La máquina de escribir

Sobrevive como una insignia tan antigua y romántica como la pluma fuente, distintiva de los miembros de un gremio al que no son ajenos los telegrafistas (también en proceso de extinción, como los escritores), las secretarias, los reporteros y los "evangelistas" de la plaza de Santo Domingo. Como la pluma de ganso o el canutero, la máquina de escribir suele asociarse con el placer y el trabajo que comporta el oficio de escritor.

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Friday, April 28, 2006

El cuestionario de Proust

De todos los cuestionarios que se han hecho a partir del famoso "Cuestionario de Marcel Proust" muy pocos conservan las preguntas originales que se le hicieron al joven Proust, a los quince años, para el álbum de Antoinette Faure, su compañera de juegos en los Champs-Élysées. El segundo cuestionario que se le hizo fue a finales de 1892, a los veintiún años, titulándolo él mismo Proust por sí mismo.
El amable y lúdico interrogatorio quiere sondear las inclinaciones y los gustos del personaje en cuestión y plantea preguntas como las siguientes:
La cualidad moral que prefiere.
"Todas las que no son particulares de una secta, las universales", contestó el novelista francés.
Las cualidades que prefiere en un hombre.
"La inteligencia, el sentido moral."
Su noción de la felicidad.
"Vivir cerca de todos los que amo con los encantos de la naturaleza, una cantidad de libros y partituras, y no lejos de un teatro francés."
El principal rasgo de mi carácter.
"La necesidad de ser amado y, por precisar, la necesidad de ser acariciado y mimado mucho más que la necesidad de ser admirado", respondió Proust.
Lo que se ha hecho y se hace ahora respecto al cuestionario de Proust son variaciones como las que leyó y contestó el siciliano Gesualdo Bufalino en 1986:
¿Cuál es el colmo de la miseria?
"Sobrevivir."
¿Por cuáles errores tiene mayor indulgencia?
"Por los errores de juventud."
Sus directores preferidos.
"Kurosawa, Stroheim, Clair, Ophulus, Fellini."
¿Qué cualidad privilegia en un hombre?
"El silencio, o al menos la reticencia."
¿Cuál es su ocupación favorita?
"Recordar."
¿Quién le gustaría haber sido?
"El marido de Sherezade."
¿Cuál es el rasgo distintivo de su carácter?
"La egofobia."
¿Qué es lo que más aprecia de sus amigos?
La ausencia.
¿Cuál es su principal defecto?
"No saber despreciar."

* * *

En ese tenor se me ha ocurrido que así, a boca de jarro, una variación del célebre cuestionario podría presentarse en los siguientes términos:
Si fuera un libro ¿cuál sería?
Pedro Páramo.
Si fuera un animal, ¿cuál sería?
El halcón peregrino; es el ave que vuela más alto, caza a su presa volando y se alimenta también durante el vuelo, así podría ver la tierra como desde una avioneta.
Si fuera una flor ¿cuál sería?
El ave del paraíso.
Si pudiera reencarnar en persona o cosa, ¿en quién escogería?
En Marcello Mastroiani, porque le pagaban por jugar… el trabajo del actor visto como un juego de niños.
¿Cuál es su concepto de felicidad?
El primer exprés por la mañana y abrir los periódicos.
¿Quiénes son las personas a las que más admira?
A las que tienen compasión por los demás.
¿Cuál es su mayor extravagancia?
Decir en francés, italiano e inglés las primeras frases de Cien años de soledad y de Pedro Páramo.
¿Cuál es su objeto más preciado?
Mi pluma fuente.
¿Qué cualidad admira más en el hombre?
La paciencia.
¿Y qué cualidad admira más en la mujer?
La estructura moral.
¿Cuál ha sido su mayor triunfo?
Vivir en pareja.
¿Cuándo y dónde es más feliz?
En mi escritorio, en las noches.
¿Cómo se autodefiniría?
Como disperso y melancólico, pero feliz.
¿Cuáles son sus pintores favoritos?
Paolo Ucello, Caravaggio y Bacon.
¿Y actores y actrices de cine?
Marlon Brando, Jack Nicholson, Al Pacino, Robert De Niro, Juliette Binoch, Liv Ulman, Ingrid Thuling
Bibi Anderson, Julianne Moore, Isabelle Hupert.
¿Quiénes son sus cineastas favoritos?
Bergman, Visconti, Scorsese.
Si fuera una silla ¿de qué estilo sería?
Hindú.
Si fuera una enchilada, ¿de qué sería?
De huitlacoche.
Si fuera un invento, ¿cuál escogería ser?
El microscopio.
¿Cuál es su pasatiempo.
Ver películas.
¿Cuál ha sido su viaje inolvidable?
A Sicilia, en 1962, a los 20 años.
¿Qué le disgusta más de los demás?
La intolerancia.
¿Qué le disgusta más de su apariencia?
Mi aspecto tímido y desatento.
¿Cuál es su mayor temor?
No ser amado.
¿Cuál es su vicio?
Mi adicción secreta es inconfesable, pero tiene que ver con las imágenes.
¿Quiénes son sus héroes de ficción?
Hamlet, Holden Caulfield, Philip Marlowe y Lord Jim.
¿Cuáles son sus platillos favoritos?
El menudo sonorense con pata y la machaca de Navojoa.
¿Y bebidas.
El agua.
¿Cómo le gustaría morir?
Al son del Querrequé.
¿Quiénes son sus escritores favoritos?
Borges, Kafka, Chejov, Beckett, García Márquez y Juan Rulfo.
Si fuera una estrella de cine ¿cómo quién escogería ser?
Como Marlon Brando.
Si fuera una película ¿cuál sería?
Shein el desconocido.
Si fuera un color ¿cuál sería?
Azul Francia.
¿Y una textura?
Como la del cuero.
¿Y un instrumento musical?
Un violín.
Si fuera un árbol ¿cómo cuál sería?
Como el laurel de la India.
¿Y un metal?
Como el oro de Cananea.
¿Y una piedra preciosa?
La esmeralda.
Si fuera un sonido ¿de qué sería?
De flauta.
¿Y una canción?
Como Imagine, de John Lennon.
¿Y un paisaje?
Como el de los alrededores de Tlacotalpan.
¿Cuál es su ciudad mexicana favorita?
Oaxaca.
¿Cuál es el lugar más bello del país?
Tlacotalpan.
¿Y un postre?
El helado de limón.
¿Cuál ha sido el mejor regalo que haya recibido?
El nacimiento de mi hijo.
¿Y su sorpresa mayor?
Que cayera el PRI.
¿Y su mayor susto?
El temblor del 85.
Si pudiera pedir tres deseos al Aladino de la lámpara, ¿qué le pediría?
Que descubriera una cura para el sida, que quitara la contaminación del DF y que me regalara un BMW de cambios.

Sunday, April 02, 2006

La edad de la razón

A lo largo de su vida, pero sobre todo a una edad muy temprana y mientras aventura sus primeras letras, el escritor va teniendo sucesivos enamoramientos literarios. Al identificase con un autor y sentir que lo que ese autor escribe lo pudo haber escrito él, se da a la placentera, obsesiva tarea de conocer todos sus libros. No habla de otra cosa. Sus amigos le piden que cambie de tema.
—Cambia de tocata —le dicen.
En mi caso personal (y no me resulta nada cómodo hablar en primera persona) mi otro yo de los 18 años en Hermosillo, poco antes de terminar la preparatoria, llegó a tener esa fijación en un autor fascinante: Jean-Paul Sartre.
No estaba solo, me doy cuenta ahora que se celebran cien años de su nacimiento (nació en París en 1905). Mario Vargas Llosa y Rafael Conte han reconocido que ningún otro intelectual de su tiempo tuvo mayor autoridad entre los novelistas y críticos de su generación (y de la mía). De hecho, el primer texto que publiqué en mi vida en una revista literaria fue un “ensayo” sobre “Jean-Paul Sartre y Gabriel Marcel”, en el que trataba de tender algunos paralelismos entre el existencialismo de Sartre y el del filósofo católico. No recuerdo exactamente a qué me refería. De lo que sí me acuerdo es de que mi madre, una vez que viajaba en un autobús Norte de Sonora de Tijuana a Navojoa, se encontró abandonado en un asiento un ejemplar de la revista Impulso (que hacían en Hermosillo unos compañeros míos de la prepa) en la que aparecía mi escrito.
“No sabía que te daba por escribir”, me dijo en una carta.
Más tarde fui teniendo otros enamoramientos literarios que, la verdad, no han sido tantos a lo largo de mi vida. Me interesé, al grado de ponerme a estudiar italiano y planear mi primer viaje a Italia, en los cuentos de Cesare Pavese y me puse a imitarlo y a compararlo con Juan García Ponce. Años después me encantó el personaje que de su propia vida había hecho Francis Scott Fitzgerald. Leí y releí El gran Gatsby, Tierna es la noche, Hermosos y malditos, El último magnate. Y me conmovió mucho conocer la casa de su infancia en Saint Paul, Minnesotta, una mansión de tres pisos cubierta de nieve. Sin embargo, el único otro enamoramiento que tuve después, sólo comparable al que tuve con Sartre, fue el que se concretó en la figura de Leonardo Sciascia. Di el sciasciazo: leí prácticamente todos sus libros que fui comprando en la Librería Italiana (que acaba de quebrar) en la plaza Río de Janeiro. Llegué a escribir más de cien páginas sobre sus libros, traduje una de sus comedias, y de plano en 1985 me fui a conocerlo en Sicilia. Y a mi regreso escribí La memoria de Sciascia. Pero ésa es otra historia.
Pienso en Jean-Paul Sartre porque siempre he sentido que uno de sus libros, La náusea, me cambió la vida. Vivía yo atormentado porque estaba dejando de creer en Dios y Sartre me hizo sentir, entonces, que no había por qué angustiarse tanto, que la “existencia” era mucho más compleja y que poco a poco, tras la vida realmente vivida, las cosas empezarían a tomar su justa dimensión. La náusea (de 1938) es una novela escrita en un tono depresivo que se avenía muy bien con mi estado de ánimo (de hecho, Sartre la iba a titular “La melancolía”, pero su editor lo hizo cambiar de idea) y me identifiqué plenamente con el narrador. También es cierto, por otra parte, que en esos años se hablaba mucho del existencialismo, de los artistas que circulaban por el barrio de Saint Germain de Prés, como Boris Bian, Albert Camus, el filósofo Merlau Ponty, y cantantes como Juliette Grecó, en los años posteriores al final de la guerra. Veíamos, hacia 1960, muchas películas francesas en el cineclub del IFAL, aquí en México, en la colonia Cuauhtémoc, y muchos de los que íbamos a El Perro Andaluz y El Tirol, en la que después –por una ocurrencia de Pepe Estrada o de Nacho Vallarta— se empezó a llamar la Zona Rosa (porque parecía pero no llegaba a ser roja), empezamos a dejar de usar camiseta debajo de la camisa porque así se veía que no la usaban los personajes de Godard cuando se desnudaban para hacer el amor.
Por ese entonces recuerdo muy bien que me leí La edad de la razón —la primera novela de una trilogía: Los caminos de la libertad, de Sartre—, en una sentada de 48 horas de San Juan de Letrán a la calle Segunda de Tijuana en un camión de la línea Tres Estrellas de Oro. Nunca entendí muy bien a qué se refería Sartre con eso de “la edad de la razón”. Tal vez a un momento entre la infancia y la juventud, tal vez al siglo de los enciclopedistas como Voltaire y Diderot, o a lo mejor al momento en que —­como el de la “línea de sombra” de Conrad— en que al cumplir los siete años se entra en la primaria, o se deja de ser joven y se transita de la juventud a la vida adulta, por no decir a la vejez. Nunca lo supe con certeza. El caso es que Mateo, el personaje de la novela —que gira en torno a la libertad y al mismo tiempo al deseo de aplazarla porque se desconoce qué es lo que le puede conferir sentido a la vida— se repetía bostezando:
“Es cierto, es cierto después de todo: tengo la edad de la razón.” La edad en la que uno se da cuenta. La edad en la que uno se va haciendo a la idea de que —como decía el poeta— envejecer, morir, es el único argumento de la obra.

La industria de la trivialidad

Y si medimos el nivel cultural
del país, no es para echar las
campanas al vuelo. Ni siquiera
hay que salir de casa para darse
cuenta, basta con pegar el oído
a los medios de comunicación, ver
la televisión o escuchar la radio,
a los que la gente se asoma para
decir pendejadas del más variado
pelaje con el beneplácito de los
conductores de programas.

Ese televidente invitado y ese
radioyente cada día es más zoquete,
desinformado, salvapatrias,
agresivo y pelmazo.
Siento decirlo pero nuestros
afamados medios de comunicación
fomentan la cría de
ciudadanos deslenguados,
vocingleros y mamarrachos.

—Juan Marsé



¿Cómo no va a celebrar México el muchacho Azcárraga si todo el mundo —la secretaría de Gobernación en primer lugar— se le pone de rodillas? Antes una llamada de Gobernación a las oficinas de Televisa ponía a temblar a más de cuatro “ejecutivos”. Ahora, una llamada de Televisa a Gobernación o a Los Pinos les alborota el gallinero a los funcionarios o los coloca al borde del pánico.
¿Cómo no va a celebrar México el joven Azcárraga si nada más de la propaganda electoral del año entrante, él y Salinas Pliego (el de tele Azteca), se van a embolsar más de 1,600 millones de pesos? Por esas mismas razones Citybank/Banamex y la banca china (HSBC) también podrían “celebrar México”, dadas las estratosféricas ganancias que, gracias a la laxitud y la generosidad del Estado mexicano, obtienen en México, aunque sea en un estilo imitativo de Up with the People y un bombardeo de cursilerías sin fin que no tenía por qué acoger un recinto como el del Palacio de Bellas Artes. ¿Cómo no lo va a celebrar Lorenzo Servitje?
El numerito todo, aparte de la exhibición de poder de Televisa, permitió recordar mucho aquella campaña del Consejo Nacional de la Publicidad que colocaba espectaculares en todo el país proclamando que el mexicano debía tener confianza en sí mismo, presuponiendo, desde una postura de clase, que no la tenía.
Pero no es de la política de la televisión ni de sus componendas con los serviles funcionarios federales (que les dan permisos para casinos o “books” o no les cobran impuestos por los “telejuegos”) de lo que queremos hablar, sino de algo tal vez más intangible o abstracto: del sentido mismo de ver televisión. Nunca antes en la historia había estado tan encima de nosotros como ahora. Hace quince o veinte años todavía no se nos metían en la casa los animadores bufones —periodistas que ganan sueldos millonarios, corrompidos por la nómina— que todas las noches ponen en circulación un nuevo anglicismo hasta volverlo legítimo de tanta repetición.
Entre nosotros y el mundo como voluntad y representación se entromete, como un cristal de varios colores y diversas graduaciones, la maldita tele. Y no es que suscribamos el clásico “artículo contra la televisión”. Sería muy ingenuo porque, en primer lugar, sería una batalla perdida de antemano y además porque la televisión es y será inevitable. Arcadi España, nuestro corresponsal en Barcelona, dice que dejó de ver tele hace muchos años, pero que no tiró el aparato a la basura sino que lo tiene guardado en un armario por si hay alguna emergencia.
En Alemania existe una organización de la sociedad civil que promueve no ver la tele en lo posible. Ya tiene unos dos millones de miembros. Y a nadie le impone nada: si usted quiere volver a verla véala: la única sugerencia es que la saque una semana o una días de su casa y vea qué se siente, en qué cambia su vida. Y si quiere volver a meterla en su casa métala y siga viéndola. Pero ¿no sería interesante experimentar cómo sería nuestra vida cotidiana sin la tele?
“La televisión genera un nuevo alfabetismo y una pasividad catatónica. Tiene le mismo papel entorpecedor que los enciclopedistas franceses atribuían a la Iglesia católica”, dice el filósofo Eduardo Subirats quien, para recuperar la experiencia individual de la realidad, piensa que hay que crear formas de educación más libres, más reflexivas, generar vínculos de solidaridad social, reinventar el juego, erotizar la vida cotidiana y… apagar la televisión.
Una vez le oí decir a Jonathan Frenzen que cuando veía la televisión se sentía solo, pero que cuando leía un libro se sentía acompañado. En esa línea está el pensamiento de Luis Goytisolo, quien está convencido de que todos tenemos un relato interior que vamos elaborando a lo largo de la vida: nuestra identidad personal. Para urdir esa narrativa íntima la televisión no nos ayuda mucho, más bien favorece una progresiva pérdida de palabras y de expresiones: una pérdida de conceptos. Porque la tele no es para ideas ni para palabras. Es para imágenes. “A mayor pobreza de léxico, tanto más tosco y carente de expresividad será el relato interior.”
De lo que habla el novelista español es de un declive de la lectura, en la medida en que la operación de leer juega un papel fundamental en el relato de mi propia vida. Y no deja de ser triste que la alternativa la ofrezcan esas series de televisión en las que los personajes piensan en términos de cómic o de dibujos animados. Ellos mismos tiene algo de diseño de cómic en su presencia física.
“El resultado es un lenguaje simplificado, de un ludismo infantil y binario, apto, a lo sumo, para expresar gusto/disgusto, aprobación/rechazo.”

Poesía de la experiencia

La literatura es ficción,
la poesía es realidad. No
necesita ser realista
porque es una realidad en
sí misma: se desprende de
nuestro sufrimiento, de nuestro
placer, forma parte de nosotros
como de nuestros sueños.

—Antonio Gamoneda



El lector siempre se pregunta —o se lo pregunta al escritor cuando lo conoce en persona— si una obra es autobiográfica o si al menos en parte reproduce y recrea experiencias personales. Algunos autores lo reconocen y aceptan que su novela, su cuento o su poema, es descaradamente autobiográfica. Por pudor o timidez otros escamotean el tema y niegan que en su trabajo literario asome algún dato de su propia vida.
Se sabe que entre estos últimos se encontraba Juan Rulfo. Decía que nunca había utilizado nada autobiográfico. "No hay páginas ahí [en Pedro Páramo, por ejemplo] que tengan que ver con mi persona ni con mi familia. No utilizo nunca la autobiografía." Sentía que a los personajes tenía que imaginárselos y no, tomados de la realidad, reproducirlos tal cuales.
Sin embargo, si uno como lector se adentra en las recientes biografías que se han escrito sobre el autor jalisciense, si uno llega a conocer en detalle los pormenores de su existencia, no es imposible que encuentre correspondencias entre su trayectoria vital y ciertos momentos clave de su obra. Como si inconscientemente, y de manera transfigurada, el novelista cambiara de lugar algunas imágenes de su memoria. Cuando en su novela Pedro Páramo Rulfo describe el cuerpo sin vida de Miguel Páramo, uno de los hijos del cacique, puede sentirse que evoca la muerte de su propio padre.
Para no pocos críticos la vida personal del autor no es tan importante. Carl G. Jung, por ejemplo, siempre creyó que el artista ha de ser explicado a partir de su arte y no por las insuficiencias de su naturaleza o por sus conflictos personales. A Sigmund Freud, por el contrario, sí le importaba el hecho biográfico del creador porque podía enriquecer mucho mejor al desciframiento de su obra.
Una obra literaria, según Antonio Alatorre, es la concreción lingüística de una emoción, una experiencia, una imaginación, una actitud ante el mundo y los hombres.
Hace poco Miguel Dalmau publicó en Barcelona una biografía: Jaime Gil de Biedma. Retrato de un poeta, en la editorial Circe que dirige Silvia Lluis. Es muy reveladora de la vida íntima que tuvo el autor de Las personas del verbo y de su alusión —más o menos velada, simbólica— en sus poemas. Gil de Biedma (1919-1990) se inventó un personaje poético, como el que lleva la voz en Poemas póstumos (1968) y especialmente en "Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma", que obviamente escribió muchos años antes de morir realmente.
Como marcando su concepción de la poesía antepuso estas líneas de Ivor Winters como epígrafe de Moralidades:
"El proceso artístico es una evaluación moral de la experiencia humana, por medio de una técnica que hace posible una evaluación más precisa que ninguna otra. El poeta trata de entender su experiencia en términos racionales, establecer su entendimiento, y simultáneamente establecer, por medio de los sentimientos que atribuimos a las palabras, el tipo y grado de emoción que debe ser motivado por este entendimiento."
La coartada del personaje poético le sirvió para tranquilizar a su familia, pero no es cierto que no fuera él, pues la verdad es que su poesía —afirma Francisco Rico— resulta indirecta y descarnadamente autobiográfica.
"A diferencia de la actual poesía de la experiencia y sin quitarle valor, sus poemas no fueron circunstanciales; fueron experiencias reposadas como el buen vino con el tiempo", dijo Miguel Dalmau en una entrevista que Rosa Mora le hizo en El País el 7 de noviembre de 2004. Una de las cosas que da a conocer Dalmau es que la iniciación del poeta en la homosexualidad había empezado a los tres años, "edad en que una persona mayor lo utilizaba para sus prácticas sexuales". De ahí tal vez el hecho de que haya tenido una sexualidad desesperada, transgresora, urgente, no demasiado distinta a la de Pier Paolo Pasolini.
Su obra fue breve, como la de Rulfo, y el conjunto de sus poemas cabe en un libro de menos de 200 páginas. Otro escritor breve por su afición a los textos cortos (la mayoría de sus cuentos no exceden las veinte cuartillas), aunque no por su bibliografía (que no es escasa) se llamó Jorge Luis Borges.
Y de él acaba de aparecer en Inglaterra otra biografía: Borges: A Life, de Edwin Williamson, hispanista que da clases en la Universidad de Oxford. En un fragmento recientemente publicado por El Ángel (Reforma, 7 de noviembre) el investigador inglés, luego de nueve años de investigación, rescata aspectos desconocidos del joven Borges, especialmente el que tiene que ver con un episodio amoroso, el de su relación interrumpida con la poeta Norah Lange. Perder a Norah no sólo fue una tragedia para Borges: también fue una humillación porque el corazón de la poeta optó por otro destinatario, Oliverio Girondo, respecto al cual Borges desde tiempo atrás no sentía la menor simpatía y además se le consideraba su rival en literatura.
El profesor Williamson se propone hacer ver, según la reseña de Jaime Reyes Rodríguez en ese mismo suplemento del diario Reforma, que "la vida de Borges fue el caldo de cultivo de una obra genial".
Una de las aseveraciones de Borges que trae a cuento Reyes Rodríguez se refieren al fondo autobiográfico implícito:
"Los cuentos tratan de mí mismo, de mis experiencias personales.[…] Cuando escribo, lo hago por medio de símbolos. Nunca me confieso directamente. La gente supone que esa álgebra corresponde a una frialdad interior, pero no es así, sino todo lo contrario."
Luego entonces, de la nada se escribe. ¿Cómo ignorar la propia vida, y el propio personaje que va siendo uno con el paso del tiempo, y sus renovadas máscaras naturales, si uno mismo es la materia de sus sueños y no podría ser de otra manera?

* * *

Post scriptum:
"Muy bueno, pero no estoy de acuerdo", dice Arturo Cantú.
"Tratas a puros autores menores. Los grandes, Góngora, Sor Juana, Gorostiza, Cervantes, Tolstoi, etcétera, pueden o no tener biografía. En realidad, da igual. Y tal vez ésa sea la medida de si un escritor es grande: que la biografía no importe.
"Faulkner, por ejemplo, es pequeño. Su obra es más bien su biografía. Por ello Rulfo, que todo lo sabía, dice que en su obra no hay biografía. Y no la hay. Tú inventas."