Analfabetismo regresivo
Me cuenta Héctor Tejera, antropólogo y camarada, que ahora sí todo el imaginario de las nuevas generaciones que están entre primer y cuarto semestre de la carrera de arqueología (en la que se inscribieron no por vocación sino porque no había lugar en administración de empresas o en “ciencias de la comunicación”) está moldeado por la televisión. Entran a la carrera los muchachos y no saber pensar, hablar, leer ni muchísimo menos escribir. Ni siquiera leen el periódico. Son totalmente visuales. Y cada día se apartan más de la cultura gráfica. Cada tanto tiempo de distancian más de la galaxia Gutenberg. Es decir. No viven ya en la cultura de la palabra impresa.
Pero no es el caso sólo de los chavos. Una parte mayoritaria de la sociedad mexicana ha sido regresada a la infancia analfabeta, gracias en buena parte a la idiotez consuetudinaria de la televisión que se practica en México. Si ya no leíamos mucho antes, menos leemos ahora. Llovió sobre mojado.
Este retorno a los tiempos el hombre de neandertal (de hace 30,000 años), que se comunicaba por la vía oral y auditiva (antes de la invención de la escritura y, sobre todo, mucho antes de la concepción de la imprenta) ha sido alcahueteado ahora por los medios audivisuales (la tele, el radio, el video, el cine) que nos han metido de nuevo en una suerte de oralidad secundaria. Como cuando éramos niños analfabetos.
De hecho en México, por los índices de lectura, los periódicos son medios de comunicación, pero la verdad desagradable asoma y nos dice que ya no son medios masivos de comunicación. No se tiran en este país de cien millones de habitantes más de dos millones de ejemplares cada veinticuatro horas, incluyendo El Heraldo de San Blas. En Japón hay un diario que tira diez millones de ejemplares diarios. En las colas de los bancos, donde uno puede dilapidar más de media hora de su vida, nadie está leyendo. En los aviones y los autobuses, tampoco. Cuando uno se mete en un avión de Aeromexico (sic: ya le quitaron el acento) si alguien va leyendo alguna novela, un libro de bolsillo, es algún turista gringo o europeo.
A sus ciento tres años de edad, Mariana Frenk lamenta que los jóvenes de ahora no lean. Los hábitos de lectura van a la baja y en los concursos sobre comprensión del texto los estudiantes mexicanos son los primeros eliminados en competencia con sus pares latinoamericanos.
Mucho tiene que ver en esto la educación primera: en las primarias (ni en las secundarias después, en la prepa, en la “facultad”) no se cultiva el amor por la lengua y los adolescentes no entienden cuál es el sentido de la literatura. ¿Por qué? Porque sus maestros tampoco lo saben. Vi una vez en Oaxaca un plantón de maestros de secundaria en toda la plaza, día y noche, allí vivieron durante quince días. Dormían. Platicaban. Le echaban vientecito al anafre. Pero ninguno, absolutamente ninguno, estaba leyendo un libro.
Salen los “universitarios” con títulos de abogados, ingenieros, arquitectos, cirujanos, “técnicos” y “científicos” de la comunicación, y ni siquiera pueden redactar una carta comercial. Sujeto, verbo y predicado. La estructura mínima, elemental, no la dominan. Y cuando hablan en público, son de los que dicen habemos, han habido, vaso con agua, y hubieron.
De todos los países del mundo somos uno de los que menos lee. Nadie supone que la felicidad está en leer ni que los periódicos en su mayoría valgan la pena de ser leídos. Se puede ser feliz en la ignorancia pero a costa de un menor preparación para luchar por la vida. Se puede sobrevivir en la idiotez de baba caída frente a la tele, pero el no lector se pierde de una de las experiencias más sublimes y placenteras de esta vida: la de la lectura. ¿Cómo explicarlo? Es como tratar de explicar lo que es el orgasmo. Sólo en la práctica se conoce.
La mayoría de los pobres no leen porque nos saben o no pueden comprar libros y la mayoría de los ricos no leen porque no les interesa. No leen ni en español ni en inglés. Viven en la oralidad pura, como el hombre de cromañón. El libro se restringe a una secta de lectores que de todas maneras van a leer, con iva o sin iva. En Cuba el que quiere leer se las ingenia para conseguir los libros de Cabrera Infante o de Severo Sarduy. Durante el franquismo, en plena censura, los lectores se hacían de libros con imaginación. Los encargaban a Francia. Se los hacían traer de México o de Argentina. Se los prestaban unos a otros. Los copiaban.
Por otra parte, no hay la cultura de la biblioteca. A Jorge Aguilar Mora le extrañaba, una vez que vino a mi casa, que todos mis libros eran comprados en librerías y casi ninguno sacado de las bibliotecas. ¿Cuáles bibliotecas? La única funcional en el DF es la Franklin. En otros países los estudiantes estudian sobre todo con libros de las bibliotecas. Por eso la de escribir tal vez se convierta en los próximos años en una actividad excéntrica. El escritor, como el telegrafista, ya no tendrá ninguna razón de existir.
Pero no es el caso sólo de los chavos. Una parte mayoritaria de la sociedad mexicana ha sido regresada a la infancia analfabeta, gracias en buena parte a la idiotez consuetudinaria de la televisión que se practica en México. Si ya no leíamos mucho antes, menos leemos ahora. Llovió sobre mojado.
Este retorno a los tiempos el hombre de neandertal (de hace 30,000 años), que se comunicaba por la vía oral y auditiva (antes de la invención de la escritura y, sobre todo, mucho antes de la concepción de la imprenta) ha sido alcahueteado ahora por los medios audivisuales (la tele, el radio, el video, el cine) que nos han metido de nuevo en una suerte de oralidad secundaria. Como cuando éramos niños analfabetos.
De hecho en México, por los índices de lectura, los periódicos son medios de comunicación, pero la verdad desagradable asoma y nos dice que ya no son medios masivos de comunicación. No se tiran en este país de cien millones de habitantes más de dos millones de ejemplares cada veinticuatro horas, incluyendo El Heraldo de San Blas. En Japón hay un diario que tira diez millones de ejemplares diarios. En las colas de los bancos, donde uno puede dilapidar más de media hora de su vida, nadie está leyendo. En los aviones y los autobuses, tampoco. Cuando uno se mete en un avión de Aeromexico (sic: ya le quitaron el acento) si alguien va leyendo alguna novela, un libro de bolsillo, es algún turista gringo o europeo.
A sus ciento tres años de edad, Mariana Frenk lamenta que los jóvenes de ahora no lean. Los hábitos de lectura van a la baja y en los concursos sobre comprensión del texto los estudiantes mexicanos son los primeros eliminados en competencia con sus pares latinoamericanos.
Mucho tiene que ver en esto la educación primera: en las primarias (ni en las secundarias después, en la prepa, en la “facultad”) no se cultiva el amor por la lengua y los adolescentes no entienden cuál es el sentido de la literatura. ¿Por qué? Porque sus maestros tampoco lo saben. Vi una vez en Oaxaca un plantón de maestros de secundaria en toda la plaza, día y noche, allí vivieron durante quince días. Dormían. Platicaban. Le echaban vientecito al anafre. Pero ninguno, absolutamente ninguno, estaba leyendo un libro.
Salen los “universitarios” con títulos de abogados, ingenieros, arquitectos, cirujanos, “técnicos” y “científicos” de la comunicación, y ni siquiera pueden redactar una carta comercial. Sujeto, verbo y predicado. La estructura mínima, elemental, no la dominan. Y cuando hablan en público, son de los que dicen habemos, han habido, vaso con agua, y hubieron.
De todos los países del mundo somos uno de los que menos lee. Nadie supone que la felicidad está en leer ni que los periódicos en su mayoría valgan la pena de ser leídos. Se puede ser feliz en la ignorancia pero a costa de un menor preparación para luchar por la vida. Se puede sobrevivir en la idiotez de baba caída frente a la tele, pero el no lector se pierde de una de las experiencias más sublimes y placenteras de esta vida: la de la lectura. ¿Cómo explicarlo? Es como tratar de explicar lo que es el orgasmo. Sólo en la práctica se conoce.
La mayoría de los pobres no leen porque nos saben o no pueden comprar libros y la mayoría de los ricos no leen porque no les interesa. No leen ni en español ni en inglés. Viven en la oralidad pura, como el hombre de cromañón. El libro se restringe a una secta de lectores que de todas maneras van a leer, con iva o sin iva. En Cuba el que quiere leer se las ingenia para conseguir los libros de Cabrera Infante o de Severo Sarduy. Durante el franquismo, en plena censura, los lectores se hacían de libros con imaginación. Los encargaban a Francia. Se los hacían traer de México o de Argentina. Se los prestaban unos a otros. Los copiaban.
Por otra parte, no hay la cultura de la biblioteca. A Jorge Aguilar Mora le extrañaba, una vez que vino a mi casa, que todos mis libros eran comprados en librerías y casi ninguno sacado de las bibliotecas. ¿Cuáles bibliotecas? La única funcional en el DF es la Franklin. En otros países los estudiantes estudian sobre todo con libros de las bibliotecas. Por eso la de escribir tal vez se convierta en los próximos años en una actividad excéntrica. El escritor, como el telegrafista, ya no tendrá ninguna razón de existir.
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