La máquina de escribir

Sobrevive como una insignia tan antigua y romántica como la pluma fuente, distintiva de los miembros de un gremio al que no son ajenos los telegrafistas (también en proceso de extinción, como los escritores), las secretarias, los reporteros y los "evangelistas" de la plaza de Santo Domingo. Como la pluma de ganso o el canutero, la máquina de escribir suele asociarse con el placer y el trabajo que comporta el oficio de escritor.

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Friday, February 10, 2006

Piel de topo

Pensamiento en fuga, yo lo quería
escribir; en cambio
escribo que se me ha escapado.

-Pascal, Pensamientos


Si no fuera por los apuntes que vamos haciendo en una servilleta, un cuaderno o una libreta, las ideas se irían sin volver jamás. Porque, como escribía Pascal, hay pensamientos que se van y retornan pero también los hay que vienen y se van para nunca más volver. Por eso es prudente fijarlos en una libreta, tanto como el orden de las palabras en que se manifestaron.
A un escritor siciliano (Leonardo Sciascia) le gustaba comentar, de paseo por Roma, que siempre que pasaba frente a una papelería sentía lo mismo que un alcohólico frente a una cantina. No podía resistirse a entrar. Se metía sin pensarlo a comprar lápices, borradores, plumillas, tarjetitas de colores, tachuelas, y libretitas que realmente no necesitaba pero que le encantaban como objetos tangibles y también por su olor, y hasta un mono de madera para modelar:
“Empecé a escribir porque me gustaba escribir. Fue, en primer lugar, un amor hacia los instrumentos que se utilizan para escribir: el papel, la pluma, los lápices, la tinta. Aún hoy en día, cuando entro en una papelería, siento una especie de euforia que creo se parece a la de un bebedor en un bar. Era un amor tan sensual hacia aquellos instrumentos, que recuerdo incluso el sabor de la tinta que el bedel vertía en los tinteros clavados en los bancos. Tal vez me bebía la tinta… ¡Y qué cosa maravillosa era escribir! Ver una cosa, tener un pensamiento, y ponerla por escrito, plasmarlo con la escritura.”
Yo, en lo personal, cada vez que voy a Tijuana me compro diez o veinte de esas pequeñas libretas de bolsillo que —en dos antiguas máquinas italianas— desde los años 50 fabrica Industrial Papelera de Baja California, S.A. Son una reproducción en miniatura del famoso cuaderno negro con manchitas blancas tratado con un barniz especial que lo protege contra la humedad y el uso y que eran los mejores de la República porque, gracias a las zona libre, su estupendo papel se podía importar de Estados Unidos y no se usaba en el resto de México.
Las libretas son una salvaguarda de la memoria. Gabriel Ferrater, el poeta catalán, contaba que para las matemáticas se requiere de una extraordinaria memoria juvenil, muy temprana, muy precoz, y que cuando Carlos Federico Gauss (1777-1855), llamado el princeps mathematicorum, murió a los 75 años, se le encontró una libreta de cuando tenía 17 años y prácticamente todas sus ideas matemáticas ya estaban allí apuntadas.
Entre los escritores suele darse una suerte de fetichismo respecto a las libretas. La conocida con el nombre de Moleskine (piel de topo) era la favorita de los artistas e intelectuales europeos de los últimos dos siglos: de Van Gogh a Henri Matisse, de las vanguardias históricas a Ernest Hemingway. Muchos de lo sketches, apuntes, dibujos, ideas y emociones, que se preservaron en las libretas de esta marca se convirtieron después en imágenes famosas o en páginas enteras de libros leidísimos.
La tradición de la Moleskine fue retomada por el escritor viajero inglés Bruce Chatwin (autor de Los trazos de la canción y de La alternativa nómada) que tenía la costumbre de comprar sus libretas en París, en una papelería de la calle de l’Ancienne Comédie, donde siempre se aprovisionaba antes de emprender sus profundas caminatas, sus viajes a la Patagonia o a Australia.
En su mejor novela, o libro de viajes, o colección de aforismos, Los trazos de la canción, Chatwin incluye este párrafo:
“–Te molestaría que utilice mi libreta de apuntes? —inquirí.
—Haz lo que quieras.
Saqué de bolsillo una libreta negra, con tapas de hule, cuyas páginas estaban sujetas por una banda elástica.
—Linda libreta —dijo.
—Las conseguía en París —contesté—. Pero ya no se fabrican.”
Siguiendo un ritual —o una manía—, Chatwin numeraba con tinta negra cada una de las páginas de la libreta, ponía sus nombre y por lo menos dos direcciones y un mensaje en el que prometía una recompensa para quienquiera que regresara la libreta en caso de haberla perdido. Este mismo sistema fue el que le sugirió a su amigo el escritor chileno Luis Sepúlveda cuando le regaló una de las famosas libretitas para el viaje que iban a hacer juntos a la Patagonia.
Famosas y preciosas eran entonces las libretas porque ya no se encontraban. Y es que su antiguo fabricante, que tenía su negocio familiar en Tours, Francia, interrumpió su producción en 1986.
En otro pasaje de Los trazos de la canción, Bruce Chatwin (que murió en 1988 de una infección que pescó en China) dice que metió sus lápices en una jarra y depositó junto a ésta su cuchillo del ejército suizo. Desembaló algunos blocs para borradores y, con la pulcritud obsesiva que acompañaba el comienzo de sus proyectos, formó tres pilas perfectas con sus libretas de apuntes “parisinas”.
“En Francia, a estas libretas se les conoce por el nombre de carnets moleskines, con la salvedad de que el moleskine, en este caso, es la encuadernación de hule negro. Cada vez que iba a París, me reaprovisionaba en una papaterie de la rue de l’Ancienne Comédie. Las páginas estaban cuadriculadas y las guardas estaban sujetas por una banda elástica. Las numeraba por series. En la primera página escribía mi nombre y dirección, y ofrecía una recompensa para quien las hallara.”
“La vrai moleskine n’est plus” decía el lapidario anuncio de la dueña de la papelería a la que se dirigió Chatwin para comprar cien libretas antes de irse a Australia. Compró todas las Moleskine que pudo encontrar, pero no le bastaron.
Sin embargo, las Moleskine han vuelto al mercado. Ya se pueden conseguir, fabricadas por una empresa italiana (www.modoemodo.com) y están siendo solicitadas por incluso los escritores menos maniáticos. La Moleskine ha vuelto a los bolsillos de los viajeros que la consideran mucho mejor que una computadora portátil. Sus páginas en blanco están listas para recoger innumerables impresiones, frases, ideas, croquis, dibujos, cuentas, teléfonos, direcciones.
“Extraviar el pasaporte era la menor de mis preocupaciones: extraviar una libreta de apuntes hubiera sido una catástrofe.”

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