El arte de la cita
No se diga que yo no he dicho
nada nuevo: la disposición de
los temas es nueva. Cuando se
juega a la pelota ambos jugadores
usan la misma pelota, per uno la
coloca mejor que el otro.
—Pascal, Pensamientos
Hay escritores a quienes les gusta citar y otros que son muy parcos en sus citas. O, en otra clasificación tan arbitraria como académica: hay escritores que citan y escritores que no citan.
A mí en lo personal me gusta poner en relación a unos autores con otros. Me gusta entablar conversaciones entre autores muertos y autores vivos. Creo que puede aventurarse un diálogo entre escritores muertos y de otras lenguas con escritores vivos o también muertos pero de otros países y de otras lenguas y de diferentes tiempos. Y esta conversación de la literatura es la que me parece sólo fascinante.
Yo me he cuidado mucho de no volver a citar a Leonardo Sciascia porque en 1989 escribí un libro sobre este escritor siciliano (La memoria de Sciascia, que ahora se reedita por el Fondo de Cultura Económica, en la Colección Popular) y creo que he abusado de la asociación entre mi nombre y el suyo. He llegado incluso al prurito de tomar una frase suya y atribuírsela a otro autor, a Pirandello o a Brancatti o a “un escritor siciliano amigo mío”. Todo eso por pudor. Por no abusar de la cita. Pero de pronto, y muy frecuentemente, me topo con estudiantes o personas, ya mayores y no malos lectores, que lejos de percibir un abuso o una aprovechamiento literario ilegítimo me dicen: “Perdón, ¿quién? ¿Quién es Leonardo Sciascia?”
Veo entonces que es inútil mi cautela o mi prevención. Desde mi solipisismo intelectual, cancelo el nombre de Sciascia y mucha gente ni siquiera sabe quién es.
El caso es que a Leonardo Sciascia le encantaba el arte de la cita. Ricciarda Ricorda, maestra de literatura italiana moderna y contemporánea en la Università degli Studi di Venezia, ha escrito incluso un ensayo sobre “Sciascia ovvero la retorica della citazione”: la retórica de la cita. Y es que un texto con una cita añadida se vuelve otro decir. En algo aumenta la producción de sentido. Y no es fácil acertar con una buena cita, una cita que embone bien con la idea apenas esbozada en otro párrafo y venga, de rebote, a enriquecerlo. Por eso es un arte. No cualquiera sabe hacerlo. Sciascia decía que a él le hubiera gustado escribir un libro de puras citas.
A mí siempre me gustó el epígrafe de Saint-Just que Arthur Koestler antepone a su novela El cero y el infinito: “Nadie puede gobernar sin culpa.”
En Los detectives salvajes, Roberto Bolaño coloca estas líneas de Malcolm Lowry. “¿Quiere usted la salvación de México? ¿Quiere que Cristo sea nuestro rey? No.”
El epígrafe es un guiño al lector. Permite redondear el tema de la novela o justificar de dónde viene su título. Juan Marsé, por ejemplo, en Si te dicen que caí indica que su frase titular proviene del Himno de la Falange: “Si te dicen que caí, me fui al puesto que tengo allí.”
En julio de este año apareció un libro que hice sobre Juan Rulfo: La ficción de la memoria (Ed. Era-UNAM). Esta antología de la crítica sobre Rulfo quiere justificar su título con el siguiente epígrafe:
“Por lo que la memoria es lo mismo que la fantasía[…] Y adquiere estas tres diferencias: que es memoria, cuando recuerda la cosas; fantasía, cuando las altera y transforma; ingenio, cuando les da forma y pone en sazón y en orden.” Pero por alguna razón no incluí la frase que remata la idea: “Por estas razones, los poetas teólogos llamaron a la Memoria la madre de las musas.”
El autor del párrafo es Giambattista Vico, y lo escribió en su Ciencia nueva, libro que el filósofo napolitano escribió por lo menos tres veces y de la que por lo tanto hay tres versiones: de 1725, de 1730 y de 1744. Hay una edición del Fondo de Cultura Económica, en su Colección Popular, muy distinta en su capitulado a la que publicó la editorial Tecnos de Madrid en 1995, en traducción de Rocío de la Villa. En esta última es donde se encuentra mi epígrafe.
Me interesaba abonar en lo posible la idea (nada nueva, por lo demás) principal del libro: una reflexión acerca del papel que juega la memoria en el proceso de la creación literaria. Porque la memoria siempre deforma el pasado y lo reinventa y, además, es una actividad de la mente que no puede disociarse de un contexto emocional personal. Inevitablemente.
Pero la verdad es que yo me enteré de estas observaciones filosóficas de Vico no por haberlas conocido mediante la lectura directa de su obra, que después sí leí. La primera vez que me topé con el párrafo de marras fue en la página 91 de Memory & Narrative (the weave of life-writing), de James Olney, publicado en 1998 por The University of Chicago Press. Este especialista en el género de la autobiografía y en los equívocos de la memoria —no sólo en la literatura: también en la vida personal de cualquier ser humano— fue el que, digamos, “descubrió” la percepción que Vico tuvo hace 259 años y que yo retomé.
En un principio llegué preguntarme si era válido el procedimiento de tomar para mis fines la cita que otro escritor ya había hecho. ¿No habría sido un aprovechamiento indebido que engañaba al lector? Creo que no, después de pensarlo mucho. Así es como se trabaja en el taller de un escritor. La literatura también se hace de literatura y no hay por qué dejar sepultadas en las bibliotecas las ideas que se escribieron en el pasado. Al contrario: hay que revivirlas, exhumarlas, y ponerlas en conversación con nuestro tiempo. Mediante el arte de la cita.
nada nuevo: la disposición de
los temas es nueva. Cuando se
juega a la pelota ambos jugadores
usan la misma pelota, per uno la
coloca mejor que el otro.
—Pascal, Pensamientos
Hay escritores a quienes les gusta citar y otros que son muy parcos en sus citas. O, en otra clasificación tan arbitraria como académica: hay escritores que citan y escritores que no citan.
A mí en lo personal me gusta poner en relación a unos autores con otros. Me gusta entablar conversaciones entre autores muertos y autores vivos. Creo que puede aventurarse un diálogo entre escritores muertos y de otras lenguas con escritores vivos o también muertos pero de otros países y de otras lenguas y de diferentes tiempos. Y esta conversación de la literatura es la que me parece sólo fascinante.
Yo me he cuidado mucho de no volver a citar a Leonardo Sciascia porque en 1989 escribí un libro sobre este escritor siciliano (La memoria de Sciascia, que ahora se reedita por el Fondo de Cultura Económica, en la Colección Popular) y creo que he abusado de la asociación entre mi nombre y el suyo. He llegado incluso al prurito de tomar una frase suya y atribuírsela a otro autor, a Pirandello o a Brancatti o a “un escritor siciliano amigo mío”. Todo eso por pudor. Por no abusar de la cita. Pero de pronto, y muy frecuentemente, me topo con estudiantes o personas, ya mayores y no malos lectores, que lejos de percibir un abuso o una aprovechamiento literario ilegítimo me dicen: “Perdón, ¿quién? ¿Quién es Leonardo Sciascia?”
Veo entonces que es inútil mi cautela o mi prevención. Desde mi solipisismo intelectual, cancelo el nombre de Sciascia y mucha gente ni siquiera sabe quién es.
El caso es que a Leonardo Sciascia le encantaba el arte de la cita. Ricciarda Ricorda, maestra de literatura italiana moderna y contemporánea en la Università degli Studi di Venezia, ha escrito incluso un ensayo sobre “Sciascia ovvero la retorica della citazione”: la retórica de la cita. Y es que un texto con una cita añadida se vuelve otro decir. En algo aumenta la producción de sentido. Y no es fácil acertar con una buena cita, una cita que embone bien con la idea apenas esbozada en otro párrafo y venga, de rebote, a enriquecerlo. Por eso es un arte. No cualquiera sabe hacerlo. Sciascia decía que a él le hubiera gustado escribir un libro de puras citas.
A mí siempre me gustó el epígrafe de Saint-Just que Arthur Koestler antepone a su novela El cero y el infinito: “Nadie puede gobernar sin culpa.”
En Los detectives salvajes, Roberto Bolaño coloca estas líneas de Malcolm Lowry. “¿Quiere usted la salvación de México? ¿Quiere que Cristo sea nuestro rey? No.”
El epígrafe es un guiño al lector. Permite redondear el tema de la novela o justificar de dónde viene su título. Juan Marsé, por ejemplo, en Si te dicen que caí indica que su frase titular proviene del Himno de la Falange: “Si te dicen que caí, me fui al puesto que tengo allí.”
En julio de este año apareció un libro que hice sobre Juan Rulfo: La ficción de la memoria (Ed. Era-UNAM). Esta antología de la crítica sobre Rulfo quiere justificar su título con el siguiente epígrafe:
“Por lo que la memoria es lo mismo que la fantasía[…] Y adquiere estas tres diferencias: que es memoria, cuando recuerda la cosas; fantasía, cuando las altera y transforma; ingenio, cuando les da forma y pone en sazón y en orden.” Pero por alguna razón no incluí la frase que remata la idea: “Por estas razones, los poetas teólogos llamaron a la Memoria la madre de las musas.”
El autor del párrafo es Giambattista Vico, y lo escribió en su Ciencia nueva, libro que el filósofo napolitano escribió por lo menos tres veces y de la que por lo tanto hay tres versiones: de 1725, de 1730 y de 1744. Hay una edición del Fondo de Cultura Económica, en su Colección Popular, muy distinta en su capitulado a la que publicó la editorial Tecnos de Madrid en 1995, en traducción de Rocío de la Villa. En esta última es donde se encuentra mi epígrafe.
Me interesaba abonar en lo posible la idea (nada nueva, por lo demás) principal del libro: una reflexión acerca del papel que juega la memoria en el proceso de la creación literaria. Porque la memoria siempre deforma el pasado y lo reinventa y, además, es una actividad de la mente que no puede disociarse de un contexto emocional personal. Inevitablemente.
Pero la verdad es que yo me enteré de estas observaciones filosóficas de Vico no por haberlas conocido mediante la lectura directa de su obra, que después sí leí. La primera vez que me topé con el párrafo de marras fue en la página 91 de Memory & Narrative (the weave of life-writing), de James Olney, publicado en 1998 por The University of Chicago Press. Este especialista en el género de la autobiografía y en los equívocos de la memoria —no sólo en la literatura: también en la vida personal de cualquier ser humano— fue el que, digamos, “descubrió” la percepción que Vico tuvo hace 259 años y que yo retomé.
En un principio llegué preguntarme si era válido el procedimiento de tomar para mis fines la cita que otro escritor ya había hecho. ¿No habría sido un aprovechamiento indebido que engañaba al lector? Creo que no, después de pensarlo mucho. Así es como se trabaja en el taller de un escritor. La literatura también se hace de literatura y no hay por qué dejar sepultadas en las bibliotecas las ideas que se escribieron en el pasado. Al contrario: hay que revivirlas, exhumarlas, y ponerlas en conversación con nuestro tiempo. Mediante el arte de la cita.
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