La máquina de escribir

Sobrevive como una insignia tan antigua y romántica como la pluma fuente, distintiva de los miembros de un gremio al que no son ajenos los telegrafistas (también en proceso de extinción, como los escritores), las secretarias, los reporteros y los "evangelistas" de la plaza de Santo Domingo. Como la pluma de ganso o el canutero, la máquina de escribir suele asociarse con el placer y el trabajo que comporta el oficio de escritor.

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Friday, February 10, 2006

Ficciones de verdad

La carga de verdad de que está impregnada toda obra literaria (novelas, poemas, dramas y comedias) muchas veces es más fuerte que la verdad priodística o la verdad que se construye en el ensayo o en la sentencia de un juez (la verdad jurídica que afecta tanto a justos como a pecadores, la verdad “técnica”).
En la memoria colectiva de nuestra época los lectores de periódicos suelen reinventar el pasado y a sus personajes, oscuramente, vagamente, entre brumas, y así como los consumidores de novelas del siglo XIX, van almacenando imágenes, frases y situaciones, sobre todo cuando las historias tienen algo en común: el misterio. Así recordamos fragmentariamente, por escenas, como un rompecabezas lleno de huecos, la novela de Manuel Buendía, la novela del caso Colosio, la novela de Fernando Gutiérrez Barrios. La verdad no alcanza a emerger a la superficie y el tiempo se va encargando de decantarla, como a lo largo de los años ha sucedido con las nuevas lecturas de La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán. Mejor que en los años 30 se esclarece ahora qué clase de criminales eran Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles.
Se trata de la antiquísima e intrigante confusión entre realidad y ficción. La experiencia de la vida como un sueño o una ilusión.
“Primera mentira, construcción, fabricación puede decirse también ficción, término que proviene del latín fingere, que significa heñir, amasar, modelar, representar, inventar”, dice Daniel Gerber en un libro colectivo, publicado por la ediorial Siglo XXI, El laberinto de las estructuras. El ensayo de Gerber se titula “Ficciones de verdad”. Es un ensayo psicoanalítico, pero alude a la representación que nos hacemos del mundo y a cómo la memoria no reproduce sino que reinventa el pasado.
“La verdad se dice en una estructura de ficción, pero la ficción en sí misma no dice la verdad sino cuando se produce el encuentro fallido con lo real que en ella no llega a designarse.”
Lo cierto es que en la novela, por ejemplo, siempre nos referimos a un solo problema: el ser humano. Y detrás mostramos o disimulamos al fantasma de nuestro yo, de nosotros mismos, debajo de las máscaras que necesitamos. En neurofisiología un “fantasma” es el dedo o la pierna que hemos perdido y que sentimos todavía existentes
Félix de Azúa –como en otros lugares Truman Capote y Oliver Sacks—- dice que hay que aprender a narrarse a sí mismo. “Usted, lector mío, es una novela. Coja una foto suya de hace diez años y otra de hace veinte, luego pídale a mamá la de la primera comunión. Compárelas y busque alguna relación entre las imágenes. ¿Cree que aquel niño, el adolescente posterior y el actual contribuyente forman una unidad? ¿Son la misma persona? ¿No será más bien un protagonista, o sea, un nombre propio.”
El nexo entre unos y otros es la memoria y esa “vida” no es más que un relato, tan ficticio como cualquier novela, pero igualmente verosímil. Ya lo decía un clásico que inventó el modo moderno de narrar una vida: “Estamos hechos de la materia de los sueños.” Y sólo podemos ser nosotros mismos, añade Félix de Azúa, mediante un relato que resulte creíble y comprensible para los demás.
En ese sentido no ha desaparecido el niño que todos llevamos dentro. Sigue actuando en la ficción. Lo peor de la edad, creía Óscar Wilde, no es que uno envejezca, sino, por el contrario, que uno nunca envejece. Lo peor, acota Rosa Montero, es que por dentro sigues teniendo siempre los mismos años: “Eres eternamente joven, mientras tu cuerpo es abducido por un alienígena más bien marchito.”
En su famoso El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Oliver Sacks sostiene que todos llevamos una historia biográfica, una narración interna, cuya continuidad es nuestra vida. Y que esa narración es nuestra identidad. Para ser nosotros mismos hemos de tenernos a nosotros mismos, hemos de poseer nuestra historia biográfica, rescatar nuestro drama interior, nuestra narración. “El individuo necesita esa narración interior continua para mantener su identidad, su yo.”
Necesitamos saber contarnos a nosotros mismos para poder ser lo que somos, no para asimilarnos a los que los demás creen que somos. Vamos escribiendo y editando nuestra vida buscándole una forma narrativa, un tono, una verdad interior.

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