Llevo a cabo una ocupación literaria,
como de costumbre, convertido (como
si fuera algo externo: una cosa) en
una máquina de recordar y encontrar
formulaciones adecuadas.
—Peter Handke, Desgracia impeorable
Así como el libro ya no es lo que fue en el pasado (rollos de papiro o de cuero, planchas talladas en bronce, letras grabadas en piedra) y ahora empieza a ser también una pantalla con texto, de ese mismo modo evolutivo la máquina de escribir ha ido desapareciendo para ceder su lugar a la computadora y al procesador de palabras. Sin embargo, como la pluma de ganso o el canutero, suele asociarse con el placer y el trabajo que comporta el oficio de escritor, al menos de manera emblemática.
Inventada por el ingeniero industrial Philo Remington (1816-1889), luego de fabricar fusiles y pistolas, la máquina de escribir sobrevive como una insignia tan antigua y romántica como la pluma fuente, distintiva de los miembros de un gremio al que no son ajenos los telegrafistas (también en proceso de extinción, como los escritores), las secretarias, los reporteros y los “evangelistas” de la Plaza de Santo Domingo que le redactan a uno sus cartas de amor.
Por eso mismo, en 1977, un grupo de escritores decidimos darle ese nombre, La Máquina de Escribir, a una pequeña colección editorial de libros marginales (fuera de comercio) y, también, porque pensábamos en las “máquinas deseantes” de las que habla Gilles Deleuze en El Antiedipo, o en el escritor como una máquina productora de fantasías o de locuras: juegos verbales que buscan nuevos significados y matices para entrever zonas de la realidad que antes no habíamos percibido.
A lo largo de unos quince años me veo dándole vuelta a las mismas obsesiones y tomo nota de no pocos errores o de “ideas” que, de un tiempo a otro, se evaporan en la contradicción. Como la de escribir, la máquina de la memoria sólo refrenda el carácter cambiante y perecedero de nuestra subjetividad.
como de costumbre, convertido (como
si fuera algo externo: una cosa) en
una máquina de recordar y encontrar
formulaciones adecuadas.
—Peter Handke, Desgracia impeorable
Así como el libro ya no es lo que fue en el pasado (rollos de papiro o de cuero, planchas talladas en bronce, letras grabadas en piedra) y ahora empieza a ser también una pantalla con texto, de ese mismo modo evolutivo la máquina de escribir ha ido desapareciendo para ceder su lugar a la computadora y al procesador de palabras. Sin embargo, como la pluma de ganso o el canutero, suele asociarse con el placer y el trabajo que comporta el oficio de escritor, al menos de manera emblemática.
Inventada por el ingeniero industrial Philo Remington (1816-1889), luego de fabricar fusiles y pistolas, la máquina de escribir sobrevive como una insignia tan antigua y romántica como la pluma fuente, distintiva de los miembros de un gremio al que no son ajenos los telegrafistas (también en proceso de extinción, como los escritores), las secretarias, los reporteros y los “evangelistas” de la Plaza de Santo Domingo que le redactan a uno sus cartas de amor.
Por eso mismo, en 1977, un grupo de escritores decidimos darle ese nombre, La Máquina de Escribir, a una pequeña colección editorial de libros marginales (fuera de comercio) y, también, porque pensábamos en las “máquinas deseantes” de las que habla Gilles Deleuze en El Antiedipo, o en el escritor como una máquina productora de fantasías o de locuras: juegos verbales que buscan nuevos significados y matices para entrever zonas de la realidad que antes no habíamos percibido.
A lo largo de unos quince años me veo dándole vuelta a las mismas obsesiones y tomo nota de no pocos errores o de “ideas” que, de un tiempo a otro, se evaporan en la contradicción. Como la de escribir, la máquina de la memoria sólo refrenda el carácter cambiante y perecedero de nuestra subjetividad.
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