La paradoja del narrador
La creencia de que la literatura es mentira y de que se desencadena a partir de la memoria y la imaginación no es compartida por muchos lectores porque la novela, por ejemplo, se cuida de no imponer verdades ni establecer leyes y se restringe a evocar, sugerir, proponer e insinuar. No dice cómo son las cosas sino cómo pudieron haber sido.
Juan Rulfo contaba que una vez fueron a su pueblo, San Gabriel, en el sur de Jalisco, unos profesores estadunidenses y “mis parientes y les dijeron que yo era un mentiroso, que no conocían a nadie que tuviera esos nombres y que nada de lo que contaba había pasado en sus pueblos. Es que mis paisanos creen que los libros son historias reales, pues no distinguen la ficción de la historia. Creen que la novela es una transposición de hechos, que debe describir la región y los personajes que allí vivieron. Pero la literatura es ficción y, por tanto, es mentira”.
Lo que Rulfo nació sabiendo, porque era una escritor nato, como decía Efrén Hernández, a muchos lectores y narradores en ciernes les cuesta algún tiempo aprender: que la mentira es el gran ingrediente de la creación literaria. Basta introducir una mentira entre los hechos y los seres humanos reales de que, como semillas, se vale el novelista al empezar a escribir, para valorar su poder evocador y propiciador de la imaginación. Porque la mentira es proliferante.
Afirmar que el Che Guevara tenía debajo del bigote el labio leporino, o que Clint Eastwood es hijo del Flaco (Stan Laurel), constituyen mentiras que de inmediato remueven el proceso de la invención. Si un novelista se aferra al realismo más elemental (al culto monstruoso de los hechos) y no trasciende sus miedo a la fantasía se está poniendo él mismo una camisa de fuerza. Quiere ser lo más fiel a los acontecimientos (como el periodista, el biógrafo, el historiador) y atenerse a la “realidad”, pero en cuanto entra en un callejón sin salida y su historia no camina ni hacia atrás ni adelante muy bien puede, por juego, deslizar mentiras que por alguna extraña razón enriquecen su historia y la vuelen más verosímil. Descubre que, por paradójico que parezca, la mentira se empieza a volver la vía hacia una verdad más profunda que la superficial verdad de los hechos, la verdad jurídica de los jueces y los policías, la verdad forense de los abogados, la verdad de la ética o de los moralistas.
Fernando Balzaretti pensaba, por su experiencia en el escenario y en la construcción de personajes, que el actor era como un escritor. Me lo dijo muchas veces. “Uno es como un novelista y al rato ya se siente uno de los personajes.”
Si el lector es alguien que establece conexiones
—puesto que la literatura es un sistema de relaciones secretas que hay que descubrir— verá entonces que la paradoja del actor es semejante a la del novelista. Tenía razón Balzaretti.
En La paradoja del comediante Denis Diderot decía, en 1773, que un actor es mejor en la medida en que miente mejor. Y ponía este ejemplo: un actor se suicida de verdad en escena, se mete un cuchillo en el corazón, y el público se muere de la risa. Por el contrario: un actor finge que se suicida en escena y el público se pone a llorar.
Igual, por extensión, por analogía, sucede con el narrador. Entre mejor mienta mejor será su obra. Por eso Rulfo estaba en lo cierto. Y, así, desde Cervantes hasta García Márquez el novelista es el gran mentiroso (aparte de ladrón de ideas y frases ajenas). Es probable que, por pertenecer demasiado a la retórica forense, “mentira” no sea la palabra justa: tiene una connotación negativa, suena a engaño, a mala fe. Tal vez habría que hablar entonces de “invención”, de “mito”, de “fabulación”. Rulfo, inventor de mitos, se pasaba la vida contando mentiras en sus conversaciones: era su manera de seguir escribiendo; de escribir sin escribir, como la poeta argentina Olga Orozco que, de niña, inventaba poemas, los memorizaba y los recitaba, pero no los escribía.
Como quería Oscar Wilde, hay que recuperar el antiguo arte de la mentira si queremos traspasar la mera realidad establecida y más o menos similar para todos. Allá en la sierra, los contadores de historias dicen mentiras y nunca repiten el mismo cuento con las mismas palabras pero sí con las mismas mentiras. En la medida en que mienta más persuasivo y divertido será.
En una entrevista con un periodista italiano un general chino se inspiró hablando del arte de la guerra y la situación actual. Sus análisis eran inteligentísimos, brillantes, extraordinarios. Todo lo que el general le decía era preciso, estaba muy bien articulado, era original, verosímil, cierto, pero al final le dijo al reportero: “Le voy a dar un consejo: nunca le crea a un chino.”
La anécdota el militar se le antojaba a Leonardo Sciascia una clave para entender la obra de Gesualdo Bufalino, quien estimaba que no había que creerle a los escritores porque el escritor tiene acceso a la verdad de la existencia a través de la mistificación, el juego, la ambigüedad, el engaño, la paradoja, las mentiras.
Enfrentar a un escritor supone una profesión de fe. Se le creen más sus mentiras que sus “verdades”. En su obra las mentiras se trastocan en una “verdad” cambiante, mutable, y no sería verdad si fuera inmutable.
Así, “nunca le creas a un escritor”, dice Sciascia. “Créele a la literatura.”
Juan Rulfo contaba que una vez fueron a su pueblo, San Gabriel, en el sur de Jalisco, unos profesores estadunidenses y “mis parientes y les dijeron que yo era un mentiroso, que no conocían a nadie que tuviera esos nombres y que nada de lo que contaba había pasado en sus pueblos. Es que mis paisanos creen que los libros son historias reales, pues no distinguen la ficción de la historia. Creen que la novela es una transposición de hechos, que debe describir la región y los personajes que allí vivieron. Pero la literatura es ficción y, por tanto, es mentira”.
Lo que Rulfo nació sabiendo, porque era una escritor nato, como decía Efrén Hernández, a muchos lectores y narradores en ciernes les cuesta algún tiempo aprender: que la mentira es el gran ingrediente de la creación literaria. Basta introducir una mentira entre los hechos y los seres humanos reales de que, como semillas, se vale el novelista al empezar a escribir, para valorar su poder evocador y propiciador de la imaginación. Porque la mentira es proliferante.
Afirmar que el Che Guevara tenía debajo del bigote el labio leporino, o que Clint Eastwood es hijo del Flaco (Stan Laurel), constituyen mentiras que de inmediato remueven el proceso de la invención. Si un novelista se aferra al realismo más elemental (al culto monstruoso de los hechos) y no trasciende sus miedo a la fantasía se está poniendo él mismo una camisa de fuerza. Quiere ser lo más fiel a los acontecimientos (como el periodista, el biógrafo, el historiador) y atenerse a la “realidad”, pero en cuanto entra en un callejón sin salida y su historia no camina ni hacia atrás ni adelante muy bien puede, por juego, deslizar mentiras que por alguna extraña razón enriquecen su historia y la vuelen más verosímil. Descubre que, por paradójico que parezca, la mentira se empieza a volver la vía hacia una verdad más profunda que la superficial verdad de los hechos, la verdad jurídica de los jueces y los policías, la verdad forense de los abogados, la verdad de la ética o de los moralistas.
Fernando Balzaretti pensaba, por su experiencia en el escenario y en la construcción de personajes, que el actor era como un escritor. Me lo dijo muchas veces. “Uno es como un novelista y al rato ya se siente uno de los personajes.”
Si el lector es alguien que establece conexiones
—puesto que la literatura es un sistema de relaciones secretas que hay que descubrir— verá entonces que la paradoja del actor es semejante a la del novelista. Tenía razón Balzaretti.
En La paradoja del comediante Denis Diderot decía, en 1773, que un actor es mejor en la medida en que miente mejor. Y ponía este ejemplo: un actor se suicida de verdad en escena, se mete un cuchillo en el corazón, y el público se muere de la risa. Por el contrario: un actor finge que se suicida en escena y el público se pone a llorar.
Igual, por extensión, por analogía, sucede con el narrador. Entre mejor mienta mejor será su obra. Por eso Rulfo estaba en lo cierto. Y, así, desde Cervantes hasta García Márquez el novelista es el gran mentiroso (aparte de ladrón de ideas y frases ajenas). Es probable que, por pertenecer demasiado a la retórica forense, “mentira” no sea la palabra justa: tiene una connotación negativa, suena a engaño, a mala fe. Tal vez habría que hablar entonces de “invención”, de “mito”, de “fabulación”. Rulfo, inventor de mitos, se pasaba la vida contando mentiras en sus conversaciones: era su manera de seguir escribiendo; de escribir sin escribir, como la poeta argentina Olga Orozco que, de niña, inventaba poemas, los memorizaba y los recitaba, pero no los escribía.
Como quería Oscar Wilde, hay que recuperar el antiguo arte de la mentira si queremos traspasar la mera realidad establecida y más o menos similar para todos. Allá en la sierra, los contadores de historias dicen mentiras y nunca repiten el mismo cuento con las mismas palabras pero sí con las mismas mentiras. En la medida en que mienta más persuasivo y divertido será.
En una entrevista con un periodista italiano un general chino se inspiró hablando del arte de la guerra y la situación actual. Sus análisis eran inteligentísimos, brillantes, extraordinarios. Todo lo que el general le decía era preciso, estaba muy bien articulado, era original, verosímil, cierto, pero al final le dijo al reportero: “Le voy a dar un consejo: nunca le crea a un chino.”
La anécdota el militar se le antojaba a Leonardo Sciascia una clave para entender la obra de Gesualdo Bufalino, quien estimaba que no había que creerle a los escritores porque el escritor tiene acceso a la verdad de la existencia a través de la mistificación, el juego, la ambigüedad, el engaño, la paradoja, las mentiras.
Enfrentar a un escritor supone una profesión de fe. Se le creen más sus mentiras que sus “verdades”. En su obra las mentiras se trastocan en una “verdad” cambiante, mutable, y no sería verdad si fuera inmutable.
Así, “nunca le creas a un escritor”, dice Sciascia. “Créele a la literatura.”
1 Comments:
De donde se desprende, que si esto lo escribió un chino.... no debemos creerlo, o que todos los escritores son chinos, pues no hay que creerles, ni me crean a mi que no soy chino ni escritor, pero amo la literatura, por que es la fantasía que nos permite conocer la verdad. A fin de cuentas ¿qué es la verdad?.
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