La máquina de escribir

Sobrevive como una insignia tan antigua y romántica como la pluma fuente, distintiva de los miembros de un gremio al que no son ajenos los telegrafistas (también en proceso de extinción, como los escritores), las secretarias, los reporteros y los "evangelistas" de la plaza de Santo Domingo. Como la pluma de ganso o el canutero, la máquina de escribir suele asociarse con el placer y el trabajo que comporta el oficio de escritor.

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Sunday, April 02, 2006

La edad de la razón

A lo largo de su vida, pero sobre todo a una edad muy temprana y mientras aventura sus primeras letras, el escritor va teniendo sucesivos enamoramientos literarios. Al identificase con un autor y sentir que lo que ese autor escribe lo pudo haber escrito él, se da a la placentera, obsesiva tarea de conocer todos sus libros. No habla de otra cosa. Sus amigos le piden que cambie de tema.
—Cambia de tocata —le dicen.
En mi caso personal (y no me resulta nada cómodo hablar en primera persona) mi otro yo de los 18 años en Hermosillo, poco antes de terminar la preparatoria, llegó a tener esa fijación en un autor fascinante: Jean-Paul Sartre.
No estaba solo, me doy cuenta ahora que se celebran cien años de su nacimiento (nació en París en 1905). Mario Vargas Llosa y Rafael Conte han reconocido que ningún otro intelectual de su tiempo tuvo mayor autoridad entre los novelistas y críticos de su generación (y de la mía). De hecho, el primer texto que publiqué en mi vida en una revista literaria fue un “ensayo” sobre “Jean-Paul Sartre y Gabriel Marcel”, en el que trataba de tender algunos paralelismos entre el existencialismo de Sartre y el del filósofo católico. No recuerdo exactamente a qué me refería. De lo que sí me acuerdo es de que mi madre, una vez que viajaba en un autobús Norte de Sonora de Tijuana a Navojoa, se encontró abandonado en un asiento un ejemplar de la revista Impulso (que hacían en Hermosillo unos compañeros míos de la prepa) en la que aparecía mi escrito.
“No sabía que te daba por escribir”, me dijo en una carta.
Más tarde fui teniendo otros enamoramientos literarios que, la verdad, no han sido tantos a lo largo de mi vida. Me interesé, al grado de ponerme a estudiar italiano y planear mi primer viaje a Italia, en los cuentos de Cesare Pavese y me puse a imitarlo y a compararlo con Juan García Ponce. Años después me encantó el personaje que de su propia vida había hecho Francis Scott Fitzgerald. Leí y releí El gran Gatsby, Tierna es la noche, Hermosos y malditos, El último magnate. Y me conmovió mucho conocer la casa de su infancia en Saint Paul, Minnesotta, una mansión de tres pisos cubierta de nieve. Sin embargo, el único otro enamoramiento que tuve después, sólo comparable al que tuve con Sartre, fue el que se concretó en la figura de Leonardo Sciascia. Di el sciasciazo: leí prácticamente todos sus libros que fui comprando en la Librería Italiana (que acaba de quebrar) en la plaza Río de Janeiro. Llegué a escribir más de cien páginas sobre sus libros, traduje una de sus comedias, y de plano en 1985 me fui a conocerlo en Sicilia. Y a mi regreso escribí La memoria de Sciascia. Pero ésa es otra historia.
Pienso en Jean-Paul Sartre porque siempre he sentido que uno de sus libros, La náusea, me cambió la vida. Vivía yo atormentado porque estaba dejando de creer en Dios y Sartre me hizo sentir, entonces, que no había por qué angustiarse tanto, que la “existencia” era mucho más compleja y que poco a poco, tras la vida realmente vivida, las cosas empezarían a tomar su justa dimensión. La náusea (de 1938) es una novela escrita en un tono depresivo que se avenía muy bien con mi estado de ánimo (de hecho, Sartre la iba a titular “La melancolía”, pero su editor lo hizo cambiar de idea) y me identifiqué plenamente con el narrador. También es cierto, por otra parte, que en esos años se hablaba mucho del existencialismo, de los artistas que circulaban por el barrio de Saint Germain de Prés, como Boris Bian, Albert Camus, el filósofo Merlau Ponty, y cantantes como Juliette Grecó, en los años posteriores al final de la guerra. Veíamos, hacia 1960, muchas películas francesas en el cineclub del IFAL, aquí en México, en la colonia Cuauhtémoc, y muchos de los que íbamos a El Perro Andaluz y El Tirol, en la que después –por una ocurrencia de Pepe Estrada o de Nacho Vallarta— se empezó a llamar la Zona Rosa (porque parecía pero no llegaba a ser roja), empezamos a dejar de usar camiseta debajo de la camisa porque así se veía que no la usaban los personajes de Godard cuando se desnudaban para hacer el amor.
Por ese entonces recuerdo muy bien que me leí La edad de la razón —la primera novela de una trilogía: Los caminos de la libertad, de Sartre—, en una sentada de 48 horas de San Juan de Letrán a la calle Segunda de Tijuana en un camión de la línea Tres Estrellas de Oro. Nunca entendí muy bien a qué se refería Sartre con eso de “la edad de la razón”. Tal vez a un momento entre la infancia y la juventud, tal vez al siglo de los enciclopedistas como Voltaire y Diderot, o a lo mejor al momento en que —­como el de la “línea de sombra” de Conrad— en que al cumplir los siete años se entra en la primaria, o se deja de ser joven y se transita de la juventud a la vida adulta, por no decir a la vejez. Nunca lo supe con certeza. El caso es que Mateo, el personaje de la novela —que gira en torno a la libertad y al mismo tiempo al deseo de aplazarla porque se desconoce qué es lo que le puede conferir sentido a la vida— se repetía bostezando:
“Es cierto, es cierto después de todo: tengo la edad de la razón.” La edad en la que uno se da cuenta. La edad en la que uno se va haciendo a la idea de que —como decía el poeta— envejecer, morir, es el único argumento de la obra.

3 Comments:

Blogger Unknown said...

¿Cómo fue que conoció a Nacho Vallarta?

12:37 PM  
Blogger Federico Campbell said...

En la Zona Rosa. En El Perro Andaluz, con Pepe Estrada, Rafael Alcérreca, Juan Ibáñez et al.

4:42 PM  
Blogger Unknown said...

Nacho Vallarta fue mi tío. Desafortunadamente se fue muy pronto y la distancia de edades impidió que pudiera tener una charla adulta con él. Lamento que no haya podido construir una vida, a pesar de todo el potencial que tenía en base a su ingenio, su cultura y su don de gentes. Es bueno saber que alguien lo conoció en una etapa luminosa de su vida.

6:22 PM  

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