tiene raíces germánicas y que el español, pasando por el latín, tiene un origen itálico.
Basta examinar cualquier escrito del pasado para percibir que los usos del español y la construcción de la frase eran diferentes a los de hoy. En agosto de 1821, el doctor Servando Teresa de Mier se expresaba así: “Pero el haber sido una cosa, no es razón para serlo siempre. Dios nos libre de emperadores ó reyes. Nada cumplen de lo que prometen, y van siempre a parar al despotismo. Todos los hombres propenden á imponer su voluntad sin que se les replique.” Era otro español, otra forma de pensar por escrito.
En nuestro días el español tiene otro aliento. Entre la prosa periodística y la académica, ambas muy permeables a los usos y construcciones del inglés, va germinando un nuevo español más apretado y telegráfico que confirma lo evidente: que los cambios lingüísticos de ahora son más rápidos que en el pasado. ¿Por qué? Porque en el pasado no existían los medios audiovisuales —la televisión, la radio, la telefonía— que se mueven predominantemente en la oralidad y reproducen tanto los cambios enriquecedores de nuestra lengua como los errores y los giros empobrecedores.
El locutor de todas las noches dice “le aprecio mucho” en lugar de “le agradezco mucho”.
Un funcionario afirma: “No estamos haciendo las preguntas correctas.” En lugar de: “No nos estamos dando a entender.”
La cajera de la cafetería decía antes, cuando nos devolvía el cambio: “Gracias, que le vaya bien.” Ahora las normas de cortesía de su “franquicia” la hacen decir: “Gracias, que tenga un buen día.” Have a good day.
En la clase media del DF ya no se dice “Buenos días.” Se dice “Buen día”, como en inglés. Se olvida que en el español antiguo, como el de Cervantes, el deseo es que también sean buenos los próximos días y no sólo el de hoy.
La azafata de una aerolínea mexicana anuncia: “Este es un vuelo de no fumar.” Ignora que en un español no traducido tan literalmente del inglés tendría que decir: “En este vuelo no se permite fumar.”
Desde hace muchos años, el menos en el ámbito mexicano, las disculpas se ofrecen cuando lo correcto es pedirlas, puesto que a la parte ofendida es a la que corresponde disculpar. Significa ofrecer perdón en lugar de pedirlo. Tal vez este cambio, que por uso generalizado ya tiene carta de legitimidad, se deba a que en inglés “to apologize” tiene el sentido de “hacer excusas” o disculparse.
Nadie rebaje, pues, a lágrima o reproche este andarse fijando en nimiedades de la lengua. Describir un fenómeno lingüístico no equivale a erigirse en policía del lenguaje, en gendarme de un crucero por el que pasan todas las lenguas. Nadie se extrañe tampoco de que en un futuro previsible la persona invadida de súbito por el rapto del amor diga “caí en amor” y no, como en el español antiguo, “me enamoré”.
Hacia allá vamos. Más en México que en otros países hispanoparlantes.
El problema de las contaminaciones, o de la invasión de una lengua en otra hasta deformarla o arrasarla, se encuentra en los medios orales. Ya los lingüistas profesionales se dieron cuenta, por ejemplo Francisco Gimeno Menéndez y María Victoria Gimeno Menéndez (han de ser hermanos), en un nuevo libro que no podía ser más pertinente: El desplazamiento lingüístico del español por el inglés, (Ed. Cátedra, Madrid, 2003.)
Estos especialistas advierten que en los medios audiovisuales se confunde lo coloquial con lo vulgar, y también el contagio de los modos de hablar de los políticos, que hace que los textos periodísticos puedan teñirse de eufemismos, términos vagos, abstractos, y tecnicismos innecesarios.
La idea del libro da en el clavo: “Ante el continuo avance del inglés y debido a su condición actual de lengua internacionalmente dominante, dicha variedad desempeña un papel de excesivo protagonismo como lengua de referencia.” La difusión del inglés como lengua de la ciencia, la tecnología y la economía supone un desplazamiento de las otras lenguas europeas y plantea el riesgo de provocar situaciones de conflicto lingüístico.
A finales de 2002, el grupo editorial Santillana (que concentra a las editoriales Alfaguara, Taurus y Aguilar) publicó en Madrid un grueso volumen titulado En español en el que recogía breves textos sobre el español actual recabados entre sus numerosos autores.
Al escribir de “la muerte del idioma”, el novelista colombiano Fernando Vallejo decía que “el mío es la vieja lengua de Castilla con su pundonor quisquilloso, con sus locuras, con sus amores, con sus rencores… El castellano que yo aprendí de niño ya no se habla hoy. Hoy lo que se llama español o castellano es un inglés de segunda, un adefesio. Mi idioma, en el que he pensado y sentido y vivido se está acabando, se está muriendo. ¡Pero qué importa! Yo también me estoy muriendo con él”.

Barcelona mon amour

De septiembre de 1969 a octubre de 1970 viví en Barcelona escribiendo el primer libro que llevé a la imprenta y que aparecería -censurado en algunos de sus párrafos- bajo un título que nunca acabó de gustarme: Infame turba, un conjunto de entrevistas con veintiséis escritores españoles. Mis preguntas tenían que ver con la reacción de ciertos novelistas y poetas ante el apogeo de la nueva narrativa latinoamericana pero sobre todo con el proceso creador en la literatura. Yo tenía veintinueve años y en cierto modo la elaboración de ese libro fue mi escuela personal de letras, en mi proyecto autodidacta. Muchas de las cosas que digo, muchas de las frases que uso, no pocas de las pocas ideas que tengo respecto a la literatura, están en ese múltiple libro. Quería escribir y a pesar de que a esa edad ya dominaba lo más elemental del oficio, como redactar y transcribir lo que oía o se me ocurría, no conseguía concentrarme ni llevar a su término las novelas que empezaba. Quería escribir y no podía. Entonces me puse a preguntar a quienes sí podían cómo lo hacían y por qué.
Ya entonces estaba convencido de que uno es lo que hace, como los personajes de la novela que se definen por su acción. Y una vez le pregunté a unos gatos, en una callejuela que daba a la plaza Lesseps:
—Oigan, ¿y ustedes por qué cazan ratones?
Y los gatos me respondieron:
—Es que somos gatos.
—¿Y ustedes por qué vuelan? —les pregunté a unos pájaros cuando caminaba por el paseo de Gracia.
—Es que somos pájaros —me dijeron.
Por suerte ni los gatos ni los pájaros me devolvieron la misma pregunta. No hubiera sabido qué responderles. Yo quería ser escritor y no escribía. Los demás sí eran y yo no, cosa que, debo confesar, me sigue sucediendo. Me sentía mal conmigo mismo. Entonces, mientras resolvía este problema se inseguridad ontológica, me puse a preguntarles a los escritores:
—Bueno ¿y ustedes por qué escriben?


Mis trece meses en Barcelona coincidieron con los momentos en que fenecía el franquismo. No podía saber entonces, como se ve ahora en retrospectiva, que empezaba a darse subrepticiamente una suerte de transición porque las transiciones sólo se estiman como tales después, con el paso del tiempo. Había un gran entusiasmo cultural. Se publicaban novelas a pasto. Casi todas las noches había presentaciones. Cuando fui a cumplir una cita que había hecho con Sergio Pitol en la calle Provença, Sergio salía de la reunión que cada semana, entre vodkas y ginandtonics, tenían un grupo de escritores en la editorial Seix Barral. Vi aparecer de pronto a Sergio acompañado de José María Castellet, Pere Gimferrer, Félix de Azúa, Salvador Clotas, Gabriel Ferrater y Carlos Barral, uno de los seres más queridos en la Barcelona de aquel entonces y a cuyo alrededor se fraguaban todo tipo de proyectos editoriales, conferencias, mesas redondas, presentaciones de escritores extranjeros, como Roger Caillois, por ejemplo, o Álvaro Mutis. Junto con Jaime Gil de Biedma y Rosa Regás, Ana María Moix y Gabriel Ferrater, Carlos Barral era una de las almas más inquietas de la vida literaria de Barcelona en 1969. Ese mismo día que llegué se inauguraba una editorial en una cancha de basquetbol: Tusquets editores, animada por Beatriz de Moura y Óscar Tusquets, mientras por otro lado la promisoria Anagrama de Jordi Herralde apenas tenía tres o cuatro títulos en circulación y Guillermo Carnero acaba de publicar Barcelona mon amour, su primer libro de poemas.
Mi libro apareció en 1972. No tuvo muy buena prensa, salvo una crítica generosa de un periódico de Valladolid, y no entró en el catálogo al que yo aspiraba en la editorial Lumen: la colección Palabra en el Tiempo. Fue sólo veintitrés años después que el paso del tiempo me hizo la justicia que yo deseaba. Infame turba se reeditó en 1995 (sin los párrafos que quitó la censura en 1972, unas amargas líneas de Juan Marsé, por cierto) y se integró, entre James Joyce y Umberto Eco, a la colección Palabra en el Tiempo. Tuve para mi vanidad que ningún otro libro de esa colección se adaptaba mejor que el mío a su título porque con los años mi texto fue ganando en sus significaciones y admitía otra lectura. Y es que transcurridas más de dos décadas las entrevistas aguantaban otro repaso y además revivían una época de memoria feliz; convocaban a escritores no sólo importantes por su obra y su huella sino porque eran la adoración de todos y ahora ya no están entre nosotros: Gabriel Ferrater, Carlos Barral, Juan Benet, Juan García Hortelano, Claudio Rodríguez, Carmen Martín Gaite y Jaime Gil de Biedma.
De los escritores que entrevisté entonces sólo hice amistad con tres: Félix Grande, Manuel Vázquez Montalbán y Juan Marsé. En un momento de inanición involuntaria pude salir adelante gracias a la generosidad de Félix Grande, que me giró unas pesetas desde Madrid. Manolo y Marsé no me trataron menos bien. Solía verlos con frecuencia, sobre todo a Juan y a Joaquina, su esposa. Me recibían en su casa y compartían conmigo su afectuosa mesa.
“Tú búscale por el lado de la guerra civil”, me decía Juan García Hortelano orientándome sobre los escritores de su generación y la historia misma de la guerra fraticida cuyo duelo no se disipaba del todo en los años 70.
Por lo menos la mitad de mis entrevistados eran niños cuando estalló la guerra civil -Juan Marsé nació en Barcelona en 1933-, pero sobre todo estaban más creciditos y aún adolescentes a lo largo de esa dilatación de la contienda militar y política que fue la postguerra: los años 40, que encuadran y ambientan el mundo novelístico principal de Juan Marsé: su inagotable, irrecuperable infancia. Sobre todo en Si te dicen que caí, Un día volveré, Rabos de lagartija.

Analfabetismo regresivo

Me cuenta Héctor Tejera, antropólogo y camarada, que ahora sí todo el imaginario de las nuevas generaciones que están entre primer y cuarto semestre de la carrera de arqueología (en la que se inscribieron no por vocación sino porque no había lugar en administración de empresas o en “ciencias de la comunicación”) está moldeado por la televisión. Entran a la carrera los muchachos y no saber pensar, hablar, leer ni muchísimo menos escribir. Ni siquiera leen el periódico. Son totalmente visuales. Y cada día se apartan más de la cultura gráfica. Cada tanto tiempo de distancian más de la galaxia Gutenberg. Es decir. No viven ya en la cultura de la palabra impresa.
Pero no es el caso sólo de los chavos. Una parte mayoritaria de la sociedad mexicana ha sido regresada a la infancia analfabeta, gracias en buena parte a la idiotez consuetudinaria de la televisión que se practica en México. Si ya no leíamos mucho antes, menos leemos ahora. Llovió sobre mojado.
Este retorno a los tiempos el hombre de neandertal (de hace 30,000 años), que se comunicaba por la vía oral y auditiva (antes de la invención de la escritura y, sobre todo, mucho antes de la concepción de la imprenta) ha sido alcahueteado ahora por los medios audivisuales (la tele, el radio, el video, el cine) que nos han metido de nuevo en una suerte de oralidad secundaria. Como cuando éramos niños analfabetos.
De hecho en México, por los índices de lectura, los periódicos son medios de comunicación, pero la verdad desagradable asoma y nos dice que ya no son medios masivos de comunicación. No se tiran en este país de cien millones de habitantes más de dos millones de ejemplares cada veinticuatro horas, incluyendo El Heraldo de San Blas. En Japón hay un diario que tira diez millones de ejemplares diarios. En las colas de los bancos, donde uno puede dilapidar más de media hora de su vida, nadie está leyendo. En los aviones y los autobuses, tampoco. Cuando uno se mete en un avión de Aeromexico (sic: ya le quitaron el acento) si alguien va leyendo alguna novela, un libro de bolsillo, es algún turista gringo o europeo.
A sus ciento tres años de edad, Mariana Frenk lamenta que los jóvenes de ahora no lean. Los hábitos de lectura van a la baja y en los concursos sobre comprensión del texto los estudiantes mexicanos son los primeros eliminados en competencia con sus pares latinoamericanos.
Mucho tiene que ver en esto la educación primera: en las primarias (ni en las secundarias después, en la prepa, en la “facultad”) no se cultiva el amor por la lengua y los adolescentes no entienden cuál es el sentido de la literatura. ¿Por qué? Porque sus maestros tampoco lo saben. Vi una vez en Oaxaca un plantón de maestros de secundaria en toda la plaza, día y noche, allí vivieron durante quince días. Dormían. Platicaban. Le echaban vientecito al anafre. Pero ninguno, absolutamente ninguno, estaba leyendo un libro.
Salen los “universitarios” con títulos de abogados, ingenieros, arquitectos, cirujanos, “técnicos” y “científicos” de la comunicación, y ni siquiera pueden redactar una carta comercial. Sujeto, verbo y predicado. La estructura mínima, elemental, no la dominan. Y cuando hablan en público, son de los que dicen habemos, han habido, vaso con agua, y hubieron.
De todos los países del mundo somos uno de los que menos lee. Nadie supone que la felicidad está en leer ni que los periódicos en su mayoría valgan la pena de ser leídos. Se puede ser feliz en la ignorancia pero a costa de un menor preparación para luchar por la vida. Se puede sobrevivir en la idiotez de baba caída frente a la tele, pero el no lector se pierde de una de las experiencias más sublimes y placenteras de esta vida: la de la lectura. ¿Cómo explicarlo? Es como tratar de explicar lo que es el orgasmo. Sólo en la práctica se conoce.

La mayoría de los pobres no leen porque nos saben o no pueden comprar libros y la mayoría de los ricos no leen porque no les interesa. No leen ni en español ni en inglés. Viven en la oralidad pura, como el hombre de cromañón. El libro se restringe a una secta de lectores que de todas maneras van a leer, con iva o sin iva. En Cuba el que quiere leer se las ingenia para conseguir los libros de Cabrera Infante o de Severo Sarduy. Durante el franquismo, en plena censura, los lectores se hacían de libros con imaginación. Los encargaban a Francia. Se los hacían traer de México o de Argentina. Se los prestaban unos a otros. Los copiaban.
Por otra parte, no hay la cultura de la biblioteca. A Jorge Aguilar Mora le extrañaba, una vez que vino a mi casa, que todos mis libros eran comprados en librerías y casi ninguno sacado de las bibliotecas. ¿Cuáles bibliotecas? La única funcional en el DF es la Franklin. En otros países los estudiantes estudian sobre todo con libros de las bibliotecas. Por eso la de escribir tal vez se convierta en los próximos años en una actividad excéntrica. El escritor, como el telegrafista, ya no tendrá ninguna razón de existir.