Mi querido Juan José
Parece cosa de poca importancia, pero un trozo de papel que se estaba mojando en el pasto bajo una de esas regaderas de araña me cambió la vida. Me imagino que era hacia 1962 en un rincón de San Ángel, Tlacopac, donde me rentaba un cuarto mi profesor de derecho romano Guillermo Floris Margadant. Una mañana, sin muchas ganas de vivir, salí caminando indolente y arqueado, con la vista baja —no puedo mantener la línea horizontal hacia enfrente por un problema en las cervicales— y me encontré en el suelo ese pedazo de papel impreso. Era una esquina cortada de La Gaceta, la revista literaria del Fondo de Cultura Económica, y en sus esquinas se alcanzaban a leer unas letras: rreola, eininger, Homenaj... Me puse a leer las líneas que el azar me había puesto en el camino:
“Al rayo del sol la sarna es insoportable. Me quedaré aquí en la sombra, el pie de este muro que amenaza derrumbarse.
“Como a buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra. La seguí con celo entrañable. A ella, la que tejió laberintos que no llevaron a ninguna parte.”
Era un texto corto, de dieciocho renglones, y al final se infería que quien hablaba era un perro. Lo firmaba Juan José Arreola y se titulaba “Homenaje a Otto Weininger.” Sentí entonces que el lenguaje escrito podía transportarnos a otra dimensión. Y que eso era la literatura.
Por eso, cuando por una nota de prensa me enteré el año pasado de que Juan José Arreola terminaba de estar en este mundo, empecé a rememorar lo que significó para mí conocerlo hacia mediados de 1963 y lo importante que fue para muchos escritores en ciernes de aquellos años. Fue el creador, por no decir el inventor, de los talleres literarios en México. Editor, carpintero, ajedrecista, jugador notable de ping pong, conocedor de vinos, de telas y de la sastrería más fina, Arreola era el espíritu de la época. No hacía más de diez años que había vuelto de París, donde estudió teatro al lado de Louis Juvet y Jean-Louis Barrault, y todavía usaba esos sacos de pana azul marino que se estilaban entre los jóvenes de la postguerra francesa y en los encendidos antros de Saint Germain de Près. Así se le podía ver en la Casa del Lago a principios de los años 60. Organizó allí grupos de poesía en voz alta y colocó en los jardines mesas y tableros para que los visitantes jugaran ajedrez en las mañanas de los sábados y los domingos.
Lo que Juan José nos estaba diciendo a todos, con sus actos, con su elegancia y su estilo, es que el arte podía muy bien incorporarse a la vida cotidiana y que, más allá de las carreras universitarias tradicionales, estaba también el oficio de leer y de escribir. Era además un gran amante de las artes gráficas. Inauguró una colección, Los Presentes, en la que debutaron los jóvenes Carlos Fuentes, Ricardo Garibay, José de la Colina, José Emilio Pacheco, Archibaldo Burns, Elena Poniatowska, y en la que, me parece, también publicó un libro de Julio Cortázar. Cuando llevó a la imprenta del maestro Manuel Casas el primer número de Mester, la revista de nuestro taller literario, me di cuenta de que —al menos para los camaradas de mi generación— el ejercicio de la literatura era algo inseparable de las artes gráficas. Y con eso también aprendimos otro oficio que no pocas veces nos permitió irnos ganando la vida en las revistas, las editoriales, los suplementos culturales, en la imprenta Madero, en la Revista de la Universidad.
Tenía su taller en la calle de Río de la Plata, en la colonia Cuauhtémoc. Todos los jueves por la tarde caíamos por allí Elsa Cross, José Agustín, Gerardo de la Torre, Jorge Arturo Ojeda, Alejandro Aura, José Carlos Becerra, a veces Juan Tovar y otros compañeros. Nunca le pagué un centavo, a pesar de que —según me dijeron después— cobraba una módica suma. Su generosidad se manifestaba sobre todo en el tiempo sin límite que le dedicaba a cada uno de nosotros, como si fuéramos figuras consagradas. Leía nuestros textos con esa voz que aprendió a modular en el teatro y de pronto se detenía en una palabra. Atendía al efecto de conjunto, pero se demoraba sobre todo en la cadencia de la frase. Ponía el acento en el ritmo, en la pertinencia de cada adjetivo o en su ociosidad, en la secreta musicalidad del enunciado. Y a parir de ahí asociaba sus ideas, alguna anécdota de Valle Inclán, alguna observación de Borges, un poema de Rilke, alguna aparente extravagancia de Kafka.
Nos llamaba mucho la atención, pero lo valoramos mejor muchos años después, su manera de interesarse por el prójimo, el respeto a sus diferencias, como haciéndonos ver que la educación consiste precisamente en eso: en el respeto por el otro. Trababa a los demás como si fueran intelectuales, sin intentar seducirlos, hechizarlos, asustarlos o intimidarlos, sino despertando en ellos la inteligencia y el razonamiento, como dice Fernando Savater que hace el verdadero intelectual.
“Al rayo del sol la sarna es insoportable. Me quedaré aquí en la sombra, el pie de este muro que amenaza derrumbarse.
“Como a buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra. La seguí con celo entrañable. A ella, la que tejió laberintos que no llevaron a ninguna parte.”
Era un texto corto, de dieciocho renglones, y al final se infería que quien hablaba era un perro. Lo firmaba Juan José Arreola y se titulaba “Homenaje a Otto Weininger.” Sentí entonces que el lenguaje escrito podía transportarnos a otra dimensión. Y que eso era la literatura.
Por eso, cuando por una nota de prensa me enteré el año pasado de que Juan José Arreola terminaba de estar en este mundo, empecé a rememorar lo que significó para mí conocerlo hacia mediados de 1963 y lo importante que fue para muchos escritores en ciernes de aquellos años. Fue el creador, por no decir el inventor, de los talleres literarios en México. Editor, carpintero, ajedrecista, jugador notable de ping pong, conocedor de vinos, de telas y de la sastrería más fina, Arreola era el espíritu de la época. No hacía más de diez años que había vuelto de París, donde estudió teatro al lado de Louis Juvet y Jean-Louis Barrault, y todavía usaba esos sacos de pana azul marino que se estilaban entre los jóvenes de la postguerra francesa y en los encendidos antros de Saint Germain de Près. Así se le podía ver en la Casa del Lago a principios de los años 60. Organizó allí grupos de poesía en voz alta y colocó en los jardines mesas y tableros para que los visitantes jugaran ajedrez en las mañanas de los sábados y los domingos.
Lo que Juan José nos estaba diciendo a todos, con sus actos, con su elegancia y su estilo, es que el arte podía muy bien incorporarse a la vida cotidiana y que, más allá de las carreras universitarias tradicionales, estaba también el oficio de leer y de escribir. Era además un gran amante de las artes gráficas. Inauguró una colección, Los Presentes, en la que debutaron los jóvenes Carlos Fuentes, Ricardo Garibay, José de la Colina, José Emilio Pacheco, Archibaldo Burns, Elena Poniatowska, y en la que, me parece, también publicó un libro de Julio Cortázar. Cuando llevó a la imprenta del maestro Manuel Casas el primer número de Mester, la revista de nuestro taller literario, me di cuenta de que —al menos para los camaradas de mi generación— el ejercicio de la literatura era algo inseparable de las artes gráficas. Y con eso también aprendimos otro oficio que no pocas veces nos permitió irnos ganando la vida en las revistas, las editoriales, los suplementos culturales, en la imprenta Madero, en la Revista de la Universidad.
Tenía su taller en la calle de Río de la Plata, en la colonia Cuauhtémoc. Todos los jueves por la tarde caíamos por allí Elsa Cross, José Agustín, Gerardo de la Torre, Jorge Arturo Ojeda, Alejandro Aura, José Carlos Becerra, a veces Juan Tovar y otros compañeros. Nunca le pagué un centavo, a pesar de que —según me dijeron después— cobraba una módica suma. Su generosidad se manifestaba sobre todo en el tiempo sin límite que le dedicaba a cada uno de nosotros, como si fuéramos figuras consagradas. Leía nuestros textos con esa voz que aprendió a modular en el teatro y de pronto se detenía en una palabra. Atendía al efecto de conjunto, pero se demoraba sobre todo en la cadencia de la frase. Ponía el acento en el ritmo, en la pertinencia de cada adjetivo o en su ociosidad, en la secreta musicalidad del enunciado. Y a parir de ahí asociaba sus ideas, alguna anécdota de Valle Inclán, alguna observación de Borges, un poema de Rilke, alguna aparente extravagancia de Kafka.
Nos llamaba mucho la atención, pero lo valoramos mejor muchos años después, su manera de interesarse por el prójimo, el respeto a sus diferencias, como haciéndonos ver que la educación consiste precisamente en eso: en el respeto por el otro. Trababa a los demás como si fueran intelectuales, sin intentar seducirlos, hechizarlos, asustarlos o intimidarlos, sino despertando en ellos la inteligencia y el razonamiento, como dice Fernando Savater que hace el verdadero intelectual.
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