La máquina de escribir

Sobrevive como una insignia tan antigua y romántica como la pluma fuente, distintiva de los miembros de un gremio al que no son ajenos los telegrafistas (también en proceso de extinción, como los escritores), las secretarias, los reporteros y los "evangelistas" de la plaza de Santo Domingo. Como la pluma de ganso o el canutero, la máquina de escribir suele asociarse con el placer y el trabajo que comporta el oficio de escritor.

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Sunday, April 02, 2006

La industria de la trivialidad

Y si medimos el nivel cultural
del país, no es para echar las
campanas al vuelo. Ni siquiera
hay que salir de casa para darse
cuenta, basta con pegar el oído
a los medios de comunicación, ver
la televisión o escuchar la radio,
a los que la gente se asoma para
decir pendejadas del más variado
pelaje con el beneplácito de los
conductores de programas.

Ese televidente invitado y ese
radioyente cada día es más zoquete,
desinformado, salvapatrias,
agresivo y pelmazo.
Siento decirlo pero nuestros
afamados medios de comunicación
fomentan la cría de
ciudadanos deslenguados,
vocingleros y mamarrachos.

—Juan Marsé



¿Cómo no va a celebrar México el muchacho Azcárraga si todo el mundo —la secretaría de Gobernación en primer lugar— se le pone de rodillas? Antes una llamada de Gobernación a las oficinas de Televisa ponía a temblar a más de cuatro “ejecutivos”. Ahora, una llamada de Televisa a Gobernación o a Los Pinos les alborota el gallinero a los funcionarios o los coloca al borde del pánico.
¿Cómo no va a celebrar México el joven Azcárraga si nada más de la propaganda electoral del año entrante, él y Salinas Pliego (el de tele Azteca), se van a embolsar más de 1,600 millones de pesos? Por esas mismas razones Citybank/Banamex y la banca china (HSBC) también podrían “celebrar México”, dadas las estratosféricas ganancias que, gracias a la laxitud y la generosidad del Estado mexicano, obtienen en México, aunque sea en un estilo imitativo de Up with the People y un bombardeo de cursilerías sin fin que no tenía por qué acoger un recinto como el del Palacio de Bellas Artes. ¿Cómo no lo va a celebrar Lorenzo Servitje?
El numerito todo, aparte de la exhibición de poder de Televisa, permitió recordar mucho aquella campaña del Consejo Nacional de la Publicidad que colocaba espectaculares en todo el país proclamando que el mexicano debía tener confianza en sí mismo, presuponiendo, desde una postura de clase, que no la tenía.
Pero no es de la política de la televisión ni de sus componendas con los serviles funcionarios federales (que les dan permisos para casinos o “books” o no les cobran impuestos por los “telejuegos”) de lo que queremos hablar, sino de algo tal vez más intangible o abstracto: del sentido mismo de ver televisión. Nunca antes en la historia había estado tan encima de nosotros como ahora. Hace quince o veinte años todavía no se nos metían en la casa los animadores bufones —periodistas que ganan sueldos millonarios, corrompidos por la nómina— que todas las noches ponen en circulación un nuevo anglicismo hasta volverlo legítimo de tanta repetición.
Entre nosotros y el mundo como voluntad y representación se entromete, como un cristal de varios colores y diversas graduaciones, la maldita tele. Y no es que suscribamos el clásico “artículo contra la televisión”. Sería muy ingenuo porque, en primer lugar, sería una batalla perdida de antemano y además porque la televisión es y será inevitable. Arcadi España, nuestro corresponsal en Barcelona, dice que dejó de ver tele hace muchos años, pero que no tiró el aparato a la basura sino que lo tiene guardado en un armario por si hay alguna emergencia.
En Alemania existe una organización de la sociedad civil que promueve no ver la tele en lo posible. Ya tiene unos dos millones de miembros. Y a nadie le impone nada: si usted quiere volver a verla véala: la única sugerencia es que la saque una semana o una días de su casa y vea qué se siente, en qué cambia su vida. Y si quiere volver a meterla en su casa métala y siga viéndola. Pero ¿no sería interesante experimentar cómo sería nuestra vida cotidiana sin la tele?
“La televisión genera un nuevo alfabetismo y una pasividad catatónica. Tiene le mismo papel entorpecedor que los enciclopedistas franceses atribuían a la Iglesia católica”, dice el filósofo Eduardo Subirats quien, para recuperar la experiencia individual de la realidad, piensa que hay que crear formas de educación más libres, más reflexivas, generar vínculos de solidaridad social, reinventar el juego, erotizar la vida cotidiana y… apagar la televisión.
Una vez le oí decir a Jonathan Frenzen que cuando veía la televisión se sentía solo, pero que cuando leía un libro se sentía acompañado. En esa línea está el pensamiento de Luis Goytisolo, quien está convencido de que todos tenemos un relato interior que vamos elaborando a lo largo de la vida: nuestra identidad personal. Para urdir esa narrativa íntima la televisión no nos ayuda mucho, más bien favorece una progresiva pérdida de palabras y de expresiones: una pérdida de conceptos. Porque la tele no es para ideas ni para palabras. Es para imágenes. “A mayor pobreza de léxico, tanto más tosco y carente de expresividad será el relato interior.”
De lo que habla el novelista español es de un declive de la lectura, en la medida en que la operación de leer juega un papel fundamental en el relato de mi propia vida. Y no deja de ser triste que la alternativa la ofrezcan esas series de televisión en las que los personajes piensan en términos de cómic o de dibujos animados. Ellos mismos tiene algo de diseño de cómic en su presencia física.
“El resultado es un lenguaje simplificado, de un ludismo infantil y binario, apto, a lo sumo, para expresar gusto/disgusto, aprobación/rechazo.”

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