La máquina de escribir

Sobrevive como una insignia tan antigua y romántica como la pluma fuente, distintiva de los miembros de un gremio al que no son ajenos los telegrafistas (también en proceso de extinción, como los escritores), las secretarias, los reporteros y los "evangelistas" de la plaza de Santo Domingo. Como la pluma de ganso o el canutero, la máquina de escribir suele asociarse con el placer y el trabajo que comporta el oficio de escritor.

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Wednesday, March 02, 2011

La máquina de escribir

En mis más tiernos y vulnerables años
mi padre me dio un consejo que desde
entonces no ha dejado de darme
vueltas por la cabeza:
“Cuando sientas deseos de criticar
a alguien —me dijo—, recuerda que
no todo el mundo ha tenido las
ventajas que tú tuviste.”

—F. Scott Fitzgerald, El gran Gatsby





“Whenever you feel like criticizing any one”,
he told me, “just rememeber that all the people
in this world haven’t had the advantages
that you’ve had.”


























QWERTY

Así como el libro ya no es lo que fue en el pasado (rollos de papiro o de cuero, planchas talladas en bronce, letras grabadas en piedra) y ahora empieza a ser también una pantalla con texto, de ese mismo modo evolutivo la máquina de escribir ha ido desapareciendo para ceder su lugar a la computadora y al procesador de palabras. Sin embargo, como la pluma de ganso o el canutero, la máquina de escribir suele asociarse con el placer y el trabajo que comporta el oficio de escritor, al menos de manera emblemática.
Inventada por Christopher Latham Sholes, de Milwaukee, la máquina para escribir no mereció mucha atención en un primer momento, pero hacia 1873 el ingeniero industrial Philo Remington (1816-1889) —luego de fabricar fusiles y pistolas que ya no se vendían tanto porque había terminado la guerra civil en Estados Unidos— adquirió los derechos de la patente, rediseñó el aparato, y lo lanzó al mercado con gran éxito de ventas. A Latham Sholes se debe también la invención del teclado Qwerty, que se perpetúa en las computadoras.
La máquina de escribir sobrevive, pues, como una insignia tan antigua y romántica como la pluma fuente, distintiva de los miembros de un gremio al que no son ajenos los telegrafistas (también en proceso de extinción, como los escritores), las secretarias, los reporteros y los “evangelistas” de la Plaza de Santo Domingo que le redactan a uno sus cartas de amor.
Por eso mismo, en 1977, un grupo de escritores decidimos darle ese nombre, La Máquina de Escribir, a una pequeña colección editorial de libros marginales (fuera de comercio) y, también, porque pensábamos en las “máquinas deseantes” de las que hablaba Gilles Deleuze en El Antiedipo, o en el escritor como una máquina productora de fantasías o de locuras: juegos verbales que buscan nuevos significados y matices para entrever zonas de la realidad que antes no habíamos percibido.
A lo largo de los años me veo dándole vuelta a las mismas obsesiones y tomo nota de no pocos errores o “ideas” que, de un tiempo a otro, se evaporan en la contradicción. Como la de escribir, la máquina de la memoria sólo refrenda el carácter cambiante y perecedero de nuestra subjetividad.



Sé muy bien que no soy más que
una máquina de hacer libros.
—Chateaubriand

[Citado por J-P. Sartre
en Las palabras.]

Una vez me preguntaron cuál era la imagen que mejor recordaba. El juego consistía en no pensar las respuestas: piensa rápido, me decían. Entonces yo contesté: la imagen de una avioneta que se cayó en la mesa de Otay y que yo veía desde mi casa, en la colonia Revolución, cerca del toreo, por la escuela El Pensador Mexicano. Esa imagen de una de las colinas de Tijuana me impresionó mucho: la avioneta que se había caído sobre la falda, cuando el cerro aún estaba despoblado. No podría precisar cuál sería la experiencia más significativa de mis primeros años porque no tiendo a localizarla en un solo momento sino que toda mi infancia fue una experiencia en cierto modo de zozobra y desolación y, al mismo tiempo, de alegrías: en mi familia, particularmente con mi padre, la relación fue muy triste y muy tierna. Todo estuvo un poco empañado por su soledad; pero diría que la menor parte fue negativa, corresponde al tiempo de mi adolescencia, de los doce, trece, a los catorce años. Lo que ocurre es que al final todo lo veo con saldo positivo, porque mientras uno está vivo todo es ganancia, todo tiene un efecto bueno en uno, hasta diría que no hay traumas “negativos” (como querría el pleonasmo), hay “experiencias cumbres”, como las llamaba un beisbolista sonorense. En Transpeninsular escribí que en español contamos con un vocablo para nombrar un hecho negativo en nuestra vida afectiva: trauma, pero carecemos de una palabra para identificar una reminiscencia amable y placentera: una experiencia memorable, importante, como pudo haber sido mi errancia feliz por Italia a los veinte años y que muchos años después, a los cuarenta y seis, me llevó de regreso a Sicilia en busca del escritor perdido para conocerlo y hacer un libro sobre su obra. Hay una infancia, pues, en mi caso, marcada por la incertidumbre y mi impotencia frente a la infelicidad de mi padre. El sufrimiento no es como el dolor físico: es una enfermedad del alma. Nunca me consolé del todo por el hecho de que nunca dejó de ser infeliz: fue un hombre que nunca estuvo bien en su piel, un hombre de ruptura, con el telégrafo, con su esposa, con su familia (pero no con su hijo). Había en él, en su humildad y en su prudencia, una versión extraña del señorío. Tengo, pues, ese lado melodramático, sentimental y un poco impúdico (si se saca de su justo contexto), en relación con alguien que estaba desprestigiado en todo el mundo femenino de mis tías, hermanas y madre y que, sin embargo, en la complicidad con su hijo tenía algunos momentos de ternura, y para el hijo esa relación de furtivo cariño resultó muy buena desde el punto de vista de su fe en la vida y en el mundo. Fue la que me dio seguridad, fue un pequeño cable a tierra que me permitió no perderme, no volverme loco en ese universo femenino al que se me había arrojado sin paracaídas. La clave Morse intenta recoger estas impresiones. De principio a fin se trata de un telegrafista, en la primera página ya se habla del telégrafo. La escena culminante corresponde al momento en que una de mis hermanas, a los trece años, se entera accidentalmente de su muerte y entonces corre y corre y se encuentra con que la casa está completamente vacía, pero esta casa de madera empieza a resonar y mi hermana tiene una alucinación auditiva: escucha el sonido in crescendo de la clave Morse. Un mensaje del más allá.
Una vez tuve la sospecha de que no he sido nada más que un telegrafista toda mi vida, un intermediario (o un transmisor, como dice Arreola que es el escritor), porque efectivamente la redacción de un periódico se parecía mucho a lo que era antes una oficina de telégrafos: mesas y sillas con máquinas de escribir, escritorios de fierro, pilas de papeles por todos lados, ceniceros repletos. Estas oficinas, tanto las de los periódicos como las de los telegrafistas, eran antes muy ruidosas, entrabas y era el grillerío, una chicharrería a la que te acostumbrabas sin darte cuenta. Después, cuando todavía estaba mi padre en el telégrafo, se empezó a relegar el aparatito Morse. Las comunicaciones llegaban por teletipo, en una cinta que él pegaba y era el telegrama mismo. Ahora estamos en un momento en que ya casi no se usa el telégrafo, o telefoneas o mandas un mail, mientras que en las redacciones impera el silencio fúnebre de las computadoras.
No había pensado en ellos juntos: en mi madre y mi padre, pero ciertamente a mi madre no la disocio de la escritura. Por ahí tengo una foto en la que está en un pizarrón escribiendo con un gis la A, la primera letra del alfabeto, la A que es el principio de todo, la primera clase que se da en la primaria, lo primero que aprendes el primer día de clases de tu vida. Era maestra de escuela desde los quince años, en Navojoa, porque no tenían nada más qué estudiar las niñas después de la secundaria y como hacían falta maestros en el sistema educativo nacional, federal o estatal, los niños o las niñas salidas de la secundaria se improvisaban como profesores de primaria a esa edad; ella empezó a trabajar como profesora en una escuela de Etchojoa y luego en la Talamantes de Navojoa. En el año de 1938 se casó con mi padre que era un telegrafista recién llegado de Magdalena, en 1939 nació mi hermana Sarina y se trasladaron en 1940 a Tijuana porque allá estaban los hermanos (herreros, plomeros y vaqueros) y la madre de mi padre, mi abuela Sara. Yo nací en 1941 y Silvia en el 1944. Ésa es más o menos la trama familiar como dicen los biógrafos, una novela que necesitas contar para ser; sólo contando tu historia empiezas a saber quién eres, es lo que te da identidad, te hace saber quién eres para ti y para los demás. De la memoria emerge la literatura que tiene una función integradora: junta y distorsiona para bien o para mal los fragmentos dispersos de tu pasado. Hay una creencia literaria —lo dice Oliver Sacks— de que escribir es eso: que por eso la gente tiene necesidad de contar sus historias, porque es lo que le da identidad: contar para ser. Me gusta mucho esa teoría. Por otra parte mi papá hacía también un trabajo de escritura, claro que en un estilo necesariamente telegráfico, puesto que era telegrafista; tenía que ser breve porque las palabras costaban dinero al emisor del mensaje, pero era un hombre de máquina de escribir, lo cual para un niño ya es muy impresionante, el tipo escribía en una máquina, no con pluma. Por otra parte, confeccionaba algunos poemas que de pronto le leía a mi madre en las horas menos oportunas, a las tres o cuatro de la mañana. Era un anticlímax, todo mundo se enojaba con él porque nos impedía el sueño; y no hay mayor tortura que no dejarte dormir. Escribió algunos cuentos que publicó en la revista del telegrafista el 14 de febrero de 1954, “De mi barrio y de mi pueblo”. Habla de un hombre que en la estación de ferrocarril de Navojoa se ponía a ver a las muchachas con un tubo de carrizo:
“Sucedió en 1926. Era yo entonces un jovenzuelo de esos comunes y corrientes, como hay tantos que aún surcan la vieja costra de este globo terráqueo; mas mi espíritu y mi mente lograron captar, cual en una placa fotográfica, impresiones indelebles que, a través del tiempo, perduran dulcemente en el fondo del recuerdo y a veces nos traen amarguras que conmueven, o bien nos reducen al silencio, silencio que también suele ser una expresión máxima del alma suspendida en el columpio de un arcano insondable... o de la muerte.”
¿En qué tramo del camino se me ocurrió que podría ser escritor? Cuando yo estaba en la preparatoria de Hermosillo, entre 1957 y 1959, me dio por participar en concursos de oratoria, incluso descuidaba mucho mis clases por andar escribiendo y rescribiendo el discurso que tenía que memorizar. lo escribía y lo redactaba, lo corregía y luego lo pasaba en limpio, o de pronto leía un libro de José Vasconcelos y había una frase por ahí y yo la incorporaba. Cuando llegaba la fecha yo ya me sabía el discurso de memoria; era un texto que yo había escrito y rescrito muchas veces. Sólo muchos años después tomé conciencia de que estaba entonces en las labores de un escritor sin saberlo, en un taller literario, porque escribía un texto y lo rescribía, estaba en la reelaboración de la escritura que es como trabaja un escritor de oficio; escribe varias veces sus textos porque sabe que el texto siempre gana cuando lo rescribes, incluso si está en limpio y lo pasas otra vez vuelve a ganar, le añades matices diferentes, de pronto escoges mejor una palabra; un texto siempre gana, en cualquier hipótesis, lo vuelves a escribir, le quitas cosas que no eran necesarias, lo podas. Porque la escritura es un proceso, tiene una dinámica que en su concentración sostenida se depura y afina con los meses de trabajo. En México ya, en 1962 o 1963, empecé a asistir al taller literario de Juan José Arreola en su departamento de Río de la Plata, en la colonia Cuauhtémoc. Arreola empezó los talleres como tantas otras cosas buenas y maravillosas; así como inventó La Casa del Lago, los torneos de ajedrez, las conferencias, la impresión de libros de literatura. Hacia el año de 1964 empecé en su taller y coincidí con un grupo en el que estaban José Agustín y José Carlos Becerra, Jorge Arturo Ojeda, Elsa Cross, Alejandro Aura. Hicimos la revista Mester, que quiere decir oficio, por eso en Periodismo escrito hablo del mester de periodista. En esos años un amigo mío, Fernando Macotela, tomó la libreta que yo llevaba como un diario, y cuando la leyó me dijo que ahí había un cuento; entonces copió de la libreta esas páginas en una Olivetti Studio 25, y me dijo: “Fíjate que aquí arriba de la casa vive un señor que hace una revista literaria, Cuadernos del viento.” El que vivía arriba era Huberto Batis y su esposa Estela, y a dos o tres cuadras de ahí vivía Carlos Valdés y entre los dos dirigían esa revista literaria muy abierta a casi cualquier cosa que escribiera un joven escritor. Era una actitud muy sabia la de Huberto como editor; es difícil explicarlo porque parece que estoy describiendo a un editor irresponsable y descuidado que publicaba todo lo que le trajeran, pero la verdad es que en Huberto había una actitud muy ecuánime y muy afectuosa y ahora la valoro más que nunca; no juzgaba el texto, tú le llevabas un cuento y te lo publicaba casi sin verlo, no sé con qué tipo de intuición, como que con verte o ver el texto por encima lo publicaba, había como una gran humildad literaria, diciendo: yo no juzgo esto, si este muchacho me lo trae es que tiene un valor y aquí está un escritor en ciernes. Huberto fue un gran animador de la vida literaria juvenil de los años sesenta. Luego con los años me siguió publicando y el hecho de estar conectado con una revista literaria ya me fue metiendo a mí en la cabeza al personaje que yo quería interpretar en este mundo. Me puse ese disfraz, como dice Pirandello que le sucede a uno en esta vida: uno lo escoge y se pone a representarlo. El peligro es cuando en el fondo no eres escritor. Hay casos de personas que nunca lo han sido ni saben escribir muy bien y la gente se pregunta: ¿cómo se gastó este hombre una vida de cuarenta años haciendo un papel que no le correspondía? Pero como decía alguien, para ser escritor hay que empezar por fingir serlo, empiezas imitando, no sabes después si el personaje te hace a ti o tú haces al personaje.




Me fui yendo hacia el sur, de Tijuana a Hermosillo, de Hermosillo a México. Me impresionó más llegar a Hermosillo que a México más tarde, cuando mi madre me dejó en la estación de los ferrocarriles en Mexicali la noche anterior y me abrió —lo supe muchos años después— la jaula de la familia. Allí tomé el tren hasta Benjamín Hill, luego seguí en un autobús de Transportes Norte de Sonora y recuerdo que me desconcertó mucho la llegada a Hermosillo; iba muy emocionado, como sólo se emociona uno de joven: era una ciudad que parecía deshabitada, o más bien desahuciada, evacuada, como las ciudades que van a ser bombardeadas. Pero es que eran como las tres de la tarde y por supuesto toda Hermosillo estaba dormida, en pleno agosto, despatarrada. Una ciudad vacía, no había carros ni nadie en las calles, y me dije: ¿y dónde está la gente? Estaba en la siesta. Es tanto el calor que la gente después de comer se recluye un poco, no sale a las calles porque son un infierno. Y allí estuve dos años en Hermosillo porque yo planteé, en mi casa, que la preparatoria de Tijuana no era buena y no tenía una planta de maestros profesionales sino de abogados, porque los abogados creen que lo saben todo y aparte no cobraban porque era un modo de contribuir a la comunidad, pero también era una manera de no sentir ninguna obligación y faltaban mucho. Era la primera preparatoria que se hizo en Tijuana, en la zona de Aguacaliente, la Poli, de la cual salieron bien preparados algunos compañeros míos que se quedaron aquí, pero el caso es que yo pretexté que la prepa de Tijuana no servía porque en el fondo lo que yo quería era huir de Tijuana: tenía miedo de andar en las calles solo, creía que me iban a golpear los pachucos.
Había uno muy famoso al que le decían el Memín y yo tenía miedo de que me madreara en el cine Bujazán. Creo que empecé a cultivar una especie de paranoia, me aterrorizaba la mera idea de salir a veces a una cuadra de mi casa, o de ir al cine solo un domingo, venirme en un camión por el boulevard Aguacaliente y bajarme en la calle Séptima, Sexta o Quinta para pasar a la avenida donde estaba el cine Bujazán; era como atravesar una zona de guerra en territorio enemigo, de pronto salían los pachucos y me podrían pasar báscula, robarme la chamarra o el cinto o bajarme la peseta que traía. No sé por qué no conseguía hacerme de amigos para ir al cine, era muy incapaz de relacionarme, de integrarme a una pandilla. Total que no lograba conseguir un amigo con el cual ir al cine, siempre andaba solo, aterrorizado, y me escondía, porque además yo sabía que estando en el cine viendo la película de pronto te llegaban dos batos por atrás y dos a los lados y te ponían una navaja y te decían pásate la feria, lo que traigas, muy abusivos; un chamaco ¿cuánto podría traer: uno o dos dólares en la bolsa? Eso a mí me aterrorizaba, me moría del miedo.
Una vez me encontré a Jaime Escamilla cuyo papá tenía un negocio de fotografía en la calle Segunda y me mostró una foto de la Universidad de Sonora donde él está haciendo un salto triple, porque era atleta, me dijo es que yo estoy estudiando en Hermosillo. Me empezó a hablar de la Universidad de Sonora, yo no sabía ni que existía, fui a mi casa con el rollo de que la prepa de Tijuana no servía y de que en Hermosillo había una universidad muy chingona. Hay aquí una cosa que siempre debo agradecerle a mi madre. Ella tuvo una intuición, yo creo que no registró ella la importancia que tuvo, y me dijo: órale, vete a Hermosillo. Muchos años después comprendí que lo que estaba haciendo era sacarme de Tijuana; fue un acto objetivamente muy amoroso, por mi bien. Llegué pues a Hermosillo esa tarde de agosto en que no había un alma en las calles y me tocó vivir en un lugar peculiar, en lo que eran las afueras de Hermosillo y donde había habido un aeropuerto. Yo llegué allí con la mamá de una vecina de Tijuana, Candelaria (igualita a María Victoria). Resulta que la señora, muy humilde, con su señor, vivía en un aeropuerto abandonado, en la torre de control. Allí dormí unas noches y me alimentaron sin tener ninguna obligación ni muchos recursos, allá en las afueras de Hermosillo. Yo caminaba todas las tardes. Unas pipas motorizadas iban regando las calles por el calor, refrescándolas, y por allí, por la calle Garmendia, me iba a un cine al aire libre en el centro. Me inscribí en la preparatoria, empezaron las clases, pasé dos de los años más felices de mi vida en la prepa, me enteré de que yo era Federico Campbell, empecé a tener como una conciencia de mí más clara, porque los otros me nombraban. Tuve mucha apreciación de mí mismo porque los demás me consideraban, me preguntaban cuál era mi opinión, qué piensas, cómo la ves. Algunos compañeros de pronto se callaban para que yo hablara.


La primera vez que escribí un artículo en mi vida, a los diecinueve años, fue para una revista que se llamaba Impulso! en Hermosillo y que copiaba mucho el logotipo de Siempre!, con el signo de admiración al final y en tipo Bodoni. Publiqué ahí un ensayo sobre el exitencialismo de Jean-Paul Sartre y el existencialismo católico de Gabriel Marcel, porque Sartre era como mi Sciascia de entonces, fue mi primer enamoramiento literario.
Me leí La edad de la razón completa en un viaje de México a Tijuana en un autobús Tres Estrellas de Oro. De una sentada de cuarenta y ocho horas. Ese viaje lo he hecho más de cincuenta veces, por carretera. Luego sucedió que una vez mi mamá se encontró esa revista en un autobús Norte de Sonora y se enteró de que a mí me daba por escribir. Más tarde me interesé mucho por F. Scott Fitzgerald y Cesare Pavese. No hablaba de otra cosa. Y luego, claro, ya cuarentón, di el sciasciazo: me fui hasta Sicilia para conocer al profesor de Racalmuto. Y todo lo que me ha sucedido después, a partir de Sciascia, han sido cosas buenas y felices. Me dejó encargado con sus amigos sicilianos de Milán (Ferdinando Scianna, Matteo Collura, Franco Sciardelli).
Mi primer enamoramiento literario —como fanático, no hablaba de otra cosa, como me pasó cuando di el sciasciazo— fue Sartre. Me lo sabía de memoria: La náusea, La edad de la razón, Las moscas, El muro, A puerta cerrada. Yo creo que ahí hubo un proceso de identificación, de un querer ser escritor como Albert Camus o Sartre, Sartre firmando libros en el café de Flore de la rive gauche, o Camus con su gabardina Burberry de Humphrey Bogart y yo ya me imaginaba en París. Por eso a los veinte años ya estaba en Europa porque desde muy jovencito me entró la loquera de que un escritor si no iba a París no podía serlo. Andaba yo con la marca de la generación perdida de los años veinte, como Hemingway, que hicieron su París, y Scott Fitzgerald, Dos Passos. Si no andabas en París escribiendo en los cafés entonces no eras escritor. ¿Quién siguió a Sartre? Scott Fitzgerald, Pavese, no son muchos, son contados, me sobran dedos de una mano: Pavese, Fitzgerald, Cortázar, Borges, y ya cuarentón, Sciascia.
Como decía, me vine a estudiar leyes a México en 1960 y ya en el 62 estaba yo en Filadelfia y en Nueva York tomando un barco que se llamaba Aurelia en el que me fui hasta El Havre. Me pasé el año 62 en Europa, pospuse mi duda vocacional, no quería estudiar leyes. Ese año, como Vivian Leigh en Lo que el viento se llevó, me dije: no me voy a preocupar de eso hoy, me voy a preocupar de eso mañana. Mi problema vocacional ya lo resolveré, este año me voy a Europa como todo escritor debe hacerlo.
Me acerqué a los cuáqueros del American Friends Service Committee que nos ayudaban en Hermosillo. Como yo estaba en una casa de estudiantes pobres recibíamos ayudas de diferentes organizaciones. Había un cuáquero de Tucson que se llamaba Pat Jenks, viejo él, cuáquero de toda la vida; nos daba cobijas, comida, dinero, su organización ayudaba mucho a la Casa del Estudiante. A veces nos pedían que fuéramos a algún pueblo del sur del país a servir de intérpretes a grupos de jóvenes norteamericanos que pasaban el verano en México y yo me apunté en julio de 1959, recién terminada la prepa. Llegué al DF y a dormir a la Casa de los Amigos (es decir, de los cuáqueros), en Ignacio Mariscal 132 (donde estaba el estudio de José Clemente Orozco). Al día siguiente (todavía no conocía ni el monumento a la Revolución; la ilusión de todo niño mexicano era conocer la capital y yo quería estudiar allí, en cuanto saliera de la prepa) nos fuimos en un pick-up por la carretera de Cuernavaca, primero a Camomila, en Tepoztlán. Y luego pasamos a uno de los campamentos que tenían los cuáqueros en Zacualpan de Amilpas, Morelos, donde pasé julio y agosto de 1959. Yo era el intérprete de inglés y español, pero más bien un intérprete entre las costumbres gringas y las mexicanas. Era un grupo de jóvenes gringos de dieciocho, diecinueve, veinte años, once mujeres, doce hombres. Tuve ahí un enamoramiento muy fuerte con una chava que se llamaba Priscilla Montgomery, de Filadelfia; era mayor que yo, tenía 25 años, estaba yo apasionadamente enamorado de esta gringa y ella de mí. Fue un idilio absoluto. Entonces, cuando vine a estudiar a México, en enero de 1960, yo mantuve mi relación con los cuáqueros yendo cada sábado a la Casa de los Amigos, a las reuniones que había los sábados en la tarde; teníamos una especie de grupo, bailábamos música folclórica, esas danzas de cowboys que bailan en Texas, country, pero yo lo estaba haciendo por interés, porque yo sabía que de vez en cuando los cuáqueros se llevaban a un mexicano, en el verano, a un campamento en Europa. Creo que Gerardo Cornejo ya había ido.
Mi pasión era París. Para mí la importancia de estar en este planeta, en la única oportunidad que es una vida, era conocer Europa. Primero, en 1962, me fui a Nueva York en autobús, luego a Filadelfia, estuvimos en un campamento allí en Pendel Hill preparándonos para los campamentos de Europa y luego en el Aurelia salimos de Nueva York. Nuestro grupo era como de unos veinte, gringas y gringos; hicimos once días en el Aurelia, originalmente construido por los alemanes en 1917, un barco que navegaba ahora con bandera italiana y era sensacional el viaje porque iba cambiando el horario. La comida era muy buena. El vino nos mareaba de una manera muy bonita. Nos mecía. Después de comer nos íbamos con todas las chavas a la popa a cantar y a platicar, pero como el barco se balanceaba te removía la digestión. Era el placer de la embriaguez muy leve, además era un cachondeo interminable, andarte besando con las gringas, era una maravilla, a veces nos metíamos a las literas. Pero era una constante cachondería día y noche, a todo momento. Llegué a París finalmente, tuve mucho miedo en la noche (siempre he sido un paranoico nocturno), pero en París había la onda de la OAS (la organización del Ejército Secreto) que se oponía a la liberación de Argelia y a De Gaulle. Ponían bombas y ametrallaban cafés, tú estabas sentado en un café, entonces te rociaban de balas o te echaban una granada en los bares a donde iban los franceses argelinos y luego se vengaban los árabes y ponían una bomba en un café del bulevar Montparnasse. Estábamos en algún barrio de las afueras de París, en una casa de estudiantes también conectada con los cuáqueros, y mientras nos íbamos a Suiza, al primer campamento, estuvimos como una o dos noches allí, yo fascinado por conocer París en julio. Hablaba mucho francés, ya lo había estudiado en el IFAL. Luego nos fuimos a Suiza; estuve en un campamento dos semanas, por el cantón de Bergün, la zona cerca de Davos que Thomas Mann describe en La montaña mágica. De esa experiencia hice un cuento que se llama "Ottavia", porque había una chavita allí que se llamaba así y tuve yo un enamoramiento súbito, de una noche a la mañana siguiente, porque nos amanecimos durmiendo un poco en unas carpas, pero también subiendo las montañas y bajándolas nos dio el día, hacía frío a pesar de que era verano. Luego me fui a Italia. En Sicilia viajé con Emilia desde Siracusa hasta Taormina, Paestum, Nápoles, Roma, Arezzo y Florencia, y allí nos separamos, en la misma estación del tren de La ragazza con la valiglia, la película de Valerio Zurlini en la que se despiden Claudia Cardinale y Jacques Perrin. Después de ese viaje me fui a Yugoslavia, Berlín y Suecia, donde estuve limpiando unos jardines y pizcando manzanas para ganarme unos dólares que la mamá de unos amigos (los que conocí en Calabria) me pagaba. Regresé a París como en octubre del 62; tenía mi boleto de regreso en Islandic Airlines, que era la más barata entonces, volaba de Luxemburgo a Nueva York. Estaba a punto de venderlo, me quería quedar en Europa y no tenía un centavo, ya empezaba a batallar mucho para comer, y un día que va llegando un telegrama de mi madre, que no me había escrito en todo el año mientras estuve en Europa. Para no hacer el cuento largo al día siguiente ya estaba en Luxemburgo tomando el avión de regreso a Nueva York, a donde llegué con diez dólares en la bolsa y no sabía qué hacer; entonces me fui a Filadelfia, a la oficina de los cuáqueros, y les dije: vengo del campamento de Europa, hasta ahora me regresé, no tengo para llegar a México. ¿A qué parte de México tienes que ir? A Tijuana. Entonces me pusieron en un avión lechero de Western Airlines, un DC7, de Filadelfia a San Diego, que hizo dieciocho paradas en el trayecto. Llegamos con un motor incendiándose a San Diego, y yo creía que ése era el fin de la historia. Llegué lo más pronto que pude porque me entró una angustia monstruosa de que mi madre me dejara de querer. Y ahí vengo corriendo, no sólo no me vine a México, donde ya vivía, sino a Tijuana. Me bajé del avión, venía de liváis y con una chamarra, y mi mamá traía una camarita, pero no me quiso retratar porque según ella venía yo muy
fachoso.



Resulta que cuando yo me salí de la Facultad (primero estaba en Leyes, luego me había ido a Europa) ya no tenía ni dónde comer ni dónde vivir porque mi jefa me había levantado la canasta. Llegaba con amigos que vivían en casas de huéspedes, o a veces, cuando estudiaban ellos toda la noche, dormía en sus bibliotecas o en sus camas. Siempre dije que el año más terrible de mi vida fue el de 1963. Fue el año en que mi madre vino por mí. Cuando se murió mi papá y mis dos hermanas se casaron, ella se encontró sola en la casa y se acordó que tenía un hijo en México, y que, además, ya no estudiaba. Andaba de vago y muy acelerado con la Revolución cubana. ¡Qué va a ser de él! Entonces vino a recogerme: como ya no estudias ni trabajas, vámonos a Tijuana, te voy a comprar un carro para que vayas a la Universidad de San Diego. Yo cometí entonces el acto más valiente y más cruel de toda mi vida; hice lo más cabrón que un hijo puede hacer con una madre: la puse en un camión Tres Estrellas de Oro y la regresé solita a Tijuana. Muy duro, es muy difícil hacer eso. Después pensé que fue muy cruel de mi parte. Era necesario, era vital hacerlo. O hacía eso o me llevaba la chingada, fue un acto de sobrevivencia. Yo empezaba a psicoanalizarme, veía a la doctora Zúñiga, que una vez habló con mi madre: Yo la llevé con la doctora, me estaba atendiendo en el Instituto Mexicano de Psicoanálisis, el de Erich Fromm, junto a a Universidad, en Copilco, donde uno se inscribía para pagar una cuota muy baja. Y le decía: mamá no me puedo ir a Tijuana porque va a ser mi destrucción, porque detesto un destino en Tijuana que me va a llevar a ser gerente del Banco de Comercio o comerciante, yo quiero estar en México porque, además, he empezado a ir al taller literario de Juan José Arreola; he empezado un psicoanálisis porque he tenido un problema de desorientación vocacional terrible. Entonces empecé a trabajar a mi mamá para decirle: no me puedo ir. No lo podía creer, llorando la pobre, la llevé a los autobuses y se regresó sola, un trayecto de cuarenta y ocho horas, del DF a Tijuana, en la soledad más absoluta. Esta escena la cuento en "Anticipo de incorporación", nada más que lo pongo en Hermosillo años antes, pero el hecho fue terrible. Basta pensar lo que es para un chamaco de veintitrés años cortar así a la mamá, es imposible, nadie lo puede hacer, bueno, no sé, pero fue una hazaña de la libertad. Si hubiera sucedido años después, cuando ya tenía treinta años y había crecido un poco y empezaba a reconciliarme con mi madre, hubiera hecho lo mismo, o sea, no me hubiera quedado a vivir en Tijuana, pero me hubiera ido con ella. Finalmente la mujer estaba muy sola, se había muerto su esposo, sus dos hijas se le casaron. También hay que entender su punto de vista. La hubiera acompañado, hubiéramos platicado dos días en el camino de México a Tijuana, me hubiera quedado unas semanas, hubiéramos elaborado, conversado mucho la necesidad de que yo me desarrollara solo en México; era necesario para un joven vivir lejos de la madre para poder crecer y esto lo hubiera entendido, por supuesto que lo hubiera entendido, no hubiera sido tan cruel el asunto, pero fue una necesidad de mi edad, de mi momento, ¡pobrecita, carajo! Así es como actúa uno cuando quiere sobrevivir y yo creo que esa fue mi salvación. A lo mejor si me voy con ella me quedo alla en Tijuana para siempre.



A veces se me ocurre que no hay nada más contrario a la literatura que el periodismo, pero depende del caso personal de cada periodista o de cada escritor. Puede ser alguien muy elemental o alguien muy inquieto política e intelectualmente, que se la vive en las bibliotecas y las hemerotecas investigando y fundamentando sus ideas. Para muchos el periodismo es una realización en sí mismo y se sienten felices y plenos, como Julio Scherer, por ejemplo, en quien la pasión y la vocación priodísticas son la misma cosa.
Porque el periodismo es la información y, a veces, el desdén por el lenguaje. El amor está ahí por la información novedosa y no por la palabra. El periodista no batalla con el lenguaje, trabaja con la información, porque en el fondo sabe que el escribir bien no es un fin en sí mismo. Yo en cierto momento de mi vida me adherí a una escuela literaria que piensa que el periodismo es uno más de los géneros literarios como la novela, el ensayo o la poesía, el teatro, el cuento. Sin embargo, hace muy pocos años me di cuenta de que estaba equivocado; me fui mucho por la onda del Nuevo Periodismo, la crónica periodística, que era el periodismo de Truman Capote, Norman Mailer, Tom Wolfe, Vicente Leñero, el periodista con todas sus armas literarias haciendo crónica. Creo que fue un engaño sin daño, porque la vida del periodista es muy enriquecedora y te da oficio. Conoces a mucha gente y muchos lugares, te llena de experiencias, te da movilidad. Mi caso personal es medio neurótico, por dispersión, por pereza, por cobardía. En cierto modo la impotencia literaria y la depresión no son sino otras caras que adopta el miedo. Para no responsabilizarme, racionalizo las cosas y me digo que nada más me distraje en el trabajo del periodismo, que se me volvió muy estático, muy mecánico; descuidé las tareas de la imaginación o utilicé el periodismo para disimular mi terror a la aventura de contar historias porque la ficción literaria obliga a correr los riesgos de la imaginación. Te puede dar mucho temor arriesgarte a la narrativa y entonces uno se inventa miles de cosas para no escribir. Yo todo lo que hago, escrito o hablado o actuado, es para no escribir. Me he pasado la vida inventándome cosas para no escribir, por eso he andado haciendo ensayitos sobre el poder que en el fondo no me interesa tanto o sobre otros escritores, porque ellos sí lo son y yo no. Me he puesto, pues, todos los obstáculos para no escribir y voy teniendo bastante éxito hasta la fecha. De milagro se me colaron por ahí, porque me descuidé, cuatro novelas, pero en realidad yo he dedicado mi vida a impedirme escribir. Siempre digo: ahorita que termine este libro del poder ya estoy desechando todo lo que es ensayo y periodismo y me voy a dedicar ahora sí a la novela. Cuando quedo libre me pongo a hacer un guión o unos artículos. Dicen que profundizar en algo más denso y más largo es lo que te lleva a tu ser más abyecto o más maravilloso, tiene mucho qué ver con el inconsciente. Hay también el mito de que puede ser muy doloroso el encontronazo con tu ser más escondido. Hay algo en mi interior que me organiza una resistencia y así el periodismo me ha servido como anticonceptivo literario. Sus fuentes están aquí y ahora, en la calle; las de escritor, en la infancia y en la memoria.




Casi todas las cosas que se me han ocurrido han salido, tarde o temprano. De pronto salgo con un cuento y lo publico en una revista literaria, lo meto en un libro y luego me acuerdo que el apunte de ese cuento estaba en una libreta de hace veinte años, o sea que las cosas siempre salen, tarde o temprano, todo es ganancia. Te pones a traducir obras de teatro, y dices: es que algún día me gustaría escribir teatro, entonces si yo me pongo a traducir teatro voy a adquirir mucha práctica con los diálogos, es un buen entrenamiento. He traducido tres o cuatro obras de David Mamet, la última que traduje fue Oleanna; he traducido a Harold Pinter, efectivamente te metes en una dinámica de diálogo que te permite hacer tus escenas personales.
La editorial que fundé y que se llamaba La Máquina de Escribir es otra de las cosas que hacía para no sentarme a teclear. Me pasaba los días y las noches cuidando los libros de La Máquina de Escribir y mandándolos por correo, hasta que un día dije: ya basta, es que yo no voy a escribir nunca por andar haciendo estos libros, además nadie me lo agradece. El colmo fue una mañana en que fui al Fondo de Cultura Económica y le llevé Tijuanenses a uno de sus editores (José Luis Martínez) para que me lo publicara. En primer lugar, me confundió con Jaime Augusto Shelley. No entendió cómo le dijo la secretaria que yo me apellidaba y entonces confundió Campbell con Shelley, me estuvo diciendo Shelley todo el tiempo, y me hizo regresar a mi casa con el libro bajo el sobaco. Yo salí muy indignado y muy triste, sentí que fue una falta de respeto ni siquiera aceptar mi libro para que fuera leído, se hiciera un dictamen y me dijeran que no o que sí. Cuando llegué a mi casa me encontré con un joven poeta que me mentaba la madre a mí como editor porque yo no le publicaba un libro de poesía, entonces dije: es el colmo, yo vengo enojado de ver a un señor que me manda a la chingada, vengo de un rechazo editorial y me encuentro con alguien que respecto a mí siente lo mismo. Yo no tenía ninguna obligación de publicarle a nadie, además hasta de mi bolsa pagaba yo los libros, y me dije: ya basta con La Máquina de Escribir, ¡es el colmo!, ¡estoy loco! Ahí murió para mí La Máquina de Escribir. Al día siguiente se la pasé a Juan Villoro y Carlos Chimal.




La primera máquina de escribir que hubo en mi vida fue una que me compró mi mamá en Tijuana en la librería González, ya ella enferma. La sacó en abonos, y con ésa me vine a México. Es una Olivetti que todavía tengo, no me atrevo a venderla, porque de algún modo oblicuo o simbólico era un gesto de aceptación y de amor. En esa máquina he escrito todos mis libros. El mensaje, en el fondo (lo interpreté años después), era que el regalarme la máquina de escribir equivalía a decirme, bueno, está bien que tú seas lo que tú quieras ser, allá tú, adelante, así lo interpreté, como un sí a mi vida. Por cierto que llegando a México, a la casa de Rafael Alcérreca, se me cayó la máquina y se le rompió la estructura de fierro vaciado; al bajar de un taxi el estuche se me abrió, y tuve que mandarla a un taller para que la repararan.



El volver a casa es uno de los temas clásicos, por eso hay una obra de Pinter que se llama The homecoming. La situación dramática más rica que puede haber en el teatro es el regreso a casa. Agamenón vuelve a casa, Ulises vuelve a casa; entonces, y ya son muchos los que están volviendo a casa como para no pensar que los griegos ya sabían que el regreso a casa es uno de los grandes temas del teatro. Estamos hablando de una carga dramática muy fuerte. Yo no sabía que el poema de Cavafis, "Ítaca", es en realidad una repetición del oráculo de Delfos: cuando vayas a Ítaca retrasa tu viaje lo más que puedas porque lo que importa es el traslado, no la meta, no el destino. Entre más lo prolongues, mejor. O sea que el ser escritor al final de una vida, o en cierto momento del futuro previsto, no importa tanto. El llegar a ser escritor es tu Itaca, entre más lo dilates más la vas a gozar en este mundo. Llegar es lo de menos, lo que importa es el pinche viaje. El tema del salir de casa es el de Jerome David Salinger en The Catcher in the Rye. También el de Mark Twain. Tom Sawyer es una novela de aprendizaje, es una Bildungroman, es la famosa novela de iniciación, suele ser la primera novela de un escritor, aquella en que se cuenta cómo es la educación sentimental de un personaje, por lo general joven, El retrato del artista adolescente, de Joyce, por ejemplo. Mi primera novela, muy corta, Todo lo de las focas, es una novela de aprendizaje, sentimental, es la traducción más o menos (iba a decir simbólica, pero no me gusta mucho), es el traslado a la literatura de lo que fue mi estancia en Tijuana, de los primeros años, hasta que me fui a Hermosillo: esta incertidumbre y este desconcierto y esta desolación de no saber qué estaba haciendo yo aquí en este mundo, este terror, el miedo a salir a la calle, a los pachucos; era un paranoico, estaba lleno de miedo. La violencia de mi casa la traducía yo afuera como un gran terror, y al mismo tiempo me incapacitaba todo esto para relacionarme con las otras pandillas o los grupos que eran los que te daban protección. Una forma de evitar que te partieran la madre era andar con ocho amigos, porque una madriza repartida entre ocho es menos, te tocan menos chingazos.



La relación no es entre literatura y crimen sino entre crimen y poder, pero no es una asimilación muy automática y abunda en lugares comunes que hay que saber disimular. La literatura nada más los incluye en un cierto registro, en el de la novela policiaca, en el de la novela negra que no es de enigma o sí, de enigma criminal, pero que no tiene como principal objetivo dilucidar el misterio, resolver el crimen, sino abundar en la complejidad biográfica del criminal y estar en cierto modo de su parte. En la novela negra no importa que no se haga justicia, no importa que el que la haga no la pague; importa conseguir cierta densidad en el punto de vista del criminal, por qué hace las cosas, porque de pronto, muy frecuentemente, el criminal es un hombre que pone en entredicho las instituciones más conservadoras del Estado, del aparato de la justicia, o instituciones privadas como el matrimonio; es una novela muy anarquista, muy subversiva, en cuanto a valores y costumbres, muy criticona del status quo, muy denunciadora de la hipocresía de las instituciones y de los representantes del Estado, de los policías, de la sociedad que a veces tiene a sus mejores criminales en las fuerzas policiacas y militares, o sea, los malos de la película en el fondo no son sólo los delincuentes del orden común, los delincuentes civiles; en México ciertamente los criminales están en el ejército o en la policía y en el poder judicial.
En el pasado los gobernantes de México vivían preocupados por la posibilidad de que estallara una revolución. Ahora no. Es algo que ni siquiera se considera en el porvenir porque para conjurarla se cuenta con el ejército y las diversas policías. Pero es posible que esta revolución ya haya empezado en forma de crimen organizado. Por lo pronto, las organizaciones criminales tienen capacidad de fuego y de lo que en lenguaje castrense se llama movilidad. No está descartado que en el futuro se vuelvan cuerpos de motivación política.



En realidad la casa deja de existir cuando se muere la madre. Mis regresos a Tijuana ya no han sido mucho una vuelta a casa. El regreso al hogar es volver a la madre, aunque el regreso de Ulises (a quien sólo reconoce su perro) es el retorno a la esposa, al ser amado. El regreso al hogar de Pinter es el regreso del hijo al seno familiar del padre, puesto que la madre ya no existe. Tenía más resonancias cuando era más joven, incluso yo tenía una tendencia a entrar en una extraña melancolía cuando estaba en Tijuana, pero por lo demás siempre he sido depresivo desde niño, nato y por temperamento. Cuando volvía a Tijuana asociaba mi estancia, por breve que fuera, a aquellas situaciones de la adolescencia. Pero es una cosa del pasado, ahora ya no es una conmoción volver a Tijuana, al contrario, es una alegría. En cierto modo, como estamos viviendo ahora en México, en estos años, esto ya es un poco en todas partes, a lo mejor la semana que entra vuelvo a Tijuana, o a lo mejor dentro de un año, es decir, estás en una ciudad, pero al mismo tiempo estás en las otras ciudades, gracias a los aviones y al internet. Luego, hablas por teléfono. De algunos años hacia acá ya integramos la larga distancia como una práctica cotidiana, por eso hay menos cartas y ya no hay telegramas, hemos asistido a la muerte del telégrafo. Hemos conocido la extinción del telegrafista como especie humana. A lo mejor un día cierran también el correo, porque ya nadie escribe. Y luego van a clausurar las editoriales. Y más tarde dejarán de existir los escritores que ya se peciben, en algunos medios, como animales en extinción a quienes nadie echa de menos.



Todo lo de las focas era originalmente un libro de cuentos. Una vez los leyó un amigo y me dijo: oye, por qué lo presentas como un libro de cuentos si todos los personajes son iguales y las situaciones son distintas, pero van como enlazadas, en realidad yo lo veo más bien como un solo texto, como una novela, ¿por qué no la divides en capítulos? Y, claro, los pegué todos. Es una novela muy corta que por lo menos tiene diez o doce años de escritura, fue la eterna primera novela que uno nunca logra terminar ni publicar, se te va la vida rehaciéndola, dejas de ser joven. Esta novela yo la entregué a Joaquín Mortiz un cierto año de los setenta. Estuvo cinco años y nunca me dijeron si sí o si no. Cuando le entregué la novela a Joaquín Diez Canedo yo tenía pelo, y cuando la recogí sin que la publicara ya estaba calvo, el papel original estaba como amarillento, nunca lo había leído nadie, ni lo habían hojeado y nunca me dijo si sí o si no. Finalmente, muchos años después, en 1989, armé con esa misma novela y unos cuentos el volumen titulado Tijuanenses y lo publicó el mismo don Joaquín con mucho cariño.
Una vez le preguntaron a Mark Twain: oiga, don Mark, ¿qué pasó con aquella novela que estaba usted escribiendo sobre Huckleberry Finn? Entonces Mark Twain contestó: esa la metí al cajón porque se está haciendo sola, ahorita estoy escribiendo otros libros. En realidad es una anécdota que todo escritor de oficio entiende: hay libros que en cierto modo se hacen solos, incluso con el paso del tiempo, cuando tú tiras cien, doscientas cuartillas de una novela haces lo que se dice echarla a dormir, te olvidas de ella para verla más tarde con otros ojos. La novela en realidad se está haciendo en automático, en el inconsciente, allí la traes y de pronto ¡zaz! ya la tienes. Es un proceso. Lo único que falta es escribirlas, de una sentada las escribes, pero el proceso de cocción está en el pensamiento, sobre todo en el pensamiento literario autónomo. Ahí la dejas, te pones a hacer otras cosas y la novela se hace sola en la cabeza. Muchos de los textos que componen La invención del poder fueron la columna que yo publicaba en La Jornada Semanal, "Máscara Negra", donde yo escribía sobre la novela policiaca. De hecho Máscara negra es un homenaje a Black Mask, la revista de los años veinte, de Nueva York, de las que llamaban pulp magazines, de pulpa, por el tipo de papel que usaban, un papel muy efímero, de pulpa de papel así, reciclado, y en esa famosa revista de cuentos policiacos se dieron a conocer Dashiell Hammet, James Cain y Raymond Chandler, entre muchos otros. Yo tuve una columna sobre novela policiaca que titulé "Máscara Negra" en la primera agencia de noticias que tuvo la revista Proceso y que cerraron en 1988 y dejé entonces de hacer la columna. Cuando apareció La Jornada Semanal empecé a hacerla allí bajo el título de “Máscara Negra” dedicada al comentario de la novela policiaca, pero como poco a poco me fui metiendo en rollos de que la novela policiaca en realidad era un discurso subversivo y que venía a cuestionar las instituciones más conservadoras de la sociedad y todo el aparato de administración de la justicia y de instituciones incluso privadas como el matrimonio y el Estado mismo, se me fue politizando el tema de la novela policiaca y entonces empecé a escribir de las relaciones entre crimen y poder, entre política y delito porque hice un artículo sobre Política y delito, el libro de Hans Magnus Enzensberger. Empecé a trabajar esa relación. Como siempre me ha dado por pensar y decir que los políticos son unos criminales y unos hijos de la chingada, entonces estaba yo feliz con esos argumentos de la literatura. De ahí que una columna que empezó siendo de comentario literario pasó a ser una columna de reflexión sobre la realidad y el espionaje, la novela de espionaje y el poder, la novela negra, la novela policiaca española, francesa y mexicana, en fin, pero también sobre los crímenes de la policía y los asesinatos políticos. Poco a poco le empecé a meter temas sobre el poder, lo que decía Foucault del poder, lo que escribían Elías Canetti, Max Weber, Maquiavelo, Thomas Hobbes. Fui recogiendo las principales ideas que los escritores habían escrito sobre el poder, como Tolstoi. Fui haciendo una especie de muestrario de las principales frases sobre el poder. Cuando dejé la columna porque ya estaba harto de algo que no era sino una soberana reiteración, entonces armé un libro como de cuatrocientas cincuenta páginas titulado Máscara negra. ¡A toda madre! Lo entregué en noviembre de 1992 a la editorial Joaquín Mortiz. Y pasó un año. Entonces una vez en mi coche, mientras circulaba por Insurgentes Sur, empecé a darme cuenta de una cosa, me dije: en realidad tengo dos libros ahí, a ese libro Máscara negra le voy a quitar todo el aspecto teórico, “filosófico” del poder, todo lo que es abstracto, términos teóricos, Thomas Hobbes, Maquiavelo, y todo eso lo voy a juntar en un sólo librito porque yo creo que sí llego a las ciento cincuenta páginas. Fui a la editorial, tomé el libro y saqué La invención del poder del mismo Máscara negra. Digamos que le quité doscientas y lo dejé en doscientos cincuenta páginas. Por una parte yo me hacía de dos libros: uno que es La invención del poder, y el otro un libro en el que yo focalizaba mejor el tema del crimen y el poder, y, efectivamente, en Máscara negra ya no hay reflexiones sobre el poder. Nada más se quedó lo de la novela judicial, la judicialización del Norte, el corrido norteño y el narcotráfico, el mito del narcotraficante, crímenes políticos como el de los Halcones, no me meto en el asesinato de Buendía, ni en el de Colosio (no lo habían matado todavía), pero a lo de Buendía le saqué un poco la vuelta. Menciono el asesinato del Gato (Héctor Félix Miranda) a manos de los esbirros de Jorge Hank Rhon en 1988, en Tijuana, pero no abundo más, no profundizo más. Ese texto se titula Felis catus, que es el nombre científico del gato doméstico, según me ilustró el poeta Raúl Renán. En zoología felis catus es el nombre del gato doméstico y creo que quiere decir gato feliz, de ahí toma el autor del cómic, un australiano, el nombre de El Gato Félix. En Máscara negra hay un desarrollo que me salió muy cabrón, muy fuerte, sobre el poder policiaco; es la teoría de que en México ha crecido un poder al margen de todos los otros poderes, de los poderes legales del Estado, y ese es el poder policial. Es un monstruo que ha crecido a la vera del PRI y del PAN, es una metástasis que le ha crecido al sistema político mexicano, es un poder independiente y autónomo que no obedece a los procuradores ni a sus jefes y actúa por la libre y es el que verdaderamente tiene el poder en la calle, en las carreteras y en la sierra y en los caminos vecinales, sobre todo al entrar en contacto con el narco.
Me quedó la sopecha de que al Gato lo mataron por haber hecho un juego de palabras, que es algo que no puede evitar un escritor.



Post scriptum triste es un conjunto de textos diversos pero en el mismo tono. Es un libro que se inscribe en la tradición de los libros que reflexionan acerca de la escritura. On writing. El clásico es La tumba sin sosiego, de Cyril Connolly. No es un diario. No es un libro de aforismos. Tiene relatos breves, frases cortas, idas, citas. Ahí viene “La invención del padre” y unos párrafos sobre una foto donde está mi padre vestido de cowboy en una cantina de la avenida Revolución, La Ballena, en 1941. Es un libro corrido, hay textos de nueve cuartillas o bien frases de dos líneas y todo está dividido por asteriscos. Está organizado a la manera de un diario literario en la tradición francesa del journal que hacía, por ejemplo, Jules Renard. Es el modelo de mi libro, y como lo digo en el prólogo, no se trata de un diario íntimo ni literario. Lo que ocurre es que está presentado como un diario en público. Hay muchas reflexiones, a veces de una sola frase, como un aforismo, o bien un texto de quince líneas o de ocho cuartillas, sobre la memoria, sobre Harold Pinter, sobre Paul Auster, sobre Pedro Infante y Fernando Jordán. Son apuntes en los que predomina la obsesión acerca de la impotencia literaria, del no poder escribir, del problema de por qué un escritor en cierto momento de su vida deja de escribir, como fue el caso de Dashiell Hammett o el de Juan Rulfo, por qué se suscita la impotencia literaria, y también es el caso de Jerome David Salinger, el autor de The Catcher in the Rye y de Rise High the Roof Carpenters o Nine Stories. Entonces así, es un libro como de doscientas cuartillas, me salió muy bien, y remata con la foto de mi padre vestido de Tom Mix en la cantina más grande del mundo, La Ballena. Me encanta ese libro, hay muchos apuntes; también es un libro que se hizo solo. Me acuerdo que en 1986, cuando me casé, ya llegué a la casa donde vivimos ahora con unas cien cuartillas pasadas en limpio. Una vez fui a Tijuana a dar una conferencia sobre Tijuanenses y me hice un texto como de seis cuartillas que me gustó y lo guardé junto con otras notas que archivaba y que también se incorporaron a Post scriptum triste. Otro tema es el de la historia y la literatura: cómo el novelista se ha metido a hacer trabajo de historiador y cómo muchos historiadores se han puesto a hacer novela: el tema eterno de la invención de la historia o más bien las similitudes entre novela e historiografía, mejor dicho, porque ambas inventan la realidad y el pasado. La historia sólo nos da versiones muy modestas del pasado, pero tan subjetivas y tan inventivas como la novela. Hablo mucho de Juan Rulfo en ese libro, porque yo era amigo suyo; guardo ahí conversaciones con Juan Rulfo, cosas que me decía, por qué dejó de escribir, por ejemplo.



De muchos escritores se recibe una influencia, son nuestros hermanos mayores y son los amigos fantasma que están en nuestra biblioteca. Pensaría mejor en qué escritores frecuento más, qué escritores releo y qué escritores están presentes constantemente en mi vida de todos los días. Casi siempre estoy releyendo a Borges, le estoy buscando cómo cocina sus libros, cómo es la costura que está detrás de sus libros, dónde están los pespuntes. En los últimos ocho, diez años he estado muy interesado en los ensayos sobre El Quijote, como uno que acaba de escribir Sergio Fernández (“Esbozo para una estructura interna del Quijote”); me encantó siempre la narrativa de García Márquez, pero la que más influyó en mí, en cuanto a estilo y tono narrativo, fue la de Julio Cortázar, creo. Todo esto lo puedo hacer como en un ejercicio de teatro de la memoria. Antes de la impresión masiva de libros, antes de Gütenberg, muchos escritores solían ejercer el arte de la memoria y para memorizar las partes de un discurso, por ejemplo, hacían una evocación, visualizaban una alacena y en ciertos cajones estaban algunas frases de los clásicos latinos, en otra parte las ideas sobre la justicia, entonces el autor del discurso hacía una especie de evocación, esto le ayudaba a recordar.
Me pongo a pensar en mi biblioteca, en mi casa, el escritorio está aquí y a los lados está mi biblioteca, empieza en la A, entonces yo sé donde está Truman Capote, Sciascia junto a Sartre. En otra parte de la casa tengo un librero nada más de teatro y otro de novela policiaca, luego otro de poesía y cine, allí están Shakespeare, David Mamet y Pinter, en la P tengo a Proust. La biblioteca de mi estudio la tengo en orden alfabético, por autor. Curiosamente yo llego a Cervantes por Sciascia porque para mí Sciascia fue un puente como el de Brooklyn para llegar a otros escritores. Me intereso en la novela de Stendhal y en el teatro de Pirandello gracias a que Sciascia adoraba a Stendhal y a Pirandello, no menos que a Diderot, Voltaire, Manzoni, Paul-Louis Courier, un ensayista francés que hacía panfletos acusadores cuando la palabra panfleto no tenía una connotación negativa. Me intereso en los enciclopedistas franceses gracias a que eran una pasión de Sciascia. Me gustan García Márquez y Mario Vargas Llosa; últimamente he estado leyendo mucho a Chéjov, pero a Chéjov me llevó un autor norteamericano que es Raymond Carver, que tenía fascinación por él. Otro autor que está muy presente en mi vida, todos los días, es Faulkner. Tengo en la F las novelas de Faulkner, a veces intento leerlas y no lo consigo, son muy densas, he leído algunas, pero no todas, los cuentos los he leído, y también a Scott Fitzgerald. Me gusta mucho Mishima, su novela. La novela de Antonio Muñoz Molina, el español, la novela de Juan Marsé, todo lo de Virginia Woolf, por supuesto Proust, no he leído los siete libros de En busca del tiempo perdido completo nunca, pero me conozco pasajes enteros, así como nunca he leído El Quijote completo, pero puedo hablar de ciertos pasajes de El Quijote, es un libro que lo voy leyendo a lo largo de la vida, nunca lo termino. A Pavese dejé de leerlo hace mucho, incluso lo saqué de la biblioteca y lo metí a la bodega, pero lo voy a reintegrar. Me gusta la novela de Manuel Vázquez Montalbán y la de los norteamericanos Richard Ford, Robert Stone, Tim O’Brien y Don De Lillo. Uno de los autores que me ha entusiasmado más en los últimos años ha sido Paul Auster, sobre todo su novela Leviatán. Por supuesto tengo como dos metros de Sciascia, todo Sciascia en italiano, en español, tengo varias ediciones de las mismas novelas, por ejemplo, en francés, italiano y español de El contexto, El día de la lechuza; tengo estudios sobre Sciascia, sus Obras completas, en cuyo tercer tomo aparezco yo citado por el mejor especialista en la obra de Sciascia, Claude Ambroise.
Me enteré de la existencia de Sciascia por Tomás Pérez Turrent en 1978. Una vez que volvió del festival de Cannes Tomás estaba hablando de Cadáveres ilustres, la película de Francesco Rosi, y nos dijo que estaba basada en la novela de un cierto Leonardo Sciascia, un escritor siciliano. Esa novela era El contexto, pero él no nos lo dijo. Nada más nos contó la anécdota de los jueces asesinados en serie. Al día siguiente me fui a la librería Italiana en la plaza de Río de Janeiro de la colonia Roma y como sabía algo de italiano porque había estado en Sicilia en 1962 me compré algunas novelas de Sciascia: El día de la lechuza, A cada quien lo suyo y El contexto. La idea del argumento me pareció buenísima: una serie de asesinatos de jueces en diferentes ciudades, lo cual parecía tener una extraña lógica criminal, un patrón de comportamiento homicida. El investigador Rogas, una especie de Florentino Ventura culto, melancólico, establece que el hipotético asesino tenía que ser alguien que había purgado una sentencia injustamente, debido a un error judicial. Pero luego el mundo se le viene encima, y el terror está a punto de estallarle en las entrañas cuando descubre que el crimen (un intento de desestabilización o de golpe de Estado, como en efecto se temía en Italia hacia 1972) se ha fraguado en la casa misma de poder, en la presidencia de ese país imaginario, algo así como en Los Pinos. Fui adivinando cuál de las tres novelas era la historia de Cadáveres ilustres: era El contexto. Yo la leí toda porque tiene el atractivo de las novelas policiacas que te atrapan desde el principio y no las terminas hasta que acabas de dilucidar la trama. Ese gancho de la novela policiaca lo tiene mucho Sciascia. Es una novela de fondo político, tiene como tema el poder, entre otros, pero el crimen no se resuelve, como en la realidad (no se soluciona el crimen de Colosio ni el de Polo Uscanga ni el del cardenal Posadas ni los asesinatos de Ovando y Gil ni el de Enrique Salinas de Gortari), es muy realista en ese sentido, es un Simenon más que una Agatha Christie, no está en la novela enigma, está en la creación de atmósferas, a partir de las cuales tú puedes deducir quién cometió el crimen, pero él no te lo dice, también su novela policiaca política es una reflexión sobre la sociedad italiana del momento, sobre las relaciones de poder entre la Iglesia y el Estado, entre la mafia y el Estado, porque Sciascia fue un gran estudioso del fenómeno de la mafia en Sicilia. Me di cuenta que podía leer en italiano esas novelas y que llegaba hasta el final. Era la primera vez que leía una novela en un idioma extranjero y fue muy gratificante para mí darme cuenta de que podía entenderlo. Era un placer leerlas y a partir de entonces me puse a escribir notas sobre sus libros. Durante todos los ochenta de pronto junté como cien cuartillas de puras notas y un día me dije: por qué no me hago un libro sobre Sciascia, me voy a Italia, lo entrevisto y me parece un estupendo pretexto para organizarme otra vuelta a Italia, además un viaje con un objetivo que es distinto al plan turístico en el que vas sin ningún objetivo. Fue un placer, estuve feliz en Roma, antes de pasar a Palermo. Me acuerdo que pasé como diez días en Roma, fueron los diez días más felices de mi vida, solo, muy feliz, lo disfruté muchísimo, fui todos los días al Foro romano, comí en muy buenos restaurantes, nunca había estado tan feliz solo, se puede ser muy feliz solo, fui a Palermo, conocí a Sciascia, luego viajé a Siracusa con él y su esposa María, luego volvimos a Agrigento y fuimos a su pueblo, a Racalmuto, luego ya nos separamos. Él murió en 1989, el 20 de noviembre. Seis meses antes lo vi en Milán y le entregué mi libro. Sciascia hace una novela muy ambigua en la que no hay ni buenos ni malos, no hay culpables, el mal está en todas partes y todos somos responsables. La gran cualidad de Sciascia como estilista literario es su ambigüedad, su capacidad de construir ambientes equívocos, en el ensayo, la historia, la novela, el cuento. De pronto escribe un ensayo que es como un cuento o un cuento que es como un ensayo o un diálogo de dos señores discutiendo la filología de la palabra mafia. Sciascia es la fusión de estilos, el ensayo, la crónica del historiador, el cuento, la novela, la poesía; no hay separación de géneros, todo es escritura, todo es narrativa. Tambien es posible que se haya inventado su propio género.



El escritor es el otro, no yo. Por eso me puse a hacer entrevistas. ¿Y ustedes por qué cazan ratones? Es que somos gatos. ¿Y ustedes por qué vuelan? Es que somos pájaros. ¿Y ustedes por qué escriben? Fueron mis entrevistas de aprendizaje, en Barcelona, en 1970.




Una vieja discusión hay entre los historiadores de la literatura: ¿por qué la novela policiaca se produce en los países anglosajones y protestantes y no en los países latinos, católicos, o bien orientales y budistas o musulmanes? Dicen los historiadores que es porque los países latinos o árabes son muy corruptos y la novela policial es posible en países donde se respeta la justicia y la policía es honesta, como en Estados Unidos y Europa, especialmente Inglaterra. Es una idea colonialista que nos han vendido los ingleses y los norteamericanos, totalmente falsa, como es claro; la policía gringa no es tan corrupta como la mexicana o la de otros países, pero no brilla por su honestidad, es tan represora y torturadora como la de otros lados. Creo que la novela policial forma parte de la tradición literaria inglesa por razones de gusto y de temperamento y por una concepción de la literatura a la inglesa, que consiste en la fascinación por el enigma y lo que acontece en los teatros de los tribunales desde la época isabelina. Por eso a Shakespeare le interesa tanto la ley y se burla de los abogados. Pero en el sistema político y policiaco mexicano no se resuelven los enigmas. Al contrario: se acrecientan. El misterio no es el crimen sino el encubrimiento que promueven las autoridades. No lo que sucede antes del crimen sino después.
En Estados Unidos e Inglaterra tampoco se resuelven muchos enigmas. No pueden descifrar quién mató a un presidente, por ejemplo. Todo eso es un problema bastante ocioso de filosofía de la literatura, como eso que llaman Filosofía de la Historia y que consiste en indagar por qué las cosas ocurrieron de una manera y no de otra. Ninguna de las dos sirven de nada, aunque pueden ser divertidas, tanto como la llamada “historia contrafactual”.





La sombra del caudillo es una estupenda novela negra. Cuando se publicó Todos los hombres del Presidente se dijo por ahí que era la primera novela policiaca política, lo cual es ignorar la existencia de la novela de Guzmán, que es, universalmente, una de las mejores, un thriller político. Incluso se puede pensar que, en cierta manera, Martín Luis Guzmán es sciasciano avant la lettre; o más bien, que Sciascia es martinluisguzmaniano.




Todo lo de las focas me ayudó a resolver un problema de dispersión cultivado muchos años atrás. Me obligó a centrar la atención y a darme cuenta de que la calidad de la concentración va cambiando con el tiempo: no es la misma la del primer día de trabajo que la de dos semanas después. Al principio todavía lees los periódicos, ves a algunos amigos, contestas el teléfono. Después, no. No quieres ver a nadie ni saber de nadie. Te levantas y en la regadera estás pensando en lo que escribiste la noche anterior antes de acostarte y dormirte. La publicación la siento como algo que me cae fuera de tiempo. Es tan lento el proceso de producción editorial que cuando finalmente sale una novela uno ya no está en ese asunto, ya no se acuerda tanto de los detalles ni le fascina tanto la historia. Pero, claro, me ruboriza el mero hecho de la publicación; siento que me desnudo en público, así no tenga nada de autobiográfico el tema de la novela. Siento que hay algo de impúdico, al hacer ver algo que, como quiera que sea, tiene que ver con la propia vida de uno, con sus abyecciones, sus fracasos, su mala conciencia, su sexualidad, su dificultad fundamental para relacionarse. Todo esto, pues, sin que las líneas argumentales sean necesariamente autobiográficas.



Como decía Juan Marsé, “realidad” es una palabra que ya no se puede escribir sin comillas. La realidad, ya se sabe, es por ejemplo tener hambre, levantarse por las mañanas, estar en la cárcel, tener un trabajo y, claro, como transposición en la literatura se vuelve otro tipo de cosa: es un detonante, un factor un factor que desencadena ideas y todo depende de la forma que se le dé. Pero, desde luego, la llamada realidad, sea lo que sea, es lo que cuenta, lo que más importa, porque además no existe aparte de la literatura y la literatura a su vez es parte de la realidad. Es como muy obvio esto, pero de la nada, nada se crea, y muchas veces las obras de ficción son más verdaderas que un libro de memorias, por ejemplo, con datos y fechas y nombres propios de personas que existen, a veces una biografía resulta más falsa y aburrida e insincera que una buena novela que está incidiendo en el corazón mismo de la vida (para decirlo con una metáfora que no se ha usado mucho). El lector lo sabe y también el autor que es su cómplice. La fascinación del lector, si se consigue, es indispensable para este tipo de encuentro. Se quiere saber el destino del personaje o de los personajes y si no se le tiende un suspenso por lo menos se le plantea un enigma que puede parecerse en lo posible al de la vida humana: no sabemos quiénes somos ni nunca lo sabremos. No sabemos qué estamos haciendo aquí en la Tierra ni lo vamos a saber nunca. Nos vamos a ir con la duda a la tumba.
Supongo que es algo que tiene que ver con aquello del “principio de la realidad”, en el mismo sentido en que se dice “principio del placer” y “principio del poder”. A algo así alude Borges cuando dice que García Lorca es un poeta verbal y nada más (aunque Poeta en Nueva York desmentiría este aserto de Borges); quiere dar a entender que el escritor sí tiene muchas cosas qué decir, como todas esas historias y vidas que se sintetizan en unas cuantas líneas de un poema de Borges. Aparte de formas, están preñadas de realidad, de pena, de sufrimiento o de enardecimiento y maravilla ante la existencia, ante la realidad, pues. Todas las novelas tratan de lo mismo: el ser humano.



La que pone las palabras es la madre, porque las mujeres tienen la misión de enseñar a hablar a los hijos. Hay una femineidad en las palabras, como las que se aprenden de la amante (en otras lenguas, por ejemplo). La mejor elaboración sobre el padre y la muerte está en Juan Rulfo, en Pedro Páramo. Los muertos están entre nosotros y la locura se apodera de quienes no lo entienden. La muerte del padre es una cosa. Otra el tema del padre alcohólico (como en Raymond Carver y Sam Shepard). Y otra más, la muerte del padre asesinado. Entre los hijos de padre asesinado se da una extraña identificación. Rulfo nunca se resignó a la muerte de su padre. Lo único que quería en esta vida era escribir un libro sobre la muerte de su padre. Cuando lo publicó, ya no tuvo necesidad de escribir nada más. La elaboración de La ficción de la memoria, antología de textos críticos sobre la obra de Juan Rulfo, me provocó algunas mortificaciones, pero valió mucho la pena: me permitió acercarme al alma de Rulfo. Descubrí además que era un hombre muy dado a las invenciones verbales y que, como todos nosotros, se fue inventando el personaje que tenía que representar en este mundo. Fue un hombre profundamente angustiado y lleno de miedo, toda su vida, como el sobreviviente de una guerra, y no dudo que llegó a conocer el estado de pánico, como se ve en la experiencia de la muerte contada de Juan Preciado. Estaba y vivió obsesionado con la muerte, en la que pensaba todos los dias y a cada momento, pero la suya no era una fijación como la del suicida. El hecho de que Juan siempre estuviera contando mentiras me parece enternecedor y fascinante. Eso me comprueba que nunca dejó de escribir. Escribía hasta cuando callaba. Decía mentiras, o inventaba mitos, mejor dicho, por jugar con la imaginación, por ponerla a prueba, y para no dejar adormecer la fantasía. Para mantener viva la creatividad literaria. Siempre estaba escribiendo, cuando hablaba. Escribía sin escribir. Cuando hablaba, inventaba. Y las suyas eran ficciones de verdad. Era el reverso de un reportero. No podía escribir sobre lo que veía. Tenía que imaginárselo. La información no le servía. Más que al principio de realidad se encomendaba al principio de fantasía.

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Un hombre sin máscara es
algo en verdad muy raro.
Llega uno inclusive a
dudar de la posibilidad
de su existencia.
—Ronald D. Laing

Pretexta o el cronista emascarado es una novela sobre la tergiversación. Es la historia de un periodista frustrado a quien encargan la confección de un libelo para desprestigiar a un viejo maestro y también periodista, Álvaro Ocaranza. La idea de la tergiversación no es tanto mía como de Rafael López Castro, quien diseñó la portada del libro cuadriculándola como una carta de las loterías populares, y puso en cada rectángulo un símbolo que, por acuerdo mutuo, decidimos que aludiera al tema y a los subtemas de la novela, es decir, al poder. Lo que hizo López Castro fue poner una palabra distinta bajo cada figura; por ejemplo, bajo la máscara se lee “la bandera”; bajo la pistola se lee “la iglesia”, y así sucesivamente. Esa es, pues, la idea de la tergiversación, la falta de correspondencia entre la palabra y el objeto, que plantea también el asunto fundamental de argumento: la falsificación que un escritor fantasma, Bruno Medina, hace de la biografía del profesor Ocaranza.
La alusión al poder está en el habla policiaca. No desde la forma de la novela policiaca tradicional sino desde el lenguaje mismo de los tribunales, los policías delincuentes, las agencias del Ministerio Público, los partes de los agentes y los médicos forenses, que cosifican o nulifican al individuo mediante la asignación de un número o de expresiones como “el de la voz” o “el dicente”. Este lenguaje represivo tradicional descalifica, también policiacamente, a un ser humano, catalogándolo como homosexual o esquizofrénico. Es un México donde el individuo y los grupos sociales no tienen la menor posibilidad de defensa frente al Estado. Se trata, por otra parte, de la impotencia ciudadana de cara a los crímenes cometidos por el Estado.
Probablemente el título de Pretexta sea poco extravagante y demasiado referencial, pero lo escogí más que nada por su sonido. Me encontré la palabra en un ensayo sobre Séneca. Luego me enteré de que aparte de ser una toga que usaban los senadores, cónsules, pretores, censores y los dictadores de la Roma imperial, la pretexta también era una forma de la tragedia latina cuyo asunto estaba sacado de la historia nacional. Como el profesor Ocaranza daba clases de historia del teatro en la Universidad, se me dio de pronto una escena en la que refería a sus alumnos los pormenores de la muerte de Séneca ordenada por Nerón y, en relación con la época anterior del Imperio, las preocupaciones acerca de unas cartas anónimas contra el soberano, que lo hicieron enviar al jefe de su policía a revisar el estudio de un poeta para ver si, por su estilo u ortografía, era el autor de las cartas. Esta persecución de la escritura me permitía así continuar ciertas relaciones narrativas y temáticas que se me iban estableciendo a lo largo de la novela.
Esta persecución de la escritura y en consecuencia del escritor, que se dan de hecho, parten de una persecución en cierto modo imaginaria, de una obsesión compulsiva. Es la paranoia del poder, ya que existe una desproporción entre la maquinación elaborada por alguna oficina gubernamental a través del escritor fantasma y el tamaño político del personaje deturpado.
El profesor Ocaranza es uno de esos dinosaurios que, desgraciadamente, ya no existen en México. Todos nosotros hemos conocido algún viejo maestro intransigente en cuestiones de principios; el ejemplo de algún personaje fundamentalmente invicto en su lucha, a pesar de sus derrotas, un hombre que jamás pierde la fe, ni su capacidad de asco, un viejo periodista que tiene la convicción de que el gobierno debe estar por un lado y la prensa por el otro.
Podría pensarse que Bruno Medina, ex alumno de Ocaranza, es la contraparte de ese tipo de periodista, pero no. No puede afirmarse eso de manera tan tajante, tan maniquea, porque no se trata de un personaje bueno y uno malo, de uno puro y otro corrupto. En todo caso podría tratarse, si a esas vamos, de un hijo y un padre. Lo que sucede con Bruno Medina es que aparte de ser un periodista frustrado es también, no faltaba más, un novelista frustrado (como el Marcello Mastroianni de La dolce vita). Y entonces encuentra en el anonimato del libelo una gran libertad y una gran fascinación. Aparte, la ocultación autoral de esta fechoría verbal, que en momentos delirantes le hace creerse un Balzac furtivo, lo libera del temor de ser satirizado por los críticos literarios.
Este enfebrecimiento, esa impaciencia por tener acceso a una presunta libertad, conlleva, en Bruno Medina, a profundos y contradictorios sentimientos de culpa. Sí, porque esa libertad, como todas las libertades, siempre es falsa, y claro, hay un sentimiento de culpabilidad por la supuesta traición al padre y por el hecho de mentir a sabiendas. No le sirve a Bruno la coartada de la ficción al manipular hechos e ideas ajenas, porque no es una novela la que hace, sino un texto referido a hechos parcialmente ciertos y a un personaje concreto, reconocible en la sociedad, que es el profesor Ocaranza.
Podría señalar en cada página de dónde vienen ciertas líneas leídas o escuchadas en diferentes partes y de diferentes personas. Son cosas que fui apuntando a lo largo de los casi tres años en que fui elaborando la novela, y que a veces son ideas u ocurrencias ajenas: frases que recogí en alguna entrevista periodística, fantasías o chismes motivados por la indignación ante algún abuso de autoridad, pero que me permitieron introducir algo de verdad en todo el asunto. Esta misma sensación de ilegitimidad literaria me permitía, pues, compartir también la paranoia de Bruno Medina, que, por lo demás, no necesitaba una nueva culpabilidad, porque siempre, desde que nació, se había sentido culpable. Tal vez lo que escribió entonces, sin saberlo, fue el libelo de su propia vida.

Pretexta es el registro de una investigación policiaco-literaria obsesiva, es el cómputo de los métodos represivos de un Estado incapaz de tolerar la disidencia y es la historia de dos biografías opuestas, la del libelista y la de su maestro, que se identifican y rechazan, y al entrecruzarse dan un panorama complejo y verosímil de dos formas de asumir una realidad política que constantemente remite a hechos ciertos, recientes, conocidos por todos.
Empecé a escribirla en 1976, escribiendo a lo loco, cualquier cosa, fingiendo que estaba trabajando en una novela, incluso con personajes que no tenían ninguna relación entre sí. Nadie hubiera podido entender lo que estaba escribiendo entonces. Mientras más absurda era esta serie de disparates, se alejaba más la posibilidad de ser leída por alguien. Y entonces me convencí de que lo que estaba escribiendo no iba directamente a la imprenta ni estaba destinado a ningún lector o interlocutor; era una locura que sólo yo entendía, una escritura destinada a nadie. Esto me desinhibió. Lo que hacía conscientemente era acumular cuartillas de conversaciones que escuchaba en el día, de pláticas telefónicas, de lo que leía en el periódico. Era pura grafomanía; el objetivo era acumular un mínimo de cien cuartillas, ponerlas en la mesa para hacer, después, una novela. Era tener una masa de material, como plastilina o barro, porque me di cuenta de que mi esterilidad de los últimos años, mi incapacidad para escribir, partía de una serie de equivocaciones, de la creencia errónea de que una novela surge de la inspiración, de que tienes una idea que te hace escribir una novela desde la primera línea hasta el final de un jalón. Eso no es cierto; una novela se escribe muchas veces. Es un proceso. Yo decía: un escultor no hace una figura a partir de la nada, sino de un kilo de barro, y por eso escribí esas cien cuartillas, para trabajar, a partir de eso, en una novela. Entre lo que escribí estaba como trasfondo lo del 6 de junio de 1976 en Excelsior, cuando salieron Julio Scherer y los periodistas por obra de los pistoleros del gobierno y los traidores del periódico; eso me trastornó mucho en lo personal, y todo lo apunté, incluso los chismes, las amenazas de muerte que los funcionarios lanzaban a los periodistas despedidos. Más o menos en la cuartilla cincuenta o sesenta, jugando al novelista con las hojas en la mesa, se me ocurrió la anécdota. Dije: ésta es la historia. Primero Bruno Medina, el libelista, se llamaba Francisco Gibert, luego Fausto algo; iba jugando con la idea, pero en un momento se me ocurrió que ese periodista estaba escribiendo a sueldo para denigrar a un personaje de importancia política, moral e intelectual en el país. Por ahí andaba también ya Ocaranza, uno de esos seres como Pepe Revueltas o Pepe Alvarado o Gómez Lorenzo, un personaje viejo con otro joven, algo así como el “Diálogo entre el amor y un viejo”. La idea de este cabrón escribiendo un libelo para chingar a alguien fue el detonador de la novela; esa noche escribí quince cuartillas a renglón seguido, que casi quedaron íntegras en la última redacción. En torno a eso empezó a desencadenarse toda la novela. Hay un material que resultó determinante para el acontecer de la novela, que es Los procesos de 1968, un libro donde simplemente están consignadas las actas, los partes policiacos, los careos, todo el lenguaje judicial, policiaco, que transcribo tal cual, toda la complicidad de los jueces con el poder, como aquellas tonterías inmundas del juez MacGregor. Ya sabemos que en México los jueces son cómplices del poder, desde el más pequeño, un juez de paz, hasta la más alta instancia: la Suprema Corte de Justicia, pero tienen fama, los jueces, de no matar una mosca.
Bruno Medina es un periodista no demasiado escrupuloso, de unos treinta años; ha sido un novelista frustrado y, cosa muy lógica en este país, un periodista insatisfecho, por no haber visto nunca eficacia en la crítica, al moverse en un país donde las ilusiones de la protesta civil no se traducen en nada. Tú puedes demostrar con documentos y con testigos quiénes son los asesinos, puedes mostrar fotos de ellos, que incluso ocupan puestos públicos y, en México, no sucede absolutamente nada, el Estado se muere de risa, desde la muerte del general Serrano en Huitzilac hasta la matanza del 10 de junio de 1971. La respuesta del Estado es torturar y secuestrar con grupos como la Brigada Blanca.
O la elaboración de libelos como el que hace Bruno. No digo que todos los libelos hayan salido del gobierno; Daniel Cosío Villegas cuenta en sus memorias que lo visitó un periodista norteamericano enviado desde la Presidencia, donde insistieron que lo acompañara un traductor que no necesitaba el periodista gringo. Cuando estaban platicando con Cosío Villegas, el traductor se fue al baño y, en ese momento, el periodista sacó de un bolsillo el libelo contra Cosío y lo único que le dijo a don Daniel fue: “A government´s job”.
Los libelos son operaciones de desinformación, son proyectos de contra-información. Desde el punto de vista político, maniobras como ésta son bastante ingenuas, muy intelectuales, muy subliminales. Esto sólo cabía en la mente afiebrada y paranoica de Echeverría, porque es improbable que sus ayudantes o algunos funcionarios de Gobernación se hayan animado a hacer solos el libelo, sin contar con el que les daba línea allá arriba. Pero como que entra en la paranoia del gobernante atacar de esa manera. Él sufría el rechazo de buena parte de los intelectuales (no de todos, ya sabemos que hay quienes lo adoraban y lo adoran) y acudía a los instrumentos de esa misma intelectualidad. Es algo infantil, la sutileza de un infeliz; desde el punto de vista de la policía política, me parece que el libelo es de una ingenuidad conmovedora en un país en el que no abundan los lectores de libros.
Ahora, ¿quién pudo haber hecho el libelo? Sobra gente. Yo pensé que era muy difícil que hubiera redactores que se prestaran a eso, porque podía ocasionarles muchos sentimientos de culpa, sobre todo si se trataba de un escritor en ciernes o un periodista frustrado. Pero resulta que sobran.
Algún funcionario con inclinaciones literarias, por ejemplo, pero sobre todo un periodista de los que cobran asesorías en las oficinas del gobierno. Se prestan por cualquier cosa a hacer libracos de esos. Desde 1968, el gobierno consideró que el vehículo de las ideas entre los universitarios era el libro; los funcionarios culpaban de todo a los intelectuales y a los maestros, por “incitar a nuestra juventud a la rebelión”. Entonces aparecen libelos como El Móndrigo, el clásico, otro contra Lucio Cabañas, o el del 10 de junio, libelo que se preocupa por señalar que el ejército no tuvo nada que ver con la matanza, y eso ya es sospechoso, y la otra cosa es que le echa la culpa al “grupo Monterrey” de manera muy automática. No es difícil que un país con estas características genere una novela con las resonancias que hay en Pretexta o el cronista enmascarado; al contrario, se antoja mucho. Es en esta medida que empieza a haber ciertas relaciones con las novelas de Leonardo Sciascia, que son reflexiones sobre el poder, es decir, la facultad de matar. La novela quiere referirse un poco a la criminalidad del Estado: cuando el Estado asesina, los filósofos del derecho y los estudiantes de leyes te resuelven el problema muy fácilmente, porque las facultades de Derecho están hechas justamente para darle coherencia a la corrupción, para darle un lenguaje a los crímenes perpetrados por el Estado. Los jueces y los juristas están hechos para elaborar las teorías que permitirán el dominio de una clase sobre otra, y hacer de un criminal como el Estado, un inocente, porque constitucionalmente o según una cierta doctrina del Derecho, se justifica que el Estado aniquile a los demás por las llamadas “razones de Estado”. Sobre esa barbaridad del poder establecido y homicida quiere moverse la novela.
La historia de la novela sucede no en un país imaginario, que al norte tiene la frontera con el imperio. Aun cuando tiene referencias muy claras a Tijuana, no quise que fuera una visión realista de ciertas ciudades como Hermosillo, Tijuana y el D.F., lugares donde he tenido las percepciones que en buena medida están en la novela. Hay una cosa que me cuesta mucho trabajo: escribir la palabra Tijuana; para mí tiene connotaciones demasiado personales y edípicas. La verdad es que en la novela se mezclan cosas que he visto en los lugares donde he vivido. Algunos elementos, como por ejemplo, la violación del profesor Ocaranza, viene directamente de la imagen de un rector de la Universidad de Sonora, violado, vestido de mujer, golpeado y fotografiado. Ahora me cuentan el caso de un líder ferrocarrilero en 1958 que también fue violentado de esa manera, pero yo no sabía de ese caso ni lo tenía en la cabeza cuando se me ocurrió esa imagen, de la cual parte, en cierto modo, la historia.
En la novela ocurre una especie de movimiento estudiantil; en Tijuana ocurrió efectivamente un minimovimiento político de estudiantes. La gente de allí tiene una gran capacidad de indignación política, hay una dignidad muy elemental a nivel popular, de la base; es gente que, de pronto, paraliza la ciudad si falta agua, si hay una arbitrariedad por parte del municipio es capaz de tomar el palacio municipal. Como que en Tijuana hay un grado de politización especial, muy espontáneo, pero, como es obvio, esta calidad civil de la gente de Tijuana está muy controlada. Entonces, hubo en años pasados un movimiento tendente a tomar todo el corazón de Tijuana, que es un club de golf. Como este club Campestre tenía toda la superestructura urbana, de drenaje, transporte, en fin, era el lugar ideal para construir allí una ciudad universitaria. Puesto que los ricos tijuanenses no invierten en nada que no sea redituable, un negocio personal, pues no les interesaba que se hiciera una universidad en los terrenos del Campestre, que es parte del botín que se consiguió Abelardo Rodríguez cuando fue gobernador del territorio norte de la Baja California y, luego, presidente de la República.
Al final se consiguió que la universidad se hiciera en otro lado, pero al mismo tiempo se dio otro movimiento estudiantil en Mexicali, que consistió en la toma de unos camiones que metieron los estudiantes en una preparatoria. Entonces, tomé de esas dos cosas el ambiente, los motivos visibles y verbalizados de donde surgía el movimiento y lo mezclé, más o menos, con la toma de la Ciudadela por la policía y el ejército en 1968. Es un montaje de diferentes movimientos estudiantiles mostrados sin ningún juicio valorativo político; lo único que puede haber es la posibilidad de decir que un movimiento estudiantil no tiene la eficacia ni la seriedad de un movimiento obrero. Los estudiantes obran en función de su clase social, media ascendente, con ingenuidad y sin solidarizarse con los trabajadores, sin que esto le reste méritos a lo que fue el movimiento de 1968.
La elaboración de libelos estuvo dentro del estilo vengativo de cierto tipo de funcionarios de los regímenes de Luis Echeverría y de Díaz Ordaz, y como la venganza ejercía en ellos una gran fascinación y un gran placer, no desperdiciaron la sutileza intelectual y sádica que podía comportar la elaboración de un libelo. Esta es la parte de la realidad que sirvió probablemente como detonador. Cuando yo avanzaba en la cuartilla número cincuenta de una novela sin rumbo preciso ni anécdota delineada, fue cuando se me ocurrió la historia de esa pequeña maquinación. Entonces, todo lo que era vago e informe empezó a encontrar su justo sitio en la novela.
Pretexta no es policiaca en el sentido clásico del término, ni en cuanto a su composición convencional; pero sí en cuanto al ambiente mental persecutorio que impregna la vida de todos los personajes. Es decir, es una novela policiaca en el sentido en que se dice que una persona es policiaca porque persigue, vigila, espía, desconfía, delata. Basta mencionar que una de las novelas más políticas que se han escrito es Cosecha roja, de Dashiell Hammett, una crítica impacable de la justicia.
Trata de mostrar un mundo donde es posible todo tipo de violencia sorda, por debajo del agua, donde se dan golpes que no dejan huella o que matan. Justamente con otro lenguaje y con otro valor (en el sentido de valentía), Elena Poniatowska ha escrito acerca de estas personas desaparecidas que en México no son objeto de registro alguno, o simplemente desaparecen y nadie supo nada, en comparación con otros países como la Unión Soviética en donde por lo menos cuando se reprime se hacen cargos y se prefabrican culpables. Es decir, se trata de un México donde en última instancia, de cara al poder, el ciudadano no tiene la menor posibilidad de defensa frente al Estado. Entonces esta falsedad deprimente, esta dicotomía entre lo que se dice y lo que se hace, esta falta de relación entre el lenguaje de los políticos y la realidad, fue una de las motivaciones que le dieron vuelo al argumento central de la novela. Tal vez un poco de rencor y un poco de miedo contribuyeron al clima tenso de la narración. O mi propia paranoia al estar escribiendo se mimetizó con la de Bruno cuando escribía el libelo contra un ser tierno y alegre que era el maestro Ocaranza.
En una ocasión yo le contaba a Antonio Alatorre el tipo de anécdota que estaba manejando, y me dijo que en una revista de lingüística que se llamaba Language había una nota sobre un tal Junius. Me lo dijo muy de paso pero yo me lo grabé en la memoria, y luego en la biblioteca de El Colegio de México revisé varias colecciones de revistas, hasta que di con la noticia de que un investigador sueco, Alvar Ellegar, elaboró en 1962 un método estadístico con computadoras electrónicas para averiguar quién había sido el autor de las Cartas de Junius, que habían sido escritas en 1742 en Londres. Porque resulta que durante los siglos XVIII, XIX y lo que iba del XX, siempre circuló como enigma en las enciclopedias, incluso la británica, la identidad de aquel editorialista que escribía con el seudónimo de Junius. Según Ellegar, el autor agazapado tras este seudónimo era un tal sir Phillips Francis, que en la época de sus artículos era un ministro importante, algo así como un secretario de gobernación en su tiempo y en su país, que no podía decir “esta boca es mía” porque arriesgaba su carrera política.
El título de Pretexta o el cronista enmascarado suena un poco amanerado, pretencioso, culto, pretexta es una palabra que no se encuentra en los diccionarios; es demasiado referencial. Parece depender de un mundo de relaciones, alusiones y conexiones demasiado alejado históricamente, pero la verdad es que elegí ese título más que nada por su sonido y porque aludía a una anécdota, la escritura del libelo por Bruno Medina, que está antes del texto mismo del libelo y de la novela Pretexta. Toda la paranoia de Bruno es pretextual. Me preocupó mucho no dar con un título perfecto y racionalmente relacionado con la historia y que se justificara, pero luego me decidí un poco por la supuesta arbitrariedad derivada de la voluntad soberana del autor y lo hice un poco, pues, porque me dio la gana.
Sin dejar de ser una tergiversación, cosa que nos llevaría al problema que existe entre la falsedad y la mentira (y que no son la misma cosa), creo que más bien trata de un inteento de desinformar: todo un aparato destinado a montar una farsa con visos de verosimilitud.




Tal vez no abordo de lleno el tema del poder salvo quizá como un tema o un asunto colateral o un contexto, pues no se tiene un tema único y excluyente en una novela. Además, esto del poder ahora me está pareciendo un poco en la línea de la reconsideración de Nietszche o del “discurso” de Foucault o de la onda de cierto romanticismo anarquista de algunos nuevos filósofos españoles, tipo Viejo Topo, que no está nada mal, pero que yo no tenía mucho en la cabeza cuando me dio por contar esta historia. Lo de los “mecanismos del poder” sí me interesaba, un poco en el tono de Leonardo Sciascia, no en el sentido de la “voluntad de poder” nietszcheana que parece ser otra cosa. Yo más bien iba a lo de las “relaciones de complicidad” en las que estamos, a lo que Ignacio Millán llama “el cemento, el pegamento, de la complicidad”, que es el que sirve para pegar los ladrillos del sistema. O se pega o se viene abajo. ¿Frustrado el periodista? ¿Por qué? Por aquello de aquel personaje de Conversación en La Catedral que le decía al joven Santiago que el periodismo no es una profesión sino una frustración. Es un México, pues, donde el individuo y los grupos sociales, organizados o no, no tienen la menor posibilidad de defensa frente al Estado. Se trata, en cierta forma, de la impotencia ciudadana ante los llamados crímenes de Estado. Y así, dentro de todo este mundo sórdido, en el que las palabras tienen cualquier sentido menos el que se les está queriendo dar, Bruno Medina, el libelista, encuentra una gran fascinación, sobre todo por el anonimato que le permite expresarse sin tapujos, enfebrecido, con una libertad enloquecedora que le da acceso a una especie de embrujo literario. Todo esto, digo, me fue permitiendo continuar ciertas relaciones narrativas y temáticas que se me iban estableciendo a lo largo de la novela.
La irreverencia del novelista hacia el lector parecería ser uno de los valores más relevantes de Pretexta; de esta novela que cuenta el proceso de degradación en que se ve envuelto. Al dedicar todas sus habilidades a confeccionar el libelo en el que se falsifica la biografía del profesor Álvaro Ocaranza, tal patraña se le vuelve a Bruno un problema de identidades, una traición al padre, una forma de autodestrucción vital y literaria, una impotencia para vivir la vida con coraje, entusiasmo, pasión y amor (para vivir la vida, pues). Su sexualidad, su soledad sexual, se torna desquiciada, inútil y empantanada en una angustia onanista. Y para su mayor desgracia toma forma en su imaginación paranoica la posibilidad de que más tarde se le investigue mediante un método de estiloestadística. Conoce el terror cuando descubre que ese método (de policía literaria) efectivamente existe y será su aniquilación moral, mental y personal. Meticulosa, cargada de sabiduría, referencial, angustiante y angustiosa, Pretexta es la novela de una generación (la nuestra) que no sabe aún cuál es su identidad y se desvive especulando en torno a ello.
Las novelas no son menores ni mayores, buenas o malas, según su género. Y las policiacas, además, navegan con bandera de inofensivas, o enajenantes, y pasan por ser literatura “no significativa”, pero son bombas de tiempo y en algunos casos son una reflexión sobre el poder, ya para reforzar sus composiciones (al estilo de las series televisivas que asimilan la bondad en los policías y el orden) o bien para dinamitarlo (en sentido figurado, claro). Está ya muy dicho que en manos de Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Ross McDonald, Horace McCoy o Robert Van Gulik (ya lo decían Gide y Cernuda), la novela policiaca nada tiene que pedirle a otras novelas de supuesta o tácita respetabilidad literaria. Ni la de espionaje, que también es policiaca, en manos de Eric Ambler o de Graham Greene. Son autores que suelen construir ejemplarmente sus novelas. Pero no es ese el fondo de la cuestión. La mía no es una novela policiaca en el sentido tradicional, clásico, del género, ni en el sentido paródico de las novelas de Sciascia, como A cada quien lo suyo, quien juega con el esquema tradicional de la novela policiaca para incrustar en ese cuadro el tema de la política, las relaciones de poder y de clase, las complicidades, para fijarse un poco en el sistema político y sus engranajes, rompiendo con las soluciones convencionales del género criminal. El delincuente no es necesariamente malo, el investigador se identifica a veces con el asesino. Todos somos culpables. El Estado no se juzga ni se procesa a sí mismo, etcétera. No, no es eso lo mío. Yo más bien intento que por el lenguaje se sienta lo policiaco, la violencia sorda que nos degrada. Aunque, claro, reconozco que a Sciascia debo algunas concepciones de los intríngulis del poder. Y por otra parte la lectura de El contexto, El día de la lechuza, Todo modo, me hicieron ver ciertas relaciones entre Sicilia y México. Cuando además en ciertos párrafos empecé a agarrar vuelo y me empecé a dar cuenta de que yo mismo caía en ese lenguaje condenatorio, sectario, panfletario, intransigente, maniqueo: policiaco, la verdad es que me dejé ir, porque sobre todo le daba tono a la tocata de Bruno y había que seguirlo. Y claro, a veces me trastornaba. La escena del desdoblamiento entre los Brunos viene de una de esas noches, también lo de las botas federicas. Toda proporción guardada, me acordaba de los Borgia, y me consolaba o tranquilizaba, me conjuraba ese miedo fundamental a la locura, eso que Laing incluye en cierto margen de “normalidad”, es decir, que todos tenemos cierto compás esquizoide y que no debe aterrarnos.
Encuentro varios puntos en común entre Sicilia y México. Tal vez el pasado español, el catolicismo, el miedo a la traición sexual, la abundancia en la lengua siciliana de ciertos vocablos castellanos, la actitud judeocristiana y árabe por parte de España respecto a la sexualidad, los modos mafiosos de relación y de hacer política, y la imaginación para la venganza. Pero no es la mía una novela policiaca en el sentido clásico inglés ni en el renovador o alternativo de Leonardo Sciascia. Es policiaca por su tono y por su lenguaje judicial y clínico; policiaca en el sentido calificativo en que se dice, por ejemplo, novela rosa, novela psicológica, novela romántica, novela italiana o novela yucateca. No es policiaca por su forma ni por su estructura, sino, tal vez por su contenido o por su olor. El tema apesta. Todos traemos un policía adentro. Ser policía es esencialmente desconfiar. Es sembrar la cizaña. Es perseguir, es espiar, es archivar. Es echarle un ojo al gato y otro al garabato. Es acumular información. Es ser acumulativo y retentivo, egoísta y narcicista, incapaz de relación humana profunda. Y ese verbo, espiar, también lo podemos conjugar en el diálogo hablado o no hablado de la pareja o en las relaciones familiares o de trabajo. Desconfiar de la propia mujer es ya tener a la policía en casa. En ese sentido es una novela policiaca, por muchas razones que tienen que ver con el terror, con la desaparición irrecusable de personas, y también porque así parece ser el país o el mundo en que vivimos. Es una materia nauseabunda, la que se toca allí, o se huele. Es la corrupción de nuestros mejores deseos.




Uno no escribe porque tiene algo qué decir sino porque tiene deseos de decirlo. En Pretexta hay un gran coraje (y la literatura se hace de coraje, resentimiento, rencor) respecto a lo que se vivió en México entre l968 y 1978: por una parte la resaca del movimiento del 68 y por otra el golpe de Excelsior que en mi novela aparece como el golpe dado a un periódico imaginario llamado El País. De esta forma lo que me interesaba era hablar de la mentira, de la falta de correspondencia entre las palabras y las cosas, pero sobre todo del fenómeno de la tergiversación de las palabras en las operaciones de desinformación. El término de desinformación corresponde al lenguaje de la guerra y del espionaje cuyos objetivos son los de desviar la atención, despistar al enemigo. Quise abordar el tema del libelo porque durante el régimen de Echeverría se publicaron muchos.
Esto significa que ya llegamos al libelo electrónico que practican sobre y con toda impunidad, como si no existieran las leyes. En este sentido Bruno Medina era premoderno. Estos señores no ven a la televisión como medio de información y de periodismo sino como un instrumento de propaganda y complicidad política, hecho que se asemeja con la televisión de las dictaduras.
”El escritor fantasma”, que era uno de los títulos que tenía y que da mejor la idea general del libro porque de eso hablo, de un escritor fantasma, como Pedro Baroja en la actualidad, que escribe libelos. O la titularía “El cronista enmascarado”, que es uno de los seudónimos con que firmaba Bruno Medina sus crónicas de lucha libre. Otra cosa que veo es que el prototipo del profesor Ocaranza, objeto de los ataques de Bruno Medina, es un personaje mexicano en extinción.
En los setenta el tema del poder sonaba por todas partes. Yo hice en cierta forma una novela para exponerla a la lectura de los discípulos de Foucault. Me interesó reflexionar sobre los mecanismos de poder, esfuerzo especulativo que como todos los que sobre estos mecanismos se hagan son saludables para la sociedad.
En países como la URSS hay departamentos especializados en leer novelas policiacas o de espionaje para descifrar informaciones porque muchas han sido escritas por ex espías. Hay, pues, gente muy culta en ese negocio. No olvidemos que uno de los fundadores de la CIA era un gran conocedor de Eliot, aparte de cultivador de orquídeas.




“Era una radiante mañana estival. El pequeño jet de franjas anaranjadas y plateado coleó en la pista produciendo un estruendo ensordecedor”. La nueva edición dice en cambio: “Era una radiante mañana estival. El pequeño jet de franjas anaranjadas y plateado coleó en el aeropuerto de Tijuana produciendo un estruendo ensordecedor”
Además busqué un más claro ordenamiento al dividir la novela en trece capítulos numerados.
Sin considerar este franco deseo de atender una geografía “real”, los cambios señalados no modifican sustancialmente a Pretexta. La aparición de la ciudad fronteriza viene a dar a este ámbito –paradójicamente— una consistencia simbólica.
El centro de estas narraciones es una ciudad que empieza a vivir de forma imaginaria, como la Dublín de James Joyce, la Racalmuto de Leonardo Sciascia o los pueblos de Comala y Macondo de Juan Rulfo y Gabriel García Márquez. Para algunos, el aparente afán de verosimilitud obtiene un efecto contrario: al acentuar la realidad de una zona geográfica, convoqué esa larga tradición de “ciudades invisibles”, según la expresión de Calvino, logrando con ello un acercamiento doblemente realista. El motivo “Tijuana” buscará diversas formas de manifestarse, siendo su punto de permanencia, el conflicto, la ambigüedad como máscara de una cultura mixta en esencia. Los “tijuanenses” se identificarán con el movimiento de las focas: “Clavando perdidamente la mirada en [las focas] y en sus juegos, vi que nada tenían que hacer tan lejos del mar, que no era ése su sitio adecuado sino el de la línea divisoria que empieza y termina en las playas. Seres a medias: metamorfoseados, fronterizos, en medio del camino hacia la vida terrestre, habitantes risueños de las olas, muñecas flotadoras, somnolientas, mudas, seres andróginos y en apariencia asexuados...”




En los años sesenta había una desconfianza hacia la forma tradicional de la novela. Se suponía que ella debía esforzarse por ver de otra manera la realidad, por asimilarla y recrearla de otro modo y no según un código novelístico. Este código fue muy alterado por la obra de James Joyce (Ulises, Finnegans Wake, sobre todo), lo que ocasiona la certeza de que una propuesta novelística podía recorrer muchos caminos. En los autores del nouveau roman predomina la idea de que el autor debe desaparecer, no estar presente como alguien que observa y reflexiona sino del modo más impersonal. Pero estos postulados resultaron acaso más interesantes que las propias novelas que se produjeron. En términos de lo que podría ser el ensayo sobre la novela estaban cargado de aires muy fecundos, sugestivos, enriquecedores. Curiosamente, tal reflexión ocasionó un reflujo de la narrativa experimental y un auge del realismo. Al fin, y en este punto de la historia literaria me detengo, aunque uno adopte la forma tradicional (caracterización de personajes, establecimiento de un conflicto, desarrollo y final), la novela siempre será nueva en términos de sensibilidad, valores del lenguaje, no obstante que se asuma un código determinado. Vivimos un mundo diferente en cada momento; la historia va caminando, hay un paso del tiempo. La novela se nutre de nuevos contenidos que no estaban en el pasado. Es lo de menos que esos se reproduzcan según un modelo confeccionado en la época victoriana inglesa o en el siglo XIX francés.
Cuando comencé a escribir Pretexta seguí un método más o menos divagante, sin un plan previo. Esto coincidió en un momento con la lectura de El contexto, de Sciascia, que fue una suerte de detonador: un factor desencadenante de muchas ideas que yo traía atoradas, obstaculizadas, oscuras todavía. El encuentro con la narrativa de Sciascia me permitió desmadejar ese conjunto de enredos que era mi proyecto de novela. En Sciascia vi la posibilidad de combinar la política con un tema novelístico, sin caer en el panfleto ideológico. El autor siciliano se sirve de la estructura de la novela policiaca tradicional para ir presentando un problema y no perder la atención del lector, aunque al final desarticula el esquema convencional y toma otras rumbos: no tienen las mismas soluciones “morales” las novelas de Sciascia y las de Agatha Christie. En aquél no se sabe (y tal vez no es importante saberlo) quién es el culpable; no se aprehende al asesino y no se le castiga, como es lo más frecuente en la realidad. El crimen no tiene castigo porque hay un entramado social que lo defiende y soporta. Cuando Sciascia aludía al mundo de la impunidad sentí que estaba hablando de México, por la manera en que el quehacer político se ha ejercido en términos hamponescos desde las mismas oficinas gubernamentales. También las reflexiones de Sciascia sobre el crimen de Estado me explicaron muchas cosas que han sucedido en México, al menos en la historia de este siglo, como la práctica del asesinato político.
Pretexta se sirve de esos recursos de la narrativa policiaca en el sentido convencional: sería en tal caso eso que llaman una novela-enigma. Es decir, surge del planteamiento de un problema (un robo, una persona desaparecida, un asesinato), como la X de una ecuación matemática que hay que despejar.
Hay un constante juego con el tiempo: se corre hacia atrás, luego al presente, de nuevo hacia el pasado... Yo distingo con claridad esta combinación de tiempos, pero no estoy seguro de que así suceda con el lector. Ya sabemos que cuando uno recuerda nunca sigue un orden cronológico sucesivo, sino que salta de un momento a otro en una secuencia significativa. En el mismo proceso de la memoria hay una selectividad, un trabajo de edición, como también lo hay en el aparato onírico: el sueño escoge imágenes, escenas, angustias, y en su combinación las presenta entremezcladas en ciertas horas del dormir.
La novela se basa además en una primera persona plural, un nosotros que también cierra la historia.
Me pareció interesante el empleo de este recurso porque diluye de algún modo al narrador omnisciente y crea una ambigüedad. Tal vez esto viene de Faulkner en algunos de sus cuentos, como “Victoria” o “Todos los aviadores muertos”. Cuando un ex combatiente de la primera Guerra Mundial llega a París a visitar un cementerio aledaño a la ciudad, una tercera persona del plural dice: “Quienes lo vieron bajar del expreso de Marsella en la Gare de Lyon aquella húmeda mañana...” o “Quienes lo vieron bajar del mismo taxi en la Gar du Nord pensaron...” El “nosotros” en mi caso diluye al yo y crea un sentido impersonal, pues aunque sea uno el que narre o cuente lo hace desde una pluralidad de testigos. Hay una zona de mi escritura que siento un poco misteriosa, que se precipita como los sueños en materiales que dejo fluir y sobre los cuales no tengo demasiado control consciente. Siempre viviré con la duda acerca de si mis dos novelas han sido totalmente conseguidas. No sé si su ambigüedad (el lenguaje siempre es ambiguo) o su oscuridad se deba en efecto a la creación de un ambiente o a deficiencias mías como narrador. Esto es lo que nunca voy a saber, pero los textos ya están fijos en la letra, como tallados en planchas de bronce, según decía Horacio.
La trama de Pretexta considera algunos hechos políticos de la historia reciente, como el movimiento estudiantil de 1968 o el golpe contra el periódico Excelsior. Así también, la aparición no infrecuente de libelos.
Eran operaciones de desinformación que relaciono con el estilo de gobierno de Echeverría. Parece que él creía en el libro como instrumento de ataque. Ya en la presidencia, bajo el sello de una editorial fantasma, propició la impresión de Danny, el sobrino del tío Sam, en contra de don Daniel Cosío Villegas. En ese sexenio circularon además El Móndrigo, El Excelsior de Scherer, Jueves de Corpus violento. Este último, por ejemplo, se propone demostrar la extraña tesis de que el ejército no tuvo nada que ver con los sucesos del 10 de junio de 1971 (explicación no solicitada) sino que todo lo había maquinado el grupo Monterrey. Justamente el uso de libelos como armas de denigración política era en contra de personajes a los que no se podía agredir personal o físicamente porque resultaba muy escandaloso.
Era un poco ingenuo por parte del gobierno pensar que esos libros iban a tener un efecto real. Es un tipo de propaganda sutil, de impronta claramente fascista, según el modelo de Goebbels y Mussolini. Parece que en las décadas de los veinte y los treinta italianos se utilizaba el libelo como medio de propaganda. Creo que en el fondo la idea es pueril porque además en México no es que la gente lea mucho y quienes leen libros no se dejan embaucar. Lo que a mí me interesó fue todo el procedimiento literario que la redacción del libelo implicaba. ¿Cómo es que alguien se presta para escribir esto? Además, tales redactores fantasma tienen que ejercer profesionalmente el oficio de escritor. Los libelos están bien escritos y bien planeados. Toda la operación literaria del libelista, la redacción de una falsa biografía, me resultó atractiva: ese mismo procedimiento de falsificar la realidad alude a la falsificación de la historia, a la tergiversación del pasado.
Y eso tiene que ver además con las máscaras sucesivas que trata de implantarse Bruno Medina, el protagonista de la novela. Intenté crear un cuadro dramático al modo pirandelliano, por el problema del juego de identidades, esos supuestos rostros que asume el redactor fantasma. ¿Qué clase de personaje es este hombre que de pronto es reclutado por el gobierno para escribir un libro denigrante? ¿Cómo es posible que no se sienta mal de hacer eso; qué clase de composición moral tiene como para no sentirse asqueado? ¿Cómo es posible que el aceptar dinero para hacer eso no lo haga sentirse como una cucaracha?
La redacción de libelos no es un fenómeno moderno. Existió en otros siglos. En la Enciclopedia francesa del siglo XVIII, por ejemplo, hay una descripción como de tres páginas sobre el libelo.
En la Roma de Séneca existía la tragedia pretexta; también, como vestimenta, la pretexta era una toga usada por ciertas figuras del poder, senadores, por ejemplo. La toga pretexta la vestían magistrados, cónsules, pretores... En cambio, la tragedia pretexta era una obra de teatro con personajes reconocibles públicamente, para ser leída o actuada después de los acontecimientos como una suerte de informe o reportaje teatralizado. De cierta manera, El caso Moro, de Sciascia, es una pretexta porque se trata de una reflexión literaria posterior a un acontecimiento de la vida nacional de orden político. Igual ocurre con Postdata, de Octavio Paz, que parte de la matanza del 2 de octubre en Tlatelolco y analiza las repercusiones que este hecho tiene en la sociedad mexicana. Eso es la pretexta: una composición dramática que más que para ser representada en un escenario, es para leerse ante el público, referida siempre a un suceso muy inmediato de la historia nacional. El caso Moro relata, pues, el secuestro y el asesinato de Aldo Moro en 1978 por las Brigadas Rojas. Igual se podría escribir ahora un libro sobre el homicidio del periodista Manuel Buendía (que no quedó muy claro), con los personajes más identificables de nuestra fauna política. Mi novela quiere ser, en este sentido, una amplia meditación sobre acontecimientos muy truculentos del pasado mexicano más o menos inmediato.
“Las galerías del poder: las largas oficinas toda pulcritud, el cielo y el infierno a los que todos sin excepción aspiraban”, se lee en la novela, “tomaron de pronto para Bruno la forma de un instituto en el que la obediencia, el silencio, la contenida y callada anulación de sí mismo constituían las cualidades a las cuales debían apuntar sus esfuerzos. [...] La displicente esclavitud de un amanuense como él, la subordinación, la lealtad al jefe, esa especie de servidumbre voluntaria, no serían olvidadas nunca por aquel que en la planta alta despachaba y sólo se comunicaba por medio de interpósitos ujieres y abandonaba el lugar, a horas no fijas, por un elevador privado que lo conducía hasta el sótano. [...] El señor debía estar fuera del juego y por lo mismo las medidas de seguridad interna vedaban todo contacto entre los componentes del equipo. Uno podía conocer la existencia de otro, y éste la de otro, pero ninguno debía indagar la identidad del resto de los operadores. Lo poco que se sabía del señor era que no usaba corbatas nacionales ni norteamericanas, sino europeas, porque se les doblaba la tela interior almidonada, y que prefería té de bolsitas importadas de Inglaterra, calzones franceses para no rozarse, y zapatos italianos, suaves y de buen corte. Una alfombra persa azul y tornasolada, vista desde el pasadizo momentáneamente, delimitaba los terrenos de la dirección por un lado y los corredores embaldosados por el otro, donde entre un cubículo y otro se ejecutaba la idea.”
En Álvaro Ocaranza y los grandes señores del poder, Bruno Medina encuentra figuras paternas. Una de sus angustias reside en esta búsqueda del padre y en los extremos de la servidumbre y la traición.
Sería ése el más obvio sentido simbólico. También el más convencional. Es decir, que las figuras de autoridad como la del padre se reproducen en el jefe que tienes en el trabajo o en el gobernante. Uno suele soñar al Presidente, uno tiene sueños políticos. Sueños no en el sentido de ilusiones o de fantasías o de esperanzas políticas, sino estrictamente en el sentido onírico. Uno no escoge a sus invitados a los sueños, pero confieso que algunas veces los he soñado, especialmente cuando el Presidente anda fuera del país, como al padre lejos de casa. Aunque no sea legítimo el Presidente, aunque el pueblo no lo haya elegido, es una figura fuerte, el jefe de la tribu. Es una figura mítica. Aunque no lo escoja la tribu, es el jefe de la familia y todo el mundo, por la fuerza o la manipulación política, consiente que sea el jefe. Bruno Medina siente que traiciona al padre. En primer lugar porque tuvo relación con una mujer que después fue amante de Ocaranza; y por otro lado, al inventar la biografía del viejo y mezclarle asuntos de su propia vida, Bruno siente que está cometiendo una especie de asesinato metafísico en la figura del padre simbólico que es Álvaro Ocaranza. Y entra en un momento de culpa. Los datos que me ayudaron a configurar mejor el personaje de Bruno Medina me fueron proporcionados por Ignacio Millán, un amigo mío psicoanalista que murió hace unos años.
Nacho me contó que cierta vez le llamaron por teléfono a su casa a las cuatro de la madrugada; era un conocido suyo, y le indicó que en su oficina y frente a él estaba un joven armado exigiéndole dinero para publicar un desplegado en los periódicos en contra de Kissinger y en defensa del Presidente de México, porque había una conspiración contra el Presidente y ya venían los gringos a acabar con el país. Un muchacho en delirio, en un estado mental crítico de rompimiento con la realidad, quien resultó una especie de “halcón”, guarura, asesino a sueldo, torturador. Entonces pensé que mi Bruno Medina era una especie de halcón de la literatura, que golpeaba con adjetivos, frases, párrafos; un operador literario, un fabulador, un propagandista que inventa situaciones, disimula, desinforma, crea ambigüedades con las palabras, un falsificador de la realidad que adultera biografías de personajes políticamente importantes y siempre contrarios al gobierno. Este escritor fantasma, enmascarado agente literario, debía tener una psicología como la de alguien deshecho por la violencia y el sentimiento de culpa que en algunos provoca el crimen. Moralmente su antagonista es Álvaro Ocaranza, el tipo de intelectual que cree que las cosas pueden cambiar; es como Séneca o Sciascia, quienes sienten que finalmente la razón se va a imponer en el mundo y cuya única y principal bandera es la integridad moral. A estos personajes los desprecia el poder, los persigue y los destruye, se ríe de ellos. En Pretexta el profesor Ocaranza es la suma de varias personalidades: José Alvarado, José Revueltas, Julio Scherer, Daniel Cosío Villegas. Tal vez Ocaranza se aproxima más a Pepe Alvarado, medio aficionado a las cantinas y a la informalidad, no tan exquisito ni tan refinado y pulcro como Cosío Villegas. Ocaranza es todo lo contrario de un señorito muy respetable, ciertamente. Pero Ocaranza es asimismo como el profesor Rubén Vizcaíno Valencia de Tijuana, un hombre que ha hecho mucho por esa ciudad en términos de promoción cultural. Y finalmente Ocaranza es además alguien como mi padre. Todos ellos son hombres que en el fondo tienen fe en que las ideas cambien al mundo, en que las ideas prendan y logren inscribirse en el movimiento de la historia, digamos, en la sociedad, en la gente. No es que sean ingenuos; tienen una fe que yo no tengo en el caso de México. Aquí ya no existen las ideas, o nadie les da alguna importancia. Aquí las cosas no pueden cambiar desde el punto de vista de las ideas. Con las ideas solas, con la crítica sola, la realidad del país no va a cambiar.
La frase del incipit: “Que nunca fuera a trabajar para el gobierno le había dicho su padre…” no tiene ningún significado, ni simbólico ni político. Simplemente es una broma que yo me he hecho acerca de algo que me decía mi padre cuando estaba borracho: nunca vayas a ser policía. Lo único que él quería para mí en la vida es que yo no fuera policía. También me decía que nunca fuera a trabajar para el gobierno porque él tenía treinta y dos años trabajando en el telégrafo y no podía jubilarse. Su trabajo para el gobierno, en el telégrafo, era muy inhóspito. La jubilación la obtenía a los treinta y tres años y los burócratas hicieron muy mal en aceptarle la renuncia en estado de ebriedad, porque a partir de entonces tuvo que empezar desde cero, como lo había hecho a los trece años en Álamos, el día que entró a trabajar al telégrafo como meritorio. Una vez perdida su chamba y su jubilación, puso una mesita a la entrada del telégrafo y una máquina de escribir para redactarle cartas y telegramas a la gente, como en la plaza de Santo Domingo, por unas cuantas monedas. Siempre de corbata, muy digno, pero triste y humillado en el fondo.




Si bien la crítica puede ser una creación en sí misma, también es cierto que ante todo es política literaria: se mueve por afectos y un crítico tiene muchísima mayor libertad que un juez. Para un crítico los mejores escritores son sus amigos. Y es natural que así sea porque cuenta mucho la afectividad y la simpatía en el caso de los contemporáneos. Un crítico no es un juez. La distancia o la diferencia que pudiera haber sería en todo caso en relación con el lenguaje. La creatividad vale en cualquiera de los géneros, incluida la crítica, que no son unos superiores a otros sino distintos. Hay temas que se tratan mejor en el ensayo reportaje, por ejemplo, o en una conferencia. Y los géneros existen porque son formas necesarias de encarar lo que se quiere expresar en cierto lenguaje, la materia tratada que exige un tono y una composición particulares. El lenguaje del teatro, de la pieza dramática es uno, y otro es el del soneto petrarquista o el de la conferencia o el ensayo (“la tesis sin pruebas”, me dicen que decía Octavio Paz, pero nunca he localizdo esa frase en su obra). Tiene además que ver con el medio de “comunicación”, con el tipo de relación con el espectador o el lector o el radioescucha en el caso de la radio: allí entran sonidos, pausas, silencios, y aclaraciones que, por ejemplo, son innecesarias en la televisión o en el cine. El teatro, el lenguaje teatral, aunque se apoye mucho en el diálogo, no siempre es un lenguaje lingüístico; importa mucho el trabajo de los actores, el timing, la “edición” que le va dando el director a la puesta en escena, los silencios y las pausas y las miradas de los actores. En el cine, el lenguaje no sólo está en la imagen en movimiento; también está en la actuación de los actores, en la banda sonora, en el ritmo, en los encuadres de las tomas, en el uso del color fotográfico, en el montaje y en la toma de decisiones del director al poner aquí o allá una escena o una secuencia; allí sí el orden de los factores altera el producto; se dice una cosa u otra según una escena esté al principio, en medio, o al final de una película, como sucede un poco con la novela. En nuestra visión progresiva, no necesariamente cronológica, las cosas son en buena parte por el orden en que se nos van presentando, ya que nuestra percepción es sucesiva. Es un problema de lenguaje. En la novela corta, o en la noveleta que vendría siendo lo que Henry James llamaba a long short story, se requiere de otra composición distinta a la de la novela. El cuento procede según “una sola emisión de la voz”, como decía Cortázar. Pero en el campo de la novela tiene otro tipo de elasticidad, de dilatación; hay allí una mayor posibilidad de intercalar y mimetizar materiales más inconscientes e irracionales que los que informan el hilo conductor anecdótico. La exigencia de una lógica anecdótica en la novela puede ponerse por un lado en ciertos tramos e incluso romperse totalmente, sobre todo porque, luego de tantos años de historia literaria, el lector sabe de las convenciones que se trastocan, sabe del monólogo interior o de lo que puede ser un discurso introspectivo, y acepta también el juego de los cambios de las personas verbales, de los puntos de vista, o de la alteración de los modos y los tiempos de la frase, si se le plantean con claridad las intenciones narrativas, si se le da bien lo que Juan Goytisolo llama la “sintaxis personal del escritor”.
No es más que una diferencia de lenguaje. La creatividad, la calidad y el talento son otra cosa. Hay elaboraciones portentosas que toman el objeto literario hasta llevarlo a niveles de excelencia, no necesariamente interpretativa, que crean mundos tan ricos como los de algunos poetas o novelistas. No hay competencia en esto. Basta leer a Trilling, Steiner, Auerbach, Barthes, para ver qué dimensiones se pueden descubrir a partir de una obra ajena acabada. La cultura no estorba a nadie. Es un problema falso y tonto creer como algunos creen que sólo se preserva cierta pureza creativa, sea eso lo que sea. Todo lo contrario. Las lecturas sugieren y enriquecen y evitan que uno se vaya por caminos ya muy recorridos. La cultura no es la cantidad de información que uno llega a copiar sino la calidad más o menos original y personal que en todo caso uno llega a reproducir, la capacidad de asimilar y de sentir, en fin, la posibilidad de tener una emoción. Es ocioso plantearse el problema de si en las escuelas de literatura se aprende o no a escribir. No tiene nada que ver. De lo que se requiere es de una emoción. Joyce Carol Oates decía que es cierto que los escritores trabajan mucho. Sí, decía, pero también sienten mucho. En este sentido, pues, la crítica, que sí existe en México, y muy abundante, es una respuesta buena y necesaria, sobre todo si está hecha con imaginación, con pasión y con amor. Nada más satisfactorio que darse cuenta de que el crítico ha captado el sentido de algo que el autor ponía por ahí más o menos escondido. O ver que alguien hace una lectura llena de sugerencias que uno no imaginaba. Lo fascinante está allí, pues, en esa disparidad de lecturas. Por eso la novela se mueve en un campo distinto al de la crítica, que suele ser más lineal, más sistemática en cuanto a la organización de su pensamiento. Son lenguajes distintos. Cuando un crítico habla de la “circuncisión del corazón” ya podemos imaginar en qué niveles poéticos anda. Ese es un crítico
verdaderamente creador.




Los nombres... A mí los títulos y los nombres me siguen pareciendo importantes. A veces los míos me han parecido un poco extravagantes, fuera de lugar, injustificados, pues no siempre corresponden al sentido del libro. Me digo que no importa, que basta con su sonido, que una persona no es como es por llamarse Juan o Mercedes. Me ruboriza oír que alguien los pronuncie y por supuesto no ando por ahí repitiéndolos. Nunca estoy seguro. Me molesta la connotación de las focas, por ejemplo, la alusión zoológica; no debí haber remarcado desde el título esas figuras. Y no logro buenos títulos. Me cuestan muchísimo trabajo. Pretexta es demasiado referencial, tal vez un poco demasiado “culto”. Y es que eso de los títulos se ha vuelto con el tiempo una repetición de fórmulas y no es que esté mal buscar resonancia, las posibilidades más ricas de asociación o de evocación cultural y popular, como los títulos de las novelas de Juan Marsé (Últimas tardes con Teresa, La oscura historia de la prima Montse, Encerrados con un solo juguete, Si te dicen que caí). ¿Con qué juegan estos títulos? ¿Con la novela balzaciana? Entran, pues, dentro de cierta onda de títulos. Son como un equivalente de los conjuntos en el álgebra. En una línea están Si muero lejos de ti, Si te dicen que caí, No me preguntes cómo pasa el tiempo, Estas ruinas que ves, Morirás lejos, y hasta se me ocurre que Amor perdido por no sé qué resonancias. Los títulos en una sola palabra no son en sí mismos una garantía. Hay un Cumpleaños, una Rayuela, un Paradiso, pero también hay un Tiburón. Es decir, pues, que Pedro no es Pedro por llamarse Pedro sino por lo que es en persona. Ah, a mí un título que siempre me ha encantado es Persona, la película de Bergman, o el libro de Pound. Me parece un título perfecto. Con un título así yo me hubiera sentido bastante satisfecho con mi noveleta sobre los pingüinos. Pero no se me dio. Claro que nada impide ponerle a una novela el título de una película (Juan García Ponce tituló un libro suyo como una película de Antonioni, aunque tal vez la había escrito antes de que Antonioni filmara La noche). No está fuera de las reglas del juego hacerlo. A mí, digo, no me funcionó. Los cineastas a veces dan con títulos envidiables, tal vez porque piensan en imágenes. ¿Cómo no envidiar títulos como Las manos en los bolsillos o Las amargas lágrimas de Petra von Kant?




El personaje de Bruno se me completó con el Bruno de Le petit soldat, de Godard, un militante derechista en Ginebra que conspiraba contra los argelinos, un agente al que no le gustaba el Mediterráneo ni Albert Camus, un joven derrotado por la nostalgia de una guerra digna, alguien al que no le gustaba España porque existía Franco pero que amaba España “porque una ciudad como Barcelona existe”. Y luego por ahí solté una frase de Bellocchio: “Podríamos no existir. Nadie notaría nuestra ausencia”. Pero lo que me sigue intrigando es lo de los títulos. Hay como familias de títulos. Unos son los de Manuel Puig o los de Pavese (Entre mujeres solas, Trabajar cansa, Vendrá la muerte y tendrá tus ojos). Otros los de Juan García Hortelano (El gran momento de Mary Tribune). Otros los de Jaime Gil de Biedma (Las personas del verbo, Después de la muerte de Jaime Gil de Biedma). Y ese otro bellísimo de Esther Tusquets: El mismo mar de todos los veranos. Otros los de Carlos Fuentes (del que sólo me gusta La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz) o los de José Agustín (Inventando que sueño). Los títulos hablan del mundo personal y novelístico del autor. Hay títulos desafortunados que hablan ya de la maldad literaria de sus autores, pero luego encontramos títulos muy parcos o demasiado llanos que esconden una gran novela. Hay ejemplos para todos los gustos. ¿Qué podríamos añadir a la sencillez de Pedro Páramo (que ya sugiere cierta connotación de terrenos ralos, desérticos o estériles) o a la llaneza de El llano en llamas? Probablemente en lo que estoy pensando es en títulos más o menos plásticos, descriptivos o espectaculares. Con eso de El zafarrancho aquel de vía Merulana ya casi está contada toda la historia. El laberinto de la soledad, sólo como título, es un poema en sí mismo. Y es toda una ociosidad esto de los títulos. No tienen tanta importancia. Kafka no necesitó de este tipo de títulos para ser grande, ni Joyce (aunque me encanta Retrato del artista adolescente), ni Beckett, ni Lezama Lima ni Carpentier; son una estupidez los títulos, digo, a nadie le importa tanto. Pero de todas maneras me muero de envidia ante títulos como La soledad del corredor de fondo y ése de El miedo del portero al penalty me parece toda una escena, y ni se diga Persona, que ya implica lo de las máscaras y los desdoblamientos. Me gustan títulos como los de La rodilla de Clara, El derecho del más fuerte, El honor perdido de Katahrina... no sé qué, Las tribulaciones del estudiante Törless, Tierna es la noche, Reflejos en un ojo dorado, El corazón es un cazador solitario, Historia universal de la infamia. Pero qué frivolidad. Todo esto no quiere decir mucho. Henry James no necesitó de buenos títulos para hacer lo que hizo, ni D.H. Lawrence. García Márquez sí logró buenos títulos en sus grandes novelas, que no me voy a poner a repetir aquí. Y es que hay autores que deciden evitar demasiadas connotaciones en un título, no contar toda la anécdota en un título ni hacer del título un poema. O no quieren o no pueden, es lo de menos. Se deciden por una parquedad inteligente. No es ni bueno ni malo. Lo único que parece indicar este engranaje o encaje entre el título y obra, o este divorcio entre la palabra y el objeto o las cosas (a estas alturas cualquier cosa parece querer decir cualquier cosa), es que justamente allí, en ese ámbito imprecisable de sugerencias y ambigüedades, entra en juego el mundo del lector con el mundo del autor. Como en la pareja, son dos mundos (con todas sus fantasías, abyecciones, complicidades, traiciones, identificaciones, ternuras, desprecios y burlas) los que entran en relación. La lectura es una relación... íntima, yo diría.
La novela es como una persona. Se le acepta o no se le acepta. Se le rechaza o se le concede existencia. Se cede a su seducción, porque a uno le gusta, o simplemente no se comparte con ella el mismo lenguaje, los mismos valores o el mismo mundo. Y también por lo que la “persona” tiene etimológicamente de máscara o de muñeca rusa.
No es una relación erótica la de la lectura; no hay coqueteo ni hay cópula; sería pedirle demasiado a la metáfora. Más bien quiero decir que se hace contacto o no se hace, o se hace muy poco, como en las relaciones personales. Aunque también es cierto que cualquier persona, viva y concreta, es más importante que cualquier novela. La vida es más importante que la literatura, ya se ha dicho mucho esto, a pesar de que el arte está en la vida, la contiene o es una forma de vida. Y si sale bien es en buena parte porque se hizo con pasión, con placer o con dolor.
No se negocia nada con el lector ni se le agrede. No se trata de pescarlo ni de cazarlo como si fuera una trucha o una liebre. No se le está tratando de vender nada. La novela es por su cuenta, aisladamente, como una persona sola, chaparra o fea, guapa o alta, con cuello alto o corto, apasionada o sin imaginación, tonta o superficial, buena y mala, de un sexo u otro. Es como le da la gana ser. Es como Humphrey Bogart: “O les gusto o no”.
Claro, es lo malo de las teorías novelísticas, por eso uno no se dedica a la crítica como George Steiner, Lionell Trilling, o Leavis. Pero cursi también es el diálogo de los amantes, en la intimidad, si lo sacamos con un micrófono hasta un altoparlante o no lo oímos en la “intimidad” de la sala oscura de un cine. Depende de dónde y de cómo. Por eso la lectura se hace a solas y en silencio. Y es cierto. Uno no debería meterse en terrenos desconocidos o tan pantanosos como los de la teoría literaria. Se nos puede ir la vida tratando de conceptualizar lo que es novela o reproduciendo lugares comunes: es un saco al que le cabe todo, sirve para conocer la profundidad del corazón humano, vale para ampliar nuestra conciencia del mundo o nuestra experiencia humana de la vida realmente vivida…




Parece cosa de poca importancia, pero un trozo de papel que se estaba mojando en el pasto bajo una de esas regaderas de araña me cambió la vida. Me imagino que era hacia 1962 en un rincón de San Ángel, Tlacopac, donde me rentaba un cuarto mi profesor de derecho romano Guillermo Floris Margadant. Una mañana, sin muchas ganas de vivir, salí caminando indolente y arqueado, con la vista baja —no puedo mantener la línea horizontal hacia enfrente por un problema en las lumbares— y me encontré en el suelo ese pedazo de papel impreso. Era una esquina cortada de La Gaceta, la revista literaria del Fondo de Cultura Económica, y en sus esquinas se alcanzaban a leer unas letras: rreola, eininger, Homenaj... Me puse a leer las líneas que el azar me había puesto en el camino:
“Al rayo del sol la sarna es insoportable. Me quedaré aquí en la sombra, el pie de este muro que amenaza derrumbarse.
“Como a buen romántico, la vida se me fue detrás de una perra. La seguí con celo entrañable. A ella, la que tejió laberintos que no llevaron a ninguna parte.”
Era un texto corto, de dieciocho renglones, y al final se infería que quien hablaba era un perro. Lo firmaba Juan José Arreola y se titulaba “Homenaje a Otto Weininger.” Sentí entonces que el lenguaje escrito podía transportarnos a otra dimensión. Y que eso era la literatura.
Por eso, cuando por una nota de prensa me enteré de que Juan José Arreola terminaba de estar en este mundo, empecé a rememorar lo que significó para mí conocerlo hacia mediados de 1963 y lo importante que fue para muchos escritores en ciernes de aquellos años. Fue el creador, por no decir el inventor, de los talleres literarios en México. Editor, carpintero, ajedrecista, jugador notable de ping pong, conocedor de vinos, de telas y de la sastrería más fina, Arreola era el espíritu de la época. No hacía más de quince años que había vuelto de París, donde estudió teatro al lado de Louis Juvet y Jean-Louis Barrault, y todavía usaba esos sacos de pana azul marino que se estilaban entre los jóvenes de la postguerra francesa y en los encendidos antros de Saint Germain de Près. Así se le podía ver en la Casa del Lago a principios de los años sesenta. Organizó allí grupos de poesía en voz alta y colocó en los jardines mesas y tableros para que los visitantes jugaran ajedrez en las mañanas de los sábados y los domingos.
Lo que Juan José nos estaba diciendo a todos, con sus actos, con su elegancia y su estilo, es que el arte podía muy bien incorporarse a la vida cotidiana y que, más allá de las carreras universitarias tradicionales, estaba también el oficio de leer y de escribir. Era además un gran amante de las artes gráficas. Inauguró una colección, Los Presentes, en la que debutaron los jóvenes Carlos Fuentes, Ricardo Garibay, José de la Colina, José Emilio Pacheco, Archibaldo Burns, Elena Poniatowska, y en la que, me parece, también publicó un libro de Julio Cortázar. Cuando llevó a la imprenta del maestro Manuel Casas el primer número de Mester, la revista de nuestro taller literario, me di cuenta de que —al menos para los camaradas de mi generación— el ejercicio de la literatura era algo inseparable de las artes gráficas. Y con eso también aprendimos otro oficio que no pocas veces nos permitió ganarnos la vida —corrigiendo galeras— en las revistas, las editoriales, los suplementos culturales, en la imprenta Madero, en la Revista de la Universidad.
Desde un principio, cuando asistía a su taller literario en 1964, la lectura de poemas nos acompañaba siempre en nuestros trabajos de prosa. Y es que lo que tenía de particular el taller de Arreola —al que asistíamos tanto narradores como poetas— era que el énfasis estaba en la frase o, mejor dicho, en la cadencia de la frase. Tanto la lectura en voz alta de Arreola como la lectura íntima y personal de poemas nos ayudaban mucho a educar el oído.
De lo que se trataba en las reuniones con Arreola era de cultivar una sensibilidad ante el lenguaje, de atender el sonido de las palabras y no sólo su significado, y no tanto de sopesar el “efecto de conjunto” que podría tener, por ejemplo, un texto demasiado largo o una novela. Arreola no lo acompañaba a uno en toda la tarea de llevar a su término una novela. No tenía paciencia y no era ése el estilo de su taller. La frase era lo que importaba. Y al hablar de la cadencia de la frase lo que estábamos invocando era una noción musical. Aludíamos sin tenerlo muy consciente al compás y al ritmo —nociones musicales también—, a la regularidad en la combinación de los sonidos y así, poco a poco y luego de muchas páginas escritas y reescritas, podíamos empezar a creer que contábamos con algo parecido a un estilo en embrión, una prosa muy personal, más o menos fluida y sobre todo bien entonada.
Tenía su taller en la calle de Río de la Plata, en la colonia Cuauhtémoc. Todos los jueves por la tarde caíamos por allí Elsa Cross, José Agustín, Gerardo de la Torre, Jorge Arturo Ojeda, Alejandro Aura, José Carlos Becerra, a veces Juan Tovar y otros compañeros. Nunca le pagué un centavo, a pesar de que —según me dijeron después— cobraba una módica suma. Su generosidad se manifestaba sobre todo en el tiempo sin límite que le dedicaba a cada uno de nosotros, como si fuéramos figuras consagradas. Leía nuestros textos con esa voz que aprendió a modular en el teatro y de pronto se detenía en una palabra. Atendía al efecto de conjunto, pero se demoraba sobre todo en la cadencia de la frase. Ponía el acento en el ritmo, en la pertinencia de cada adjetivo o en su ociosidad, en la secreta musicalidad del enunciado. Y a partir de ahí asociaba sus ideas, alguna anécdota de Valle Inclán, alguna observación de Borges, un poema de Rilke, alguna aparente extravagancia de Kafka.
Arreola venía de una familia muy bien educada. Nos llamaba mucho la atención, pero lo valoramos mejor muchos años después, su manera de interesarse por el prójimo, el respeto a sus diferencias, como haciéndonos ver que la educación consiste precisamente en eso: en el respeto por el otro. Trataba a los demás como si fueran intelectuales, sin intentar seducirlos, hechizarlos, asustarlos o intimidarlos, sino despertando en ellos la inteligencia y el razonamiento, como hace el verdadero intelectual.




Arreola era muy generoso al dedicar su atención a cada uno de los textos, les dedicaba todo el tiempo del mundo. Con él trabajé mis primeros cuentos, que publiqué más tarde…
No tienen ni pies ni cabeza. Son como muy impresionistas, como estampas, como flashazos de algo: pero no tienen ni una situación, ni un personaje. Y es que en los talleres literarios de la época se ponía valoraba la buena elección de un buen adjetivo, o en la inteligente supresión de algún término innecesario. O sea que quienes dirigían talleres literarios se iban a la frase o al tono de la prosa, y no dejaban de ser muy buenos trabajos de redacción, pero se descuidaba el efecto de conjunto. Ni Arreola ni los otros directores de talleres se fijaban en la composición global del texto, en la estructura general de un cuento, sino, como decía antes, se fijaban sobre todo en el acabado de la frase, no en el efecto de conjunto. Entonces muy poco aprendimos en los talleres literarios acerca de lo más elemental de la teoría dramática que requiere una obra narrativa, un cuento o una novela. A mí lo que siempre me ha interesado son los diferentes procedimientos narrativos, tanto el de la novela como el del cuento, pero también el del corrido y el de la narración cinematográfica. Me interesan las diferentes formas narrativas: la de un niño que a los tres años, antes de la lectura y antes de la escritura, empieza a construir una historia, o un chiste. Y también cómo el niño, una vez en la escritura, comienza a armar un historia y a encontrar peripecias, crear un clima y encontrar una solución final. Lo que nadie nos puede negar es que como nuestra propia biografía biológica, bioquímica, a través del paso del tiempo, cuando pasamos de la niñez a la juventud y a la vejez, también el contar una historia requiere de una secuencia y de una consecuencia temporales. Contamos una historia según el orden de la serie natural de los números, del uno al nueve, y nos damos cuenta de que la trama es la solución de continuidad, es decir, un conjunto de interrupciones que van luego a conectarse en la lectura. Me hubiera gustado, en aquellos tiempos de los talleres literarios, aprender que finalmente Aristóteles es irrevocable: necesariamente una historia debe contener un planteamiento, un desarrollo o la creación de un nudo, el propiciamiento de un clímax y un desenlace final, aunque, como dice Jean-Luc Godard, no necesariamente en ese orden.
Esto nunca se nos dijo en los talleres literarios, porque es algo que no se puede enseñar, ni aprender de otros: es algo que sólo se aprende en la soledad de la máquina de escribir, son cosas que se deducen de lo que uno va escribiendo y no de lo que uno lee en manuales o recetarios literarios. Los escritores jóvenes de aquel tiempo olvidaban a Aristóteles, por lo menos algunos, porque era demasiado teórico. Pero la verdad es que Aristóteles no daba recetas ni facilitaba el trabajo a nadie. Su poética sigue siendo difícil de comprender en una primera lectura. Afortunadamente su misterio no va a develarse con las primeras luces.
En 1964 sucedía algo, si no pernicioso, al menos ocioso, algo que no condujo a ninguna parte, sino al callejón sin salida de la impotencia para escribir. Así como ahora hay una reivindicación del realismo, y se vuelve a leer y a reeditar la obra de Balzac, Thomas Hardy, Emily Brontë, George Elliot, así entonces, hacia 1964, había en México un profundo desdén por la novela del siglo XIX y se menospreciaba la trama, la anécdota, la construcción del personaje. Las novelas, según esta creencia no debían de tener personajes ni anécdota. Pronto se vio que era como exigir hacer música sin sonidos o pintura sin colores o luces. Entonces no eran tiempos propicios para que los escritores primerizos pudieran comprender la importancia de la composición literaria, el efecto de conjunto de un texto, y entonces algunos de mi generación perdimos muchos años sin saber qué ni cómo escribir. De ahí tal vez la nostalgia por una estructura clásica narrativa como la que aún preserva, buscando darle un orden al caos, la novela policiaca. Borges concede su valor justo a la novela de peripecias; dice que lo difícil es construir una anécdota como lo hacían Chesterton, Stevenson, Sir Arthur Conan Doyle. Lo de menos, lo más fácil, digo yo, es elaborar una especie de impromptu, sin principio ni final, ni pies ni cabeza, y por supuesto ilegible.
Aunque la anécdota está demasiado diluida y el trazo de los personajes es muy tenue, indudablemente que si la muerte del padre sucede hacia el final del libro es porque allí está la zona de mayor carga dramática. Por otra parte, nadie está obligado como lector a considerarla una novela. Podría ser lo que Henry James llamaba a long short story. Tengo que reconocer que probablemente no cuajó como novela, y es probable que no sea un libro; lo que pasa es que su publicación era parte de mi metabolismo literario. En primer lugar, es muy difícil pretender hacer una novela de sólo dos personajes, aunque se tenga perfectamente trazado un argumento, como sería el de la muchacha norteamericana muerta en la línea divisoria a consecuencia de un aborto desafortunado. Pero luego tenemos ejemplos de novelas que nos dicen que una novela casi puede ser lo que dé la gana a su autor. En cuestiones de recetas literarias no hay nada fijo, porque ni siquiera las recetas de cocina se siguen al pie de la letra. Así, podría decirse que no son novelas las de Peter Handke (El miedo del portero al penalty, La mujer zurda) porque la trama está muy diluida, pero la verdad es que después de Beckett, sobre todo a partir de sus relatos “Final” o “Primer amor”, lo que importa es cómo el autor logra construir un mundo y una atmósfera.
El tema de una novela no se puede explicar en unas cuantas palabras, porque eso sería acomodarse a una simplificación, siempre inexacta o falsa. Si uno pudiera explicar con una frase el tema de su novela entonces no la escribiría: justamente se escribe la novela para rastrearlo. Entonces, si el poder es uno de los temas colaterales de Pretexta no quiere decir que sea el único ni el más importante, es más bien una dimensión, un campo magnético. Un telón de fondo, un contexto.




Me he visto muy lleno de ideas, ideas no me faltan, incluso es normal que los escritores tengan muchas ideas. En cierto modo es lo de menos tener muchas ideas; uno amanece a diario con ideas nuevas; a uno se le puede ocurrir una novela cada día, todas las mañanas o un cuento. El escritor es una máquina de escribir, como decía Gilles Deleuze, productor de fantasías. En ese sentido, cuando uno amanece con una nueva idea para una novela, no está siendo muy original porque las ocurrencias y la concepción, la gestación y la producción de las ideas es algo natural en quien procede mediante la asociación de recuerdos, emociones y sentimientos. Entonces, prácticamente, el pensamiento del escritor funciona solo, sobre todo de noche.




Tijuanenses contiene la novela “Todo lo de las focas” y algunos cuentos como: “Tijuanenses”, “Los Brothers”, “Anticipo de incorporación”, “De caminos” e “Insurgentes Big Sur”. Ahí paso de contrabando la novelita de las focas para sepultarla con ese título porque no puedo cambiarlo; sería como cambiarle el nombre a una hija, ya es un nombre asociado con un objeto, con un texto. Todo lo de las focas es la historia personal de mi depresión. Siempre me ha interesado el tema de la melancolía porque pienso que es la muerte en el alma, la muerte en la vida, como decía Malcolm Lowry. Es una manera de no poder vivir, de no poder ser, de estar eternamente convencido de que nos vamos a morir y nunca vamos a saber qué estuvimos haciendo en este mundo, ni vamos a saber qué es la vida, o sea sobre la condición esencialmente misteriosa de la existencia. En esa línea.




Hay un momento en que la vocación política y la literaria se confunden. Un caso claro: Vasconcelos, filósofo, político y muy buen escritor. Alguien decía que Vasconcelos quería pasar del limbo de la literatura al paraíso de la política. Existen escritores con una gran fascinación por el poder. Es como la libido de los escritores, les atrae como el amor, como el sexo; les atrae en términos de escenificación teatral, de cosa contemplable, y les parece una cosa buena, honorable, cuando es una locura.
No puedo evitar pensar en mi vida diaria ajena a las instancias del poder. Alguna vez intenté evitar enterarme de lo que ocurría en la sociedad, pero no pude. No puedo dejar de leer los periódicos. Padezco una especie de bulimia informativa. No deja de fascinarme la actuación de la Procuraduría en el caso Buendía, que puso en escena un personaje tan interesante como Rafael Moro, pero que en realidad cerró el circuito del encubrimiento perfecto.
Me interesa el poder en general, como tema literario y sólo hasta cierto punto (hay por lo menos diez cosas que me interesan mucho más que el poder). Por ejemplo, el poder que se da en las relaciones humanas, en los grupos sociales más simples.




La experiencia de la depresión es incomunicable: no la puedes compartir ni siquiera con tu pareja. Y más te vale no andarle diciendo a todo el mundo que eres depresivo: te desprestigias, a los demás no les importa y no lo entienden porque están demasiado entretenidos en la vida. Es un encierro: algo discordante entre tus realizaciones y tus expectativas. En ciertas circunstancias de la vuelta a casa el mero hecho de estar en Tijuana me hacía experimentar una regresión; había un regreso a la infancia y a una adolescencia muy atormentada, muy melancólica, muy triste, helada, de puertas por donde se colaba el frío por las rendijas en pleno invierno, casas sin calefacción y sin cobijas, y naturalmente la imagen del frío es una imagen de desamor y de desafecto. Esto me remitía también a algunos lugares que frecuentaba mi padre y de los cuales lo tenía yo que extraer en situaciones de emergencia etílica. Yo asociaba esta época con un cierto estado de desamor, digamos, de frialdad; pero con el paso del tiempo ya no me sucede esto, incluso la escritura misma de la pequeña novela Todo lo de las focas, que duró como ocho o diez años, la escritura misma de ese texto fue una manera de exorcizar la realidad, la vida interior, mi relación íntima con lo que significa Tijuana. Y lo que sucede inevitablemente es que Tijuana para mí es la leche materna, la leche tibia que sale de los pechos de la madre; es decir, Tijuana es para mí, en el mundo de mis sueños, la madre; obviamente es la tierra original, el punto de partida. Entonces, mi primera relación la tengo con mi madre que es Tijuana y es un intercambio sentimental muy en la zozobra, muy atormentado, muy ambiguo en términos de que no se define como desprecio pero tampoco como amor; en fin, son lugares comunes, tal vez, en la medida en que estamos determinados por nuestro mundo afectivo infantil.




La criatura y el personaje, una novela llena de actores, de gente de teatro, y sucede durante la puesta en escena de De la vida de las marionetas, la película de Ingmar Bergman que fue llevada al teatro por Ludwik Margules. Yo me acerqué a los ensayos de esta obra y la empecé a ver por en medio y por el final; lo primero que vi fue una escena que sería la número nueve, digamos; la empecé a ver por en medio, luego seguí por el final, luego vi ensayos de la escena dos, la escena tres, y en algún momento vi un ensayo general de la escena uno a la doce, en orden sucesivo, progresivo, como se exhibe propiamente la obra, y además estuve muy cerca de una de las actrices durante un periodo relativamente breve. Vi la obra más de veinte veces porque todos las noches iba a recoger a esta novia al final de la función. Entonces, la novela es sobre las cosas que suceden entre bambalinas, detrás de la función, las cosas que suceden en la vida real y se reproducen en la vida de los actores. En lugar de dejarlo colgado en el camerino, el actor de mi relato se trae al personaje a casa, y resulta invadido, poseído por ese otro.




Resulta que me encontré un libro que habla de la personalidad fronteriza; un estado anterior a la esquizofrenia, presquizofrénico. Se trata de un concepto psiquiátrico ya muy conceptualizado, muy elaborado, manejado por los psiquiatras en los últimos veinte años; este libro es de un alemán y está traducido en Argentina. Hablando con algunos psicoanalistas, me he enterado de que es un concepto que se maneja, no como una etiqueta que se le pone al enfermo mental, sobre todo ahora que se cuidan mucho de ponerle etiquetas a los seres humanos en términos de problemas relacionados con la mente. La industria farmacéutica inventa enfermedades. Ahora cataloga la timidez como “social anxiety disorder”. La psiquiatría más avanzada se preocupa por no medicalizar mucho al individuo, no clasificarlo mucho, porque lo relacionado con la mente es muy impredecible, y cada individuo es un caso particular. Cuando me enteré de lo que era la personalidad fronteriza, y que no es más que un estado presquizofrénico, anterior a la locura, en el que está a punto de convertirse en un esquizofrénico definitivamente, me interesó mucho porque, en primer lugar cuando yo leí la frase creí que se refería a las gentes que viven en la frontera, no tenía nada que ver, pero de alguna manera hay una asociación de ideas en lo que tiene que ver con esos estados de vigilia, de vivir entre la noche y el día, de vivir la hora del lobo, dicen. Toda esta asociación de ideas me parece que tiene que ver con la frontera, con el vivir entre el sueño y la realidad, con el estar despierto o con el no estar ni despierto ni dormido. Es una situación así, in between. Por otra parte, lo de la personalidad fronteriza conectaba con mi interés por la melancolía, o sea la frontera ya era melancolía. Me parece que es una fascinación semejante a la que tenía Scott Fitzgerald por la gente rica. Para Fitzgerald eran seres muy atractivos; lo obsesionaban, lo fascinaban. Nunca los entendió, lamentó mucho en un principio haber dejado de pertenecer a una familia acomodada de Minnesota. En la infancia fue rico, después no pudo seguir estudiando en Princeton porque no tenía dinero su familia y se tuvo que ir a trabajar como publicista a Nueva York, y El gran Gatsby es la gran metáfora del hombre hecho por sí mismo y lo mismo Hermosos y malditos, la novela sobre la riqueza individual norteamericana. Para mí, sobre todo en los años en que concebía una novela como Pretexta y empezaba a leer a Leonardo Sciascia, a quien también le interesan mucho los mecanismos del poder y los empieza a percibir tanto en la realidad como en la literatura, especialmente en el teatro isabelino. Shakespeare es un escritor sobre la tragedia del poder, especialmente las obras históricas, en Ricardo III, especialmente; en Macbeth, el poder es algo consustancial a la tragedia, es algo ligado a la muerte, y sobre todo es la capacidad de matar. En México, este interés por el poder me llevaba a una posibilidad de plasmar en literatura la característica del sistema político mexicano que es la impunidad.
Tenía razón Graham Greene cuando escribió Caminos sin ley, un libro de viaje, de Monterrey a San Luis Potosí, México, Tabasco, Villahermosa, Palenque, Ococingo, San Cristóbal de las Casas, Oaxaca y Veracruz. México en muchos sentidos sigue siendo un país sin ley, un país ilegal, el país de la impunidad; por un lado, con un Estado muy fuerte con los débiles, con los pobres, y muy débil con los ricos extranjeros y nacionales, o sea es un Estado muy débil con los poderosos mexicanos. Pareciera ser que estos ricos mexicanos viven en un país sin ley, que todo les tolera, que les permite acumular riqueza infinitamente, sin límites; es un país maravilloso para millonarios. México es el paraíso de los millonarios, viven como en ningún otro lugar del mundo. En un país donde parece que no hay autoridad, parece que no hay ley, parece que no hay Estado; su mayor debilidad es la corrupción porque al corromperse, el Estado cede su poder, deja de ser Estado, deja de tener autoridad. Me importaba mucho poder decir todas estas cosas, en la novela, y Sciascia me permitió ver que era posible decir estas cosas a través de la literatura. No sé si sirva de algo, creo que no en términos prácticos: es decir, no creo que sirva para cambiar la realidad, pero, como Scott Fitzgerald decía, la prueba de una inteligencia verdadera es la capacidad de mantener en la cabeza dos ideas contradictorias al mismo tiempo; por ejemplo, que las cosas no tienen remedio y que al mismo tiempo hay que hacer algo por cambiarlas; ésta es una idea paradójica, aparentemente hay una contradicción en ella.
Por eso me interesé en la novela policiaca, porque es una reflexión sobre el poder; también creo que toda literatura sobre la policía es una reflexión sobre el poder y la justicia porque la policía es la expresión más auténtica del sistema político de un país. Nuestra policía corresponde al tipo de sistema político que tenemos, el tipo de presidencia que tenemos es el tipo de policía que tenemos en las calles. En las calles, el representante del Estado es el patrullero, el policía; entonces podríamos medir la mayor calidad de una democracia de un país según su policía. Dicho sea entre paréntesis: nuestra policía no es la policía de un país democrático, eso salta a la vista. Siempre me he sentido una especie de voyeur del poder, es algo que me gusta odiar: hay cosas que son fascinantes, incluso malas, por ejemplo, a veces la estupidez es digna de ser contemplada, es contemplable, a veces es hasta placentero contemplar la estupidez. En este sentido contemplar el poder para mí ha sido cautivante y estremecedor; siento un placer muy morboso e insano, pero también conozco la impotencia y el coraje. Me parece algo que está muy relacionado con la muerte más que con la vida, porque siempre, como dice Sciascia, es poder de matar. El gobernante es alguien que resolvió en lo más íntimo de su ser, si es que alguna vez se lo planteó, ese problema mayor de la ética que consiste en poder o no poder matar. ¿Me atrevería a matar o no me atrevería a matar? El gobernante es alguien que decidió que puede matar si lo considera necesario. Y duerme tranquilo. Sin ninguna conciencia de culpa. Entonces pienso que de todas estas cosas, la literatura se puede ocupar, esa literatura que nunca le va a importar al poder. El poder se ríe de la literatura, la desprecia, la ignora, declara que no existe o hace como que no existe, pero en el fondo pienso que a la larga, las ideas prenden, la ideas caminan. En momentos de mucha ingenuidad pienso que las ideas pueden ser bombas de tiempo, que a la larga estallan.




Pienso que es una región llena de historias no contadas y que el tipo de sociedad mexicana que se está dando en Tijuana, específicamente, es el tipo de sociedad mexicana moderna, vigente en el país dentro de veinte años; o sea que Tijuana se adelanta a lo que será la sociedad mexicana en el futuro. Entonces, los escritores son una gran esperanza; por primera vez, en los ochenta, existen escritores que nunca han salido de Tijuana y que tienen un nivel informativo como los jóvenes escritores de Nueva York, París, Milán o del Distrito Federal. Esta percepción la he sentido también en Hermosillo. Allí un proyecto que se consideró absolutamente loco y absurdo para gobernadores del pasado en Sonora, la creación de la Escuela de Altos Estudios, ha tenido resultados comprobables. Me doy cuenta y estoy convencido, me consta, que ya ha producido sus primeros autores y esto ha determinado la existencia en Hermosillo, de por lo menos, dos o tres escritores que nunca han salido de Hermosillo, y que tienen un nivel intelectual y literario como lo puede tener cualquier escritor de esa edad en Barcelona o en Roma o en cualquier parte del mundo. Ha sucedido una desprovincialización de la frontera. No quiero decir que Tijuana es la Nueva York del noroeste, me parece muy simpática la idea. No estoy queriendo decir esto, porque sería volver a tomar como un patrón ejemplar a una metrópoli, y no se trata de eso, así como decir que Mexicali no es Venecia, ¿no?




A las obsesiones no hay que tenerles miedo. Al contrario, hay que entregarse a ellas; en el mundo de la literatura existe lo que se llama “paternidad literaria”. Es lo que yo llamaría un enamoramiento literario, que casi siempre resulta enriquecedor, porque así uno tiene acceso al mundo de los escritores. Esta identificación con un escritor se da cuando uno lee ciertas páginas y siente que uno mismo las hubiera escrito. De pronto topé con un párrafo de Sciascia y sentí que era un pensamiento que ya estaba en mí. Aunque a Sciascia lo conocí personalmente en 1985, yo ya lo venía trabajando desde 1978, cuando me enteré de su existencia gracias a la película de Francesco Rosi Cadáveres ilustres. Pero hasta entonces yo lo conocía muy a medias, no lo había leído del todo.
Mi encuentro con el escritor siciliano está narrado en La memoria de Sciascia; incluye una entrevista celebrada en Palermo, una crónica del viaje que ambos realizamos entre Siracusa y Agrigento y quince ensayos sobre sus libros.
Una de mis motivaciones más fuertes para conocer a fondo la obra de Sciascia es que siempre tuve la sensación de que estaba leyendo a un escritor mexicano; que trataba asuntos de México, cuando en realidad se refería a problemas políticos e históricos de Sicilia. Me pareció fascinante, y luego empecé a ver que entre Sicilia y México existe un pasado más o menos común en ciertos aspectos. Por ejemplo, México y Sicilia coinciden en que siempre han sido tierras de conquista, expoliadas y saqueadas por otros poderes, locales y foráneos. México y Sicilia tienen en común el pasado español, virreyes como los Borbones, por ejemplo y, más antiguamente, comparten la cultura árabe que a nosotros nos llegó a través del sur español, Andalucía, y a los sicilianos directamente desde el siglo XII, XIII, XIV. Como organización política, ambas sociedades tienen en el pasado la Santa Inquisición española y, a partir de ella, una cierta concepción del derecho penal y de la práctica judicial. Sciascia es un hombre de pocas palabras, aparentemente tímido. Tan chaparro o tan alto como yo. Sólo habla cuando es necesario. A veces le da a uno la impresión de que es un contemporáneo del siglo XVIII, cuando todavía tenían un valor las ideas, en los tiempos de Voltaire y Diderot, porque todo su mundo referencial es literario, todo lo relaciona con algo que dijo algún escritor. Por ejemplo, una vez en Siracusa, cuando fuimos a ver un ojo de agua, comentó que las plantas de papiro que allí crecían eran las mismas a las que se refería Ovidio en Las metamorfosis. Por otra parte, fue la única persona que me escribió después del terremoto de 1985 preguntándome cómo estaba, ni siquiera mis hermanas ni mis familiares de Navojoa o de Tijuana preguntaron por mí. Sciascia decía en su carta, enviada desde el hotel Manzoni de Milán, que en 1908 un sismo acabó con Messina, “pero entonces Messina era una ciudad muy pequeña: ya me imagino lo que ha sido ahora un terremoto para la ciudad de México, que es una de las más grandes del mundo”. En fin, es un hombre que tiene muchos amigos, todo mundo lo conoce, porque además fue profesor de primaria toda su vida en Racalmuto y Caltanisetta. Ya estaba jubilado, vivía con su esposa, María, y tuvieron dos hijas y tres nietos, uno de los cuales se llama Fabrizio Catalano. Un hermano suyo, Giuseppe, se suicidó cuando él era muy joven.
No sé si es otro punto en común, pero yo quise parangonar a la mafia con el cacicazgo y la imaginación político-criminal de raigambre mexicana. Lo único que pude encontrar en común es que tanto la mafia como el cacicazgo mexicano se desarrollan en zonas donde no alcanza a llegar el poder formal de Estado. Son formaciones de poder espontáneas y de facto, pero que son muy tomadas en cuenta para conseguir la gobernabilidad de un país y manipular el voto. En Sicilia la capacidad de gestoría de la mafia es como ha sido la del PRI. Algunos italianos me dicen que no encuentran tal parecido, porque en la mafia, sociedad secreta, se da un pacto de sangre, hay una cosa ritual entre sus miembros (con una espina de naranjo amargo se pinchan un dedo y manchan una imagen de la virgen de Santa Rosalía que luego queman), mientras que en el cacicazgo el señor de la hacienda o el dueño de todos los terrenos del pueblo es alguien que ejerce abiertamente un abuso del poder tolerado por la autoridad formal, como Gonzalo N. Santos en San Luis Potosí, o como muchos gobernadores. No obstante, yo insisto en el parecido. La mafia es una cultura, una intermediación de tipo clientelar y electorera. También es un estilo: un modo de vida, un intercambio de favores.
La mafia es tema recurrente en Sciascia, sobre todo en dos de sus novelas: El día de la lechuza y A cada quien lo suyo. Pero no es monotemático: también se ocupa de la hispanidad, la relación de Sicilia con España y la obra de Luigi Pirandello. Si alguien me pidiera mencionar un solo tema de Sciascia, yo diría que es el de la justicia. Es su tema número uno. No le gustaba que lo consideraran mafiólogo.
Las mafias de México, desde el narcotráfico hasta las sindicales, pasando por las intelectuales, guardan algún paralelismo con la mafia siciliana de la que se ocupa Sciascia. Así es en la medida en que la mafia es una cultura, un comportamiento, un modo de ser. Por extensión se le llama aquí mafia a cualquier versión del crimen organizado y al amiguismo entre los gremios. La ley del silencio, la omertà (que en siciliano quiere decir hombría), es fundamental en la clase dirigente mexicana. Este comportamiento ladino, oblicuo, tiene similitudes con la cultura de la mafia, del fingimiento y de la simulación. Refiriéndose muy concretamente a la mafia en Sicilia, puesto que indaga una suerte de laberinto de la soledad siciliana (sobre el ser del siciliano), Sciascia hace una distinción entre la mafia vieja y la mafia nueva. La antigua es una mafia rural, donde los capos eran conocidos por todos. El capo era una especie de juez de paz, que reconciliaba a las partes o dictaba sentencia de manera inmediata y expedita, dentro de un subsistema de justicia informal. En los últimos años, sobre todo en los ochenta, se ha dado un cambio sustancial; la mafia, como organización criminal, empieza a internacionalizarse con el tráfico de enervantes, se vuelve más secreta que nunca, más poderosa también, y comienza a mimetizarse con el mundo de las finanzas, lavando su dinero a través de los bancos italianos y extranjeros, en todo el mundo, y convirtiendo el área del sur de Italia en un poder competitivo para el Estado, como ha sucedido en Colombia y ahora en México. Ha habido una gran acometida contra la mafia en los últimos años, pero, según me comentó Sciascia en Milán, el Estado italiano jamás va a acabar con la mafia. “Nunca acabarán con ella”, dijo. Non la finiranno mai.
No sabría medirlo, pero la mafia es un poder parapolítico muy competitivo y muy entreverado entre los otros poderes que conforman la sociedad italiana: el de los partidos políticos, el de la industria, el de las altas finanzas italianas, el de la Iglesia. Es un mundo de relaciones y de tráfico de influencias que está resultando muy difícil extirpar del tejido social italiano. Una vez, poco antes de morir, Sciascia se metió en una polémica muy agria en la prensa, con la publicación de un artículo titulado “El conformismo de la antimafia”, donde le reprochaba a la comisión parlamentaria contra la mafia y al procurador de justicia que sólo se han dedicado a hacer carrera mediante una simulación sin resultados concretos. Es como si en México el corrupto hiciera una campaña contra la corrupción: el corrupto persigue a los corruptos, el corrupto tiene una teoría de la corrupción y habla en contra de la corrupción, como el perro que se muerde la cola.
Yo creo que es diferente su valentía. No hace denuncias con nombres concretos, sino una crítica de los comportamientos oficiales en relación con la delincuencia y a la lucha por el mantenimiento del propio poder unitario. No es que hable en abstracto, lo que pasa es que al hablar de la mafia no hace delaciones de nombres ni de operaciones ilícitas, en primer lugar porque no está enterado de ellas, y además porque no tiene importancia denunciarlas. Es un escritor y no un agente del Ministerio Público, ni un policía.
Sciascia tuvo mucho éxito con la ficción literaria, con novelas como El contexto, El día de la lechuza, A cada quien lo suyo y Una historia sencilla, pero en algunos periódicos se escribió que eran novelas en clave o “premonitorias”; que en Todo modo, por ejemplo, se está refiriendo a Aldo Moro, y que en El contexto aludía a Enrico Berlinguer, el secretario general del Partido Comunista italiano. Luego, en el año 78, sucedió el secuestro de Moro por las Brigadas Rojas y en la prensa se dijo que Todo modo era una premonición de lo que sucedería años más tarde en Italia. A Sciascia le molestó mucho que se le considerara una especie de mago, que escribía cosas de manera premonitoria. “Yo lo único que hago es señalar algunas coincidencias, no hago adivinanzas sino deducciones”, dijo. Después escribió Cándido o un sueño siciliano y dejó la ficción para concentrarse en casos reales, que tuvieran un lugar en la historia, en el pasado, casos olvidados de injusticia, generalmente: un cuento como “La pobre de Rosetta”, por ejemplo, el relato de una cantante que murió torturada a principios de siglo por la policía de Milán; o Puertas abiertas, que trata de un juez de Palermo que en los años treinta, en la canícula del fascismo, se negó a aplicar la pena de muerte en un caso. Parece a primera vista el trabajo de un historiador con una gran capacidad de síntesis, pero más que nada es el trabajo de un escritor, con toda la imaginación literaria y con todo el oficio para organizar y montar la información de una manera muy elocuente. Su mirada, por ejemplo, ante los documentos de la Inquisición es mucho más maliciosa que la de muchos de nuestros historiadores. No se atiene a lo que se dice o escribe sino a lo que se excluye y no se dice.
¿Tiene su obra más valor literario o más memoria, cuando recupera la atención sobre casos de impunidad olvidados? Ambas cosas van juntas. Sciascia es un hombre de ideas, es un escritor cuya importancia radica en su fecundidad. Las ideas de Sciascia son muy fecundas en la medida en que quedan sembradas en la imaginación de otros escritores. Sciascia les da muchas ideas a los escritores. Es un provocador de la inteligencia y de la imaginación crítica de los escritores. En esa medida, es un escritor para escritores, a quienes vuelve un tanto críticos, insobornables y en cierto sentido subversivos. Sciascia es un agitador de los hombres de letras.
Alguien me dijo una vez que era una locura absurda estar escribiendo sobre un autor tan lejano a México. Yo creo que Sciascia, a la larga, tendrá más importancia en la actividad de la escritura crítica mexicana que muchos escritores nacionales, porque Sciascia enseña a pensar escribiendo y a contextualizar las cosas. Y esa enseñanza seguramente será asimilada por muchos autores que lo lean. Aprenderán a hacer libros importantes sobre los asesinatos políticos y no meros recuentos. Otra de las demostraciones de Sciascia es que el escritor no es un ser inofensivo, alguien de quien se pueden burlar quienes están en el poder. Las ideas tarde o temprano pueden estallar. Un poco como sucedió con las ideas de los enciclopedistas antes de la Revolución francesa. Así, el escritor se para en la historia frente al político, desciende a su nivel para refutarlo, para ponerlo en entredicho. Lo que hace Sciascia al escribir es recordar, nos trae a la memoria ciertos sucesos para que no los olvidemos. A él le gusta mucho citar una frase de Horacio: “Escribir es como tallar en planchas de bronce”. Y es ahí donde yo veo una esperanza para la palabra escrita, una renovada fe en la escritura. La palabra en libros, en periódicos, en revistas, en muros, prevalece más que la transmisión en radio o televisión. A la larga, las ideas prenden.
Escribí La memoria de Sciascia por el resentimiento contra aquellas personas de la clase media sonorense y bajacaliforniana que de niño me decían que la literatura para nada servía y que la existencia de los escritores era inútil. Contra ese desprecio por la literatura en el medio donde crecí. Me formé con muchas dudas. Con Sciascia me di cuenta que tenía sentido escribir y que ese quehacer no era para nada inofensivo; las ideas de un literato finalmente llegan a cuajar y a influir en la historia, en la vida concreta de todos los días. Es también un recelo contra aquellos que han dicho que la política no debe incluirse en el discurso literario. Durante años, ese prejuicio me afectó; no quería atentar contra ese principio estético. Sciascia me demostró que ese prejuicio carece de fundamento y que era totalmente compatible el tratar del poder en la literatura y no sólo en el ensayo filosófico. En su novela A cada quien lo suyo recoge la idea de justicia que se tenía en el derecho romano. Se refiere a un crimen y a una investigación policiaca que por curiosidad literaria emprende el profesor Laurana cuando indaga por qué las letras de un anónimo amenazante están recortadas de un periódico en latín. Su fascinación por el enigma literario más que criminal lo lleva a atar los cabos de un homicidio que fraguaron una guapa señora y su primo que estaban enamorados. Laurana descubre que si el boticario recibió un anónimo en el que lo amenazaban de muerte sólo fue porque los asesinos lo querían como un falso blanco y al que realmente querían matar era al doctor Roscio. Y mataron a los dos en una cacería. El profesor Laurana es maestro de historia y latín. Solterón, vive con su madre, y representa en cierto modo la inutilidad del intelectual en nuestro tiempo. Al gobierno no le interesa la cultura, pero sí manipular a los intelectuales que le articulan justificaciones y le renuevan el discurso. Por eso dice que son el estiércol (en el sentido de abono) de la planta política.
Lo cierto es que muchas veces no funciona lo político en la literatura, cuando se quiere hacer propaganda. Cuando me acerqué a la obra de Sciascia, sentí de alguna manera que su obra le pegaba al corazón de la tragedia política de la vida cotidiana. Dijo, por ejemplo, que vivíamos una especie de degradación de la convivencia civil, que nuestras sociedades tenían un Estado aparentemente más poderoso que nunca, pero que en realidad no era ya un Estado.
Es bastante reticente para decir las cosas, te dejan un amplio margen para que pienses por ti mismo. Cuenta mucho con la inteligencia del lector. Es una obra fecunda, como la de Foucault, porque hace pensar mucho. Sciascia se mete tanto en la mente asociativa de los escritores que muchas de las ideas que tienen en estado latente surgen de manera subversiva.
Sciascia hace una parodia de la novela policiaca y de la histórica con un fuerte contenido político. Su modelo en la histórica es Manzoni y en la policiaca Simenon. Su tema central, la justicia. Lo muestra claramente Puertas abiertas, una novela encuesta, de ambiente judicial, un alegato contra la pena de muerte, que le repugna. En Francia ha tenido un éxito muy especial y buena prensa. Les cae muy bien a los franceses tal vez por la relación que siempre ha habido entre Palermo y París. En Inglaterra y Estados Unidos ha tenido menos aceptación. Pensaba que conectaba mejor con lectores del mundo latino, con los españoles, los latinoamericanos. Es uno de esos escritores de las últimas décadas que han sido seducidos por la historia. Sciascia se mete en los archivos que antes sólo eran material del historiador profesional, cuenta historias olvidadas, casos reales, históricos, judiciales, políticos, en lo que se ve la simbiosis entre crimen y poder. Por otra parte, es alguien que habla sin envidia de, por ejemplo, el gran éxito de Umberto Eco. Dice que el éxito de Eco beneficia a todos los escritores italianos.
Él demuestra que la literatura puede meterse en la historia como la humedad, poco a poco.
Ciertamente otro de sus temas capitales es la historia, el quehacer del historiador, la historia como falsificación de la realidad y como invención. Incluso escribió una novela, El consejo de Egipto, donde habla de la relatividad de la historia. El protagonista de ese libro es un fraile del siglo XVIII que dice saber árabe y que se propone como traductor de un texto antiguo escrito en árabe encontrado en Sicilia. El códice, supuestamente, relata la historia de Sicilia y como nadie sabe árabe, él inventa que en las páginas del manuscrito se encuentra una relación de los títulos de nobleza de los sicilianos prominentes, es decir, su legitimidad. Así, se dedica a sobornarlos uno a uno para incluirlos en esa lista que habría de legitimarlos. Esa anécdota es una estupenda ironía sobre la subjetividad de los historiadores, de cómo pueden falsear la realidad. Como si los componentes de un episodio del pasado configuraran el negativo fotográfico de un hecho del presente, Leonardo Sciascia frecuenta la historia para asumirla como memoria, como un eterno presente dilatado, no interrumpido, continuo, sin solución de continuidad (es decir, sin interrupción): el presente histórico de una humanidad —en México o en Italia— que aún no conjura los hábitos de la injusticia, la impostura, la venganza.
Otro gran productor de ficciones es el poder. Muchos representantes del Estado tienen que ejercer la imaginación como los novelistas. Los políticos tienen que adulterar la realidad, inventar mentiras que parezcan verosímiles. Por eso Sciascia decía: “La fantasía no es lo que produce la literatura, sino la realidad tal y como es manipulada y sistematizada por el poder.”
Todos los políticos recurren a la fantasía, estén o no en el poder. Hay una caricatura de un militante hecho pedazos que pese a todo hace con los dedos la V de la victoria. Este personaje sin duda recurre a la fantasía. También los periodistas se abandonan a la fantasía, cuando no tienen los pelos de la burra.
Titulé el libro así porque memoria es una de las palabras más literarias que existen; podemos verlo en Proust y en Pirandello, en Borges y en Pinter. La memoria es un archivo, un almacén, una alacena: sirve para traer cosas del pasado y también para inventar lo que sucedió. No casualmente la colección que fundó y dirigía Sciascia en la editorial Sellerio de Palermo se llamaba “La Memoria”. Allí publicó varios de sus libros, el número uno, el cien, y estaba a punto de entregar uno más que ocuparía el lugar 200 cuando murió. Por eso en el catálogo de la editorial aparece vacío el número 200, como el hueco que dejan los aviadores en su escuadrón al sobrevolar la ceremonia fúnebre de uno de sus camaradas muertos.




El reloj biológico
circadiano regula el ritmo
del organismo en función
de la luz, la noche y el día.
—Marta Lule

Lo fronterizo es una situación intermedia como la que existe entre la noche y el día en un momento del amanecer, en la hora del lobo, según los suecos. Hay un instante entre la madrugada y el amanecer en que la luz es perfecta, y esto lo saben muy bien los fotógrafos. Ése también es el momento que Ingmar Bergman llama “la hora del lobo”, porque parece ser que es la hora en que más mueren los moribundos y nacen la mayor parte de los niños. Es la hora de la vida o de la muerte: el fin o el comienzo. El llamado “estado fronterizo” es un estadio entre la salud y la locura, lo que los psiquiatras llaman borderline states; están referidos a una persona que tiene comportamientos casi esquizofrénicos pero que nunca pasa a la locura, está al borde y su situación mental no empeora. Se trata por lo general de casos que no evolucionan, no se agravan. Lo fronterizo es siempre una situación entre dos aguas: entre el día y la noche, el sueño y la realidad, la realidad y la ficción o la apariencia, entre San Diego y Tijuana. El fronterizo es alguien que no arraiga en ningún lugar, que siempre está en el filo de la navaja. Yo soy tijuanense, y cuando digo esto no quiero sólo decir que soy de Tijuana sino alguien que vive entre la noche y el día y que no logra arrraigar en ninguna parte.




It was the secret fantasy
of every bato
in or out of the chicanada
to put on a Zoot Suit.
And play the myth.
Más chucote que la chingada.
Órale…

Eddy Olmos, en Zoot Suit,
de Luis Valdez.

Un trazo de teodolito, una línea imaginaria y jurídica, tendida desde la conjunción de los ríos Gila y Colorado hasta una legua marina al sur de San Diego, vino a determinar en 1848 la existencia de Tijuana como entidad mexicana.
Lo que no había sucedido espontáneamente hubo de cumplirse por la geografía política: los tratados de Guadalupe Hidalgo resultantes de la guerra con Estados Unidos —y el despojo subsiguiente— impusieron por el norte un corte al territorio nacional (un atraco, ahora ya lo sabemos). El valle de San Diego, al que pertenecían de manera natural las hondonadas de Tijuana, se cercenó por el sur y la aldea de Tijuana empezó a existir como una manchita en el mapa. Durante toda la segunda mitad del siglo XIX no pasó de ser unas cuantas casas y banquetas de madera, unos corrales y unas “calles” de lodo, y una garita aduanal para registrar el paso de las caravanas a Ensenada, pero al promediar el siglo XX la mancha ya contaba con 500 almas.
Un documento legal permite estatuir su fecha de fundación el 11 de julio de 1889, día en que se suscribió el primer acto jurídico del que se haya podido tener memoria y con el que se finiquitaba un largo litigio sobre unos terrenos del Rancho de Tijuana.
Un caserío muy ralo, conocido como Tijuán o “de Tía Juana”, fue el primer tipo de asentamiento temporal en el valle, según una cartografía de 1833. La primera “mención documentada de ortografía fidedigna” de Tijuana, según investigó Dean Conklin, procede de una acta bautismal de la misión de San Diego en la que se asienta que en 1809 el padre Sánchez registró el bautismo de un indígena de 54 años “de la ranchería de Tía Juana”. Creen los lingüistas, sin embargo, que no es improbable que el religioso haya castellanizado la palabra indígena yumana Llatijuan para colocar la semilla del mito: la improbable leyenda de la tía.
En la primera década del siglo XX el poblado tenía la apariencia de un set hollywoodense por las banquetas de madera y las fachadas de las tiendas, pero no llegaba aún a los mil habitantes. Cuando en mayo de 1911 se produjo la toma militar de Tijuana por parte de los revolucionarios magonistas —inspirados desde Los Ángeles por Ricardo Flores Magón y que no eran “filibusteros” como quiere la historia oral—, ya empezaba a parecer un pueblo que se organizaba para derrotar a los invasores y expulsarlos.
Se creó el primer hipódromo en 1916 pero pronto se lo llevó el río. Otros negocios se aventuraban: pequeños casinos, arenas de box, bares, pero no fue sino hasta la década de los años veinte cuando la prohibición del licor en Estados Unidos le dio otro valor comercial y turístico a Tijuana, que instaló sus barras y empezó a fabricar todo tipo de alcoholes digeribles, desde brandy y aguardientes hasta la cerveza Mexicali, de fama deliciosa y germana. La legalidad de entonces era otra: en tiempos del coronel Esteban Cantú, gobernador del Distrito Norte de la Baja California, la venta de opio (cuyos paquetitos llevaban estampado un elefante) no era un delito y servía para cubrir los gastos de la administración pública.
A partir de entonces la ciudad fronteriza empezó a incorporarse al inconsciente colectivo y a lo largo de los años se convirtió en una leyenda y en un estereotipo: la ciudad perdida, la antesala del infierno, la morada del pecado, la Babilonia mexicana, la Sodoma y Gomorra “que está del otro lado”, la urbe del vicio y de la droga, el asiento de burdeles y casinos.
Humberto Félix Berumen, crítico e historiador de la literatura, examina en Tijuana la horrible los orígenes y la conformación del mito tijuanense. Razona que los seres humanos necesitan de los mitos y las creencias para identificarse y sobrellevar y encontrarle un sentido a su existencia. Su idea es comprender cómo se va construyendo la representación imaginaria de Tijuana, su naturaleza y sus atributos sociales más reconocidos. Se demora también en las novelas que han textualizado de manera explícita el mito de Tijuana y en las obras cinematográficas (mexicanas y hollywoodenses) que han abonado el lugar común.
A pesar de funcionar como estereotipos injustos muchas veces derivados del racismo o del prejuicio, la verdad es que el mito o la “leyenda negra” siempre tienen un sustento histórico verificable. Entre 1920 y 1933 Tijuana se armó como ciudad gracias a que en Estados Unidos imperaba la ley seca, la enmienda Volstead, que no sólo vedaba la fabricación y el consumo de licor sino también los juegos de azar, las peleas de box o de perros y las carreras de caballos. Todo esto sumado al hecho de que en California cundía una campaña puritana y moralizante en contra del “vicio” y los placeres mundanos. Los estadounidenses podían preservar su buena conciencia gracias a que acá, de este lado, nacía una ciudad predestinada al turismo y a la oferta de juegos, alcohol, opio y prostitutas. Una zona de tolerancia.
Pero la verdad documentada es que Tijuana si no fue fundada al menos fue puesta a funcionar por gángsters disfrazados de “hombres de negocios”: el escaso caserío, la aldea que no llegaba a pueblo en 1916 tuvo sus primeros casinos y cabarets como resultado de la inversión de capital norteamericano. Según la indagación de Félix Berumen, Mavin Allen, Frank Beyer y Carl Withington, fundaron la ABW Corporation y pusieron la primera piedra de casinos como el Foreign Club, el Montecarlo y el Molino Rojo, que sólo daban trabajo a empleados estadounidenses. “Vivíamos como extranjeros en nuestro propio país”, llegó a decir Francisco Rodríguez, el Bocabrava, líder de los trabajadores gastronómicos.
Más tarde, en 1927, en un negocio redondo del gobernador Abelardo Rodríguez, llegaron con una fuerte inyección de capital los tahúres James Croffton, Baron Long y Writ Bowman, y construyeron el casino de Agua Caliente junto a unos manantiales de aguas termales y en terrenos propiedad del general Rodríguez. “Los constructores de Tijuana fueron en realidad los gángsters norteamericanos… influyeron para crear la infraestructura y los servicios necesarios para atender la demanda de los turistas que hacían el viaje hasta Tijuana”, dice Félix Berumen. Luego entonces fueron ellos, y no los escasos mexicanos empleados, los que abonaron en un principio la leyenda negra.
Despoblada, lejana y aislada, a la deriva gubernamental en gran parte, Tijuana carecía de comunicación terrestre con el resto del país (sólo hasta 1948 se tendió el ferrocarril hacia Sonora) y de un mínimo de control por parte del gobierno federal, sobre todo durante los años de la lucha armada revolucionaria. El aislamiento fue siempre su marca distintiva. De hecho, los poderes locales y de facto estaban en manos de los negociantes que se llevaban las ganancias a los bancos de San Diego. Así, el desarrollo de una ranchería perdida del noroeste mexicano —que ahora anda en los dos millones de habitantes— no se explica sin la delincuencia estadounidense de los bulliciosos años veinte.
Después vinieron las guerras, la segunda mundial, la de Korea, la de Vietnam, y tuvieron un repercusión determinante en una ciudad sin industria ni agricultura: con la derrama de dólares que traían los soldados y el aumento de empleos en el sur de California se fortaleció la infraestructura de servicios. Más adelante, el flujo migratorio procedente del sur la metió en otra dinámica sociológica y antropológica. El pueblo ya no era una pequeña ciudad y por su población flotante el conteo estadístico tenía que ser incierto; a lo largo de no muchos años sus habitantes (nacidos en todas las ciudades del país) superaban en número a los nativos.
Después de cumplir cien años de edad, en 1989, la mancha urbana no podía crecer hacia el norte estadounidense ni hacia el océano Pacífico por el oeste. Luego entonces se ha desparramado hacia el sureste hasta las inmediaciones de Tecate. De tal modo que la gran Tijuana, el 70 por ciento de los tijuanenses actuales, viven hacia la región de la presa Rodríguez, el cerro Colorado y El Florido. Y no en el antiguo centro ni en las colinas que lo circundan.




De Tijuana, como de cualquier lugar, se suelen tener por lo menos tres visiones: la de los extranjeros, la de los mexicanos y la de los nativos. Existe una Tijuana interior, la de las familias más antiguas, la de abuelos y bisabuelos tijuanenses. La mirada del exterior suele alimentarse, en cambio, de la fantasía y, en el mejor de los casos, del estereotipo y el lugar común.
Es difícil explicar a alguien venido de afuera que en la dimensión de la vida cotidiana, por ejemplo, buena parte de los tijuaneses viven a medias en Estados Unidos. Lo norteamericano, lo estadounidense o lo gringo, le resulta natural porque allí estaban los rubios desde siempre. Se mueve en un mismo territorio, en ninguna parte delimitado por la “línea internacional”. Trasladarse del centro de Tijuana a un cine de Chula vista no comporta en la práctica franquear ninguna barrera tangible. Es como desplazarse en la misma zona de una cotidianidad que tiene como marco el espacio binacional, sin telones de por medio.
Pero ¿qué significa ser tijuanense?
Es como plantearse qué significa ser siciliano o persa. A Leonardo Sciascia le gustaba citar unas líneas entresacadas de Cartas persas, el libro de Montesquieu: “Pero si alguien, de casualidad, comunica a los aquí presentes que soy persa, enseguida empiezo a oír murmullos a mi alrededor. Ah, ¿el señor es persa? ¡Qué cosa más extraordinaria! ¿Cómo se puede ser persa?” Como si ser persa entrañase una diversidad y unas dificultades vitales para los demás. Tijuanense significa ser de todas partes y ninguna, un ser colocado ante el umbral, entre un país y otro, una lengua y otra, pero al mismo tiempo culturalmente autónomo.
Nativo o inmigrante, el tijuanense va incorporando a su vida —infancia, adolescencia— el ser de la ciudad. Se mueve en ella como en su propia piel. Y se impone la conclusión natural: uno no es de donde nació sino de donde lo quieren. Uno es del lugar de sus afectos, sus hijos y sus muertos.
Los viejos residentes conocieron los efectos de las sucesivas guerras de los años cuarenta y principios de los cincuenta. Aún se sentían algunas secuelas de la reciente conflagración mundial —los apagones antiaéreos de San Diego— y el flujo entre un país y otro era mucho menos que ahora. La ciudad andaba en los 60 mil habitantes, a pesar de que ya no se cruzaba, como en las primeras décadas del siglo XX, por la Puerta Blanca cuando los estadounidenses se venían en manada a echarse el trago que allá les tenía prohibido la ley seca.
A la vuelta de los años, y paradójicamente desde que entró en funcionamiento el “tratado de libre comercio”, la muralla metálica y electrónica se ha ido ensanchando y alargando no como el proyecto de una arquitectura defensiva —no llega a ser arquitectura— sino como resultado de un constructivismo burdo, pragmático y “estratégico”. Tal vez por ello a Rubén Bonet se le ocurrió pensar que “todo Tijuana es una instalación”, como si fuera una propuesta plástica, refiriéndose a la oxidada valla de lámina –desecho de aeropistas militares— que constituye el muro disuasivo. El impedimento es contundente: por aquí no pasa nadie ni habrá de pasar nadie por la barrera natural e infranqueable del desierto, el sol, la sed, la inanición y la deshidratación.
Áreas deshilachadas, irregularmente urbanizadas, sin acontecimientos espaciales, privadas de comunicación arquitectónica, lo que a simple vista abarca la mirada parece un campo lacónico.
Sin embargo, para las nuevas generaciones de artistas plásticos esa heterogeneidad tiene el encanto del collage, insinúa una cultura híbrida, una refundición de materiales, en pocas palabras, una estética. Para una sensibilidad conceptualista del arte moderno la gráfica vernácula de la ciudad equivale a una propuesta original y espontánea que no ofrece cualquier otra ciudad de mundo. Las aparición de esa riqueza gráfica a la vuelta de la esquina irradia una energía inigualable y estimula la creatividad.
Pero la creación artística de los más jóvenes en estos momentos también asimila la ciudad, en la dramaturgia y la narrativa. En los narradores más recientes el alma de la ciudad está en el habla y sus componentes. Los personajes se dan por su lenguaje y se expresan como nadie se expresa en otra parte de mundo.
Se decía hace muchos años: Tijuana, novela sin novelistas. Al inaugurarse el siglo XXI y con el cambio de las generaciones, esa novela empieza a vislumbrarse. Y, además, escrita en tijuanense: una refundición del habla colectiva.
Si el español mexicano pertenece al árbol de la lengua española, de la misma manera el tijuanense es un habla y empieza a ser una escritura afluente del río mexicano del español. No es como el spanglish, el cambiar una palabra por otra; se trata más bien de la intrusión de frases coloquiales o dichos o latiguillos que literalmente en inglés pasan, porque siempre estuvieron en él, al idioma tijuanense. “A veces no entienden nuestro lado anglo”, se quejaba un bloguero tijuanense que vive en Suecia. Y es cierto: las frases en inglés están allí desde que el niño oye, en las primeras horas. Luego entonces ¿cómo asumirlas como algo foráneo?
Por otra parte, y durante los últimos años los fotógrafos han ido tomándole el pulso al hormiguero social desesperado, de noche, a mediodía, en la madrugada, al amanecer, cuando se presiente una amenaza y se descubren signos de un peligro inminente.
Es la fotografía de los intersticios: la frontera agrietada por la que se cuela y se deshace la esperanza en la polvareda distante de la border patrol. Esta grieta o espacio lineal abierto que queda entre dos dos cuerpos nacionales evoca —en la fotografía de profundidad— la monumental muralla china de inspiración militar
¿Y qué vemos en esas fotos? Vemos unas patrullas diseminadas allá a lo lejos, en el cañón de la Cabra. Vemos las siluetas negras de unos doce agentes rubios de protuberantes pistolas, linternas al cinto, contra el sol del atardecer, justo en el instante del rayo verde que se cancela sobre la inmensidad del Pacífico. Vemos a un hombre solo en playas de Tijuana, con la mirada perdida hacia el norte de la barra herrumbrosa que corta las olas mar adentro. Vemos a un niño metido en su jorongo, a un adolescente sin país, a un anciano sin respaldo. Vemos un helicóptero que clava con sus reflectores a un campesino de Nayarit mientras esconde su rostro con una cachucha de beisbol. Vemos un convoy de camionetas oficiales de doble tracción, motoconformadoras y tractores demarcando la “tierra de nadie”, esta expresión militar calificativa de la zona que queda entre una trinchera y otra y que nadie puede atravesar sin el riesgo de ser acribillado por un francotirador excitado de la border patrol. Vemos un montón de zapatos y botas usadas, signos de la caminata y la emigración, que alguien vende en el rincón de una calle. Vemos a un muchacho que coloca más de trescientas cruces blancas en el mural de un par de figuras negras, recuento de los migrantes muertos en la línea. Vemos a un grupo de jóvenes que hacen su rancho aparte debajo de un árbol mientras esperan, esperan, esperan, en el cañón Zapata. Vemos una mojonera en el nido de las Águilas, en la porción limítrofe, establecida por la fuerza de las armas en 1848. Vemos la doble valla, el perímetro de seguridad, alambradas de púas como en las trincheras, censores sísmicos para rastrear a los caminantes subrepticios, telescopios infrarrojos de larga distancia, cámaras de video, instrumentos de detectación nocturna. Vemos una zona de guerra. Vemos un abandono de todos los gobiernos, su indiferencia, su sonrisa macabra y estúpida, vemos una conspiración contra el derecho internacional al trabajo.




¿Podría ser Tijuana la Sicilia mexicana?
No creo que la Sicilia como metáfora se dé en un territorio concreto regional sino en una zona de la realidad mexicana en la que conviven los políticos, los narcotraficantes y los dueños de casas de bolsa y los banqueros, que son quienes han saqueado al país... Ahí sí se da la sicilianización de México, que consiste en haber logrado la inexistencia del Estado. El Estado no sólo es la ley escrita sino la obediencia de la ley, su cumplimiento, su imperio. Para que un Estado esté vivo es necesario que se cumpla la ley. En México existe la ley escrita, pero no se obedece. Lo que tenemos en México es un Estado muerto, inexistente, flaco, deshuesado. En otras palabras: la sicilianización de la sociedad política mexicana, no tanto de la sociedad civil, es que desde el gobierno se ejerce el poder en beneficio de grupos e intereses particulares (las diferentes pandilas y empresarios) y no en favor del bien común. La noción de mafia en el noroeste mexicano no es la misma que en Sicilia, pues entre los “hombres de honor” sicilianos supone un pacto de sangre y la iniciación en Cosa Nostra es muy ritual.
La sicilianización vendría a ser, en el universo sciasciano, un sistema clientelar, un intercambio de favores económicos y políticos a fin de establecer el tejido de la intermediación político-mafiosa. Equivale a una metáfora del mundo moderno sobre la forma en que se ejerce el poder del Estado en complicidad con los poderes extralegales, como el de la delincuencia y el de los banqueros, sobre todo internacionales. Hay una moral que exime de culpa y de responsabilidad al gobernante aunque tenga que mandar matar. Por otra parte, el uso político de la delincuencia, la identificación entre hampa y policía, también caracterizan a este poder estatal en un momento en que hay una degradación de la convivencia civil. Es un hecho que un secretario de Estado tiene que, por imperativos de su oficio, conducirse como un hampón y decidir fríamente como un cirujano, como un militar, como un criminal. Lo que viene a decir Sciascia es que la mafia más que una organización es un comportamiento, un modo de ser, en cualquier país: una intermediación política, económica y electoral, entre los ciudadanos y el Estado, entre la producción y el consumo. La mafia asegura muchos votos y combate a la oposición. Especialmente en un momento de la historia en que se ha perdido de vista el interés general y predomina el interés particular y no el bien común y público.
Una pesadilla recurrente.




Antes soñaba mucho con aviones que se iban a estrellar. Me sentía en el vientre del avión y eso era lo que me mantenía en vuelo. De pronto el avión se caía y no pasaba nada.
En las afueras de Tijuana había un río que luego se secó; del otro lado de la vía del tren se localizaba un pequeño aeropuerto. Observé cómo una avioneta caía sobre una de las colinas que daban a la mesa de Otay, hacia el rumbo de San Diego.
De mis fantasías adolescentes respecto a qué haría en la vida, yo quería ser piloto y estudiar aviación en Zapopan. Nunca me atreví porque siempre me han dado mucho miedo los aviones. No tuve la ilusión de ser luchador, pero sí tuve en la infancia la fantasía de los luchadores. Me fascinaban las máscaras, los luchadores enmascarados. A los trece años logré comparecer en el ring, enmascarado. Era un ring que primero llenábamos de aserrín y luego cubríamos con lonas y costales. Comparecí ante el pequeño público de mi colonia, enmascarado y con una toalla anaranjada grande como capa del Santo. Me fue muy mal: me ganaron, me derrotaron; además, como me movieron la máscara me estaba ahogando. Fui muy vapuleado.
Dale a un hombre una máscara y te dirá la verdad, decía Oscar Wilde.
La máscara es un aditamento que distorsiona la identidad y que la esconde. Hay la máscara física, en el teatro, y en sentido figurado las máscaras que nos ponemos y quitamos todos los días. La máscara es la apariencia. Octavio Paz dice que el origen de la palabra es etrusco. Entre los griegos de la antigüedad clásica la máscara era la persona.





En las novelas malas se da la división entre buenos y malos, pero en otro tipo de novelas nunca está muy escindida la bondad en relación con la maldad. Por supuesto, hay quien dice que en nuestro tiempo ya no se pueden escribir novelas policiacas porque no hay Estado, y si no hay Estado no puede haber un buen sistema de justicia. No se puede escribir de policías que hacen respetar la ley (un equivalente de Maigret, por ejemplo) porque en la vida cotidiana mexicana hay una confusión entre policías y delincuentes. En el mundo del hampa participan por igual. Tal vez la novela policiaca mexicana más auténtica y realista sería aquella en la que los asesinos son también los policías, pero en el fondo lo que importa es saber contar bien una historia. Y que cada quien las escriba como quiera.




Ése es un falso problema; es un planteamiento que no tiene mucho sentido. Tiene que ver con el problema de la verdad y su representación en la ficción literaria. Lo que importa es la verosimilitud. La que es compleja es la realidad, y el trabajo tanto del periodismo como de la literatura es volver simple lo complejo, volver inteligible lo confuso, e inventar otra dimensión de la realidad ya establecida. El trabajo de la escritura consiste en pensar por escrito y simplificar, no en volver oscuro lo que es claro.




También comporta una experiencia no satisfactoria, muy frustrante, en el sentido de que lo que uno escribe para los periódicos se lo lleva el viento. (Ciertamente queda en las hemerotecas pero es algo muy pasajero.) La escritura periodística es algo que se escurre de las manos como el agua. Cuando uno como periodista tiene cuarenta y tantos años y mira hacia atrás, se da cuenta de que su obra no es tangible, de que no quedó nada y de que a nadie le importó. Entonces una manera de concretar esa obra y de profundizar en los temas que la superficialidad periodística no permite durante la presión diaria de la vida cotidiana, es el libro. En Periodismo escrito propongo que el periodista, para conjurar la frustración inherente a su trabajo, se meta en la cabeza, desde muy jovencito, que a la larga tiene que convertir su labor en un libro. Periodismo escrito tiene fe en la idea de que la mejor forma de organizar el pensamiento es por escrito. Es un libro a favor de la palabra escrita, de la escritura, de la educación literaria de los periodistas. Los estudiantes de periodismo tienen que aprender a escribir, leyendo a Alfonso Reyes, a Octavio Paz, a Borges, aunque escribir bien no es un fin en sí mismo. Lejos de desdeñar la educación literaria, la propugno y digo que el estudiante de periodismo debe conocer las novelas del siglo XIX, de Stendhal, de Balzac, de Zolá, y la obra de Martín Luis Guzmán. En las escuelas llamadas de comunicación, que son más de noventa en diferentes universidades de México, se desdeña mucho la palabra escrita; se promueve una especie de analfabetismo regresivo que aleja a los alumnos de la cultura gráfica, de los libros y los periódicos, de la palabra escrita. Esto es muy peligroso, porque los efectos de la propaganda televisiva y radiofónica son más fuertes en núcleos de la población ágrafos, o sea que no viven dentro de la cultura gráfica.




No fui un adolescente muy culto ni muy interesado. Leía muy poco. Recuerdo mi lectura de Los tres mosqueteros. Otra lectura así, embebida, a los dieciocho, diecinueve años, fue Los hermanos Karamazov, que leí en el techo de una iglesia barroca en Zacualpan de Amilpas, Morelos. Pero en realidad dediqué mi adolescencia al beisbol y al básquet.
Máscara negra y La invención del poder tienen su origen en los programas que hacía para Radio Universidad en 1981 y 1982.
La primera serie se llamó “La novela policiaca y el poder”. La segunda, “La novela de espionaje y el poder”. La tercera, “Crimen y poder”. Esto se inspiraba mucho en un ensayo de Hans Magnus Enzensberger, Política y delito, publicado por Seix Barral en 1964, que tuvo un efecto muy especial entre quienes en aquel tiempo teníamos veinticinco, veintiséis años. Nos marcó mucho. En fin, lo fui incorporando a esta idea de que entre política y delito hay una relación antigua, como dicen él y Canetti. También en los años setenta se puso muy en boga la reflexión acerca del poder, sobre todo entre los ensayistas franceses, en especial Michel Foucault, quien tuvo una percepción muy original de la historia y de la sociedad, de las formas de relación de los seres humanos y del modo en que se van conformando, a lo largo de la historia, las ideas que los hombres se hacen de la locura, del amor, de la enfermedad y del poder. Lo que él hace es una arqueología del conocimiento, del saber. Una historia de la subjetividad. Lo que se pensaba de la locura en el siglo XIV es distinto a lo que pensamos de la locura a finales del siglo XX. Creo que una de sus grandes virtudes es hacer que el lector empiece a desarrollar por sí mismo sus ideas. Por eso no hay pensamiento más fecundo que el Michel Foucault. Eso coincidió con los años en que estuve haciendo programas con el tema del poder para Radio Universidad.
Lo he manejado de una manera muy instintiva y espontánea. No me he detenido a pensar por qué, de pronto, el poder parece en mí una obsesión. Esto es muy psicologista, pero se dice que en realidad quien vive tan obsesionado con el fenómeno del poder es porque tiene un gran rencor, un gran resentimiento, y lo asocia con la figura del padre, con el parricidio, ya Freud...
Se puede hacer la crítica del poder como un ser adulto y de manera muy consciente, como lo hacían Voltaire, Sciascia, Rousseau, Camus, George Orwell, Malraux, Revueltas o un hombre también muy apasionado intelectualmente del tema, como Max Weber. Alguien ha dicho que son las locuras mías. Sin embargo en México hay quienes se obsesionan en retener el poder. Y pareciera que la mayoría de los mexicanos, sobre todo los intelectuales, están obsesionados precisamente en no pensar en eso. Se ve el autoritarismo como algo natural. Más que en el poder se trata de pensar en las relaciones de poder. Michel Foucault es quien más ha estimulado la crítica de las relaciones sociales del poder y del saber, el uso político de la inteligencia, la utilización política del saber. Foucault percibió que la información y el conocimiento son poder en sí mismos, puesto que política y guerra se hacen de información. El espionaje no tiene más objetivo que recabarla. El secreto es otra manera de atesorarla y tener poder. Ésa es otra de las consecuencias del pensamiento de Foucault, quien nos dice que a la larga las ideas caminan, no están ociosas.
La invención del poder reúne textos de reflexión filosófica acerca del poder y de la visión literaria del poder; por ejemplo, las tragedias históricas de William Shakespeare, o de autores que no valoré suficientemente cuando hice la columna, como Hanna Arendt. La invención del poder recoge la parte más “culta” y abstracta, lo más pedante de mis columnas.
El pensamiento de Max Weber, Maquiavelo, Norberto Bobbio, Jouvenel. Sobre todo de Thomas Hobbes. El autor de Leviathan es uno de los héroes de mi libro, el gran teórico del Estado moderno y no únicamente, como lo puede parecer en una primera lectura, del Estado totalitario. Así lo cree Norberto Bobbio. Es muy significativo que un filósofo como Norberto Bobbio, después de cuarenta o cincuenta años entregado a la filosofía política, dedique su sabiduría y su trabajo a estudiar la obra de Thomas Hobbes. A lo largo del tiempo Bobbio nos ha enseñado a leer, con nuestros ojos del siglo XXI, los textos de Platón o de Aristóteles. Nosotros leemos a Maquiavelo con ojos distintos a los de sus contemporáneos, por lo tanto Maquiavelo es distinto al que fue cuando se le leyó en el siglo XV. Entonces Bobbio nos invita a hacer la lectura de El Príncipe, tanto desde nuestro tiempo como desde el momento en que se escribió, nos incita a imaginar cómo se leía eso en su siglo, o cómo se leía el Leviathan en el siglo XVII. Lo que nos está diciendo Bobbio es que los textos clásicos son actuales porque siguen siendo vigentes.
“La paradoja del gobernante” es un juego de palabras con un famoso título de Diderot: La paradoja del comediante. Otro tema es el menosprecio, que parte de un texto clásico español, Menosprecio de corte y alabanza de aldea, de fray Antonio de Guevara (1539), y viene, para variar, con un epígrafe de Leonardo Sciascia que dice: “No es literatura lo que es fantasía sino la realidad tal y como es manipulada y sistematizada por el poder”.
No creo que sea el tema de nuestro tiempo, ni tampoco el único, pero uno de los grandes problemas de hoy es la liga de la propaganda con el ejercicio y la conservación del poder.
Siempre me ha fascinado la forma en que se concibe y practica el poder en México. Es algo muy primitivo, muy ancestral, muy animal. Se parece a lo que mencionan Freud y Levi-Strauss de las sociedades salvajes de la Melanesia. El poder en México es un poder tabú y no puede ser compartido por nadie que no pertenezca al tótem, al grupo.
Esto, tan terrible, ¿es acaso sólo un invento de algo inventado? Hay un gran misterio en la invención del poder. De la noche a la mañana un hombre es investido del poder total. No es el pueblo el que elige a los gobernantes; en realidad las elecciones son una farsa ociosa, un despilfarro injustificable de recursos: una ficción. Aún no podemos tener en México elecciones creíbles.
En Francia es muy común titular libros con la palabra invención de entrada. Yo por eso, antes de titular el mío así, revisé algunos catálogos de bibliotecas y editoriales francesas para ver cuáles empezaban con dicha palabra, y me topé con muchos en la biblioteca del Instituto Francés de América Latina en México. Por ejemplo, títulos muy sugestivos como La invención de las fronteras o La invención de la mitología. Incluso ya publicado mi libro encontré una novela que se llama La invención del mundo. El título de mi libro es una anfibología porque es equívoco y tiene más de un significado. Por una parte parece que el poder es algo inventado, pero por otra sugiere que, activamente, el poder es agente de una invención. El equivalente geométrico de mi título La invención del poder podría ser el cubo de líneas negras sobre blanco: según una ilusión óptica lo ves tirando hacia arriba o hacia abajo, según lo decida tu ojo.
Hasta podría ser un lugar común la palabra invención, tanto como memoria.
Al principio de La invención del poder tengo un prólogo que se llama “De inventione”, igual que un libro de Cicerón destinado a la retórica. En los meses en que lo escribía me fascinó una novela (o unas "memorias") de Paul Auster que se llama La invención de la soledad. La frase, una anfibolgía, implica que la soledad es inventada pero al mismo tiempo que la soledad inventa. En el libro de Auster la soledad es la matriz de la invención literaria; la escritura es producto de diferentes momentos de soledad de un escritor, un conjunto de soledades. Eso me llevó a otros títulos, como La invención de la tradición, La invención de lo cotidiano, de Michel de Certau; por supuesto La invención de América, de Edmundo O’Gorman, y La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares. Pero entre los libros que llevan esta fórmula de título el que más me entusiasmó es La invención de la memoria, una nueva teoría del cerebro y del funcionamiento de la memoria, según los neurólogos más notables de finales del siglo XX, como Israel Rosenfield y Gerald Edelman. Estos neurólogos citan pensamientos de literatos como Samuel Beckett y Marcel Proust, porque piensan que ellos intuyeron lo que es realmente la memoria. Para ellos la memoria no es un archivo ni algo en donde se graban las cosas. Nos dicen: si usted esperaba llegar con su psicoanálisis de cinco años a un cierto lugar de su memoria donde debía estar grabado el trauma original y no encontró nada; si se sintió muy frustrado porque la agujita nunca dio con el surco del disco donde estaba su trauma, ya no se preocupe. Jamás podía usted haberlo encontrarlo, por una sencilla razón: porque nunca estuvo allí, porque nunca se grabó nada, porque en la memoria no "se graban" las cosas. La memoria, dicen estos autores, no es un disco duro ni una cinta magnetofónica. La memoria no funciona de esa manera, está equivocado el símil de la cibernética con la computadora. La memoria siempre está en presente y siempre actúa en presente. La memoria inventa. Reorganiza el mundo en categorías. Además estos neurólogos organicistas tienen la humildad y la sabiduría de reconocer el acierto de Freud cuando muy sabiamente decía que no hay memoria sin contenido emocional. También le dan su crédito a Hobbes, para quien la memoria no era sino otra palabra para designar lo que llamamos imaginación.




Concebía yo entonces la novela como un mundo que participaba de la irracionalidad de los sueños, con cierto misterio, con cierta zona de incomprensibilidad, traducible para cada lector según sus gustos y según su manera de ver el mundo, considerando que aspiraba yo a un texto que fuera como un espejo para el lector y sus fantasmas. La teoría no era muy original, pero era la única que tenía.
Pues sí, tal vez, una autobiografía en clave. Y es algo muy legítimo. Creo que lo contrario sería una falta de pudor, porque no es más que un excesivo pudor el que me llevó a traducir en otras cosas lo que fue un dato muy personal de mi vida, de mi infancia, de mi adolescencia, porque de lo que se trata es de producir un texto, cuya significación valga para todos y sea comprensible para todos, y lo que menos importa es la biografía personal del escritor. Por otra parte, da igual que sea o no autobiográfico el texto, lo que importa es el efecto de conjunto, es decir, cómo está organizado, cómo está hecho el juego entre el texto y el lector, entre el texto que va a provocar una cierta lectura de cada lector. Las grandes novelas también son autobiográficas.
La literatura tiene que ver con la realidad, es decir, cuando se dice ficción literaria, parece que se está hablando de algo ajeno a la realidad, pero hay mucha más realidad y verdad en una ficción literaria que incluso en un texto presentado como una autobiografía abiertamente o como un reportaje o una investigación historiográfica. Es decir, las ideas y las obras literarias no se crean a partir de la nada, se crean a partir del ser humano, de sus relaciones y sus sentimientos, sus sufrimientos y sus felicidades y de su complejidad y sus equívocos, porque somos al mismo tiempo uno, nadie y cien mil, según decía Pirandello. Entonces es irrelevante que el texto esté abiertamente referido a hechos de la vida real y a personas concretas, identificables, porque lo que cuenta al final es cómo está cocinado el guiso, qué sabor va a tener. No tiene mucho interés para el comensal conocer la identidad del chivo o del lechón, ni su acta de nacimiento.




Para mí tuvo un valor ese libro publicado en Barcelona en 1972, Infame turba: son entrevistas de aprendizaje. Fue un poco mi sustituto de la escuela de letras a la que no asistí más que un par de años. Yo empecé a hacer entrevistas con escritores un poco para aprender a escribir y para enriquecer mi conocimiento de la literatura y la obra de ciertos autores que mencionaban los escritores a los que yo entrevistaba. Por ejemplo, el libro que hice en España, que se llama Infame turba, publicado en 1972 es un conjunto de entrevistas con veintiséis escritores españoles que responden acerca del efecto de la novela latinoamericana en España y en cada caso particular sobre el proceso creativo. Entrevistarlos, conocerlos, transcribir sus palabras y rescribir aquellos textos, para mí, a esa edad (tenía veintinueve años) constituía una especie de escuela literaria en la práctica, a la que yo me había inscrito sin que nadie se diera cuenta: de oyente, porque ante todo un entrevistador debe saber escuchar. También a veces hacía entrevistas para que me invitaran a comer, porque cuando vivía en Barcelona llegué a pasar cinco días sin comer, no tenía trabajo, ni tenía modo de regresar a México y entendí muy bien lo que quería decir García Márquez en Retrato de un náufrago: a este náufrago al quinto día sin comer y de estar en alta mar le duele el esternón. Es muy cierto. Exactamente al quinto día de no comer empieza a doler el esternón.
También las hacía porque eran encargos de algún periódico o de alguna revista en la que yo trabajaba, y también para obligarme a hablar, relacionarme con la gente, porque tendía mucho al aislamiento. Me encerraba mucho en casa y me daba cuenta al mismo tiempo que eso no tenía nada de sano, mentalmente hablando, vivir solo e incomunicado. Entonces había una pequeña lucidez al respecto y yo mismo me obligaba por disciplina a salir y entrevistar a alguien porque era una manera de tener contacto con el mundo, con la vida. Nunca olvidaré que Juan Marsé y su esposa Joaquina, y no menos que el poeta Félix Grande, tan generoso, me salvaron de la inanición.




Wright Mills dice que los intelectuales son la memoria organizada de la humanidad, y que en momentos especiales, tanto políticos como sociales de un país, se deben comprometer.
El intelectual no es más sensible ni más responsable que el señor de la esquina que está vendiendo boletos de lotería o el de enfrente que es un mesero. Es un hombre común y corriente, que piensa tan bien o tan mal, como un contador de un banco, o un cartero o como un abogado. Desde hace muchísimos años, desde muy joven, he descreído de la teoría del artista como un ser muy especial, el escritor como el ser más consciente y más sensible de la sociedad. Ésa me parece una idea como de la época de los beatniks, porque el escritor no es ni más sensible ni más consciente que mucha gente común y corriente, que muchas amas de casa, que muchos profesores, que muchos choferes de taxi. Yo no sé de dónde sacaron la idea de que el escritor es mucho más consciente políticamente que los demás o más sensible ante los sufrimientos de la sociedad y que tiene más obligación que cualquier ciudadano. No es cierto. No podemos irnos por grupos, no podemos decir, por tanto, los escritores son más conscientes políticamente que los cirujanos parteros y tienen más responsabilidades. La cosa es por individuos. Hay hombres que tienen más vocación e interés por la política que otros y hay hombres que tienen más fe que otros en la posibilidad del cambio. Es decir, unos son más optimistas que otros. No en todos los individuos es idéntica la carga de ilusión y de fe en el cambio que se pueda tener.




Bien sé que no hay nada
nuevo bajo el cielo,
que otros pensaron antes
las cosas que ahora pienso.
Entonces: ¿para qué escribo?
pues porque así somos:
reloj que repetimos
lo mismo eternamente.

—Rosalía de Castro

Cuando hablo del poder y lo refiero al partido de Estado que se creó desde los años de Plutarco Elías Calles, estoy hablando de una dimensión del poder que es la política, pero no abarco todo lo que es el poder. Michel Foucault decía que el poder se mete por todos los intersticios de nuestra vida en sociedad. El poder está en relación entre todos los seres humanos y es una suerte de campo magnético: es fundamentalmente relacional y lo mismo puede haber una relación de poder en la pareja que en las relaciones de unos empleados con otros en una empresa. El poder constituye al sujeto, dice Foucault, es decir: determina en gran medida nuestra subjetividad. De lo que se trata, en el fondo, es de pensar en las relaciones de poder, cómo se organizan, cómo se van acomodando. En uno de sus aspectos, el poder se manifiesta como el interés de una clase social para hacerse valer por encima de otras clases. La solidaridad de clase que se da en el grupo gobernante y los miembros de la sociedad financiera mexicana, la de los comerciantes y la de los banqueros; es una relación que ha tenido mucho éxito en función de sus propios intereses.
El poder visible es el poder legal, el poder manifiesto del Estado y deriva de la práctica gobernante: el poder público en público, como dice Bobbio. Se supone que el poder democrático tiene que ser visible y permitir su publicitación. En una sociedad abierta la gente tiene derecho a saber. El ideal es que se sepan las cosas y que se tenga información acerca de por qué se hacen. La cosa pública, por definición, tiene que ser pública. En cambio, el poder invisible se mueve en la sombra: el poder financiero en sus relaciones secretas con los representantes del Estado, las acciones propias del ejército y de la Secretaría de Gobernación. Está muy claro que es el poder que no se ve, el poder de los grupos de intereses.
Ese poder invisible en el país está muy presente e incluso determina mucho más de lo que nos imaginamos. Sucede en todos los países. La verdadera clase gobernante se mueve en la invisibilidad del poder. En Francia, Italia, Japón, Perú. En Estados Unidos muy notablemente el establishment es el que se encargó del asesinato de John F. Kennedy. Yo creo que la hipótesis de Oliver Stone en su película es bastante plausible en este sentido.
La idea del desvanecimiento del Estado en México habla de un poder que se empieza a resquebrajar, pero sus usufructuarios no lo quieren reconocer porque tienen una percepción de la realidad muy distinta a la del resto de los ciudadanos. Es natural y lógico: ningún grupo desea abandonar el poder y tiene que emplear toda su imaginación para conservarlo. Mientras tanto, ni siquiera en el pensamiento puede reconocer que el barco está haciendo agua y eso es muy peligroso porque se puede hundir. Pero nuevamente pienso que cada uno de nosotros tiene percepciones diferentes de lo que está pasando. Esto se ve muy claro en los “analistas políticos” de los periódicos: cada quien ve la película que le conviene ver, porque uno adapta la realidad a sus deseos o a sus intereses.
Es una fotografía trucada. Desde el aparato propagandístico del régimen, desde la oficina de “comunicación social” de la Presidencia, que es un verdadero ministerio de propaganda, constantemente se intenta establecer una cierta versión de los hechos, se emiten desmentidos, se confecciona una verdad oficial con una capacidad inventiva no muy distinta a la de los novelistas o los dramaturgos. Entonces, la visión del escritor también entra dentro de las múltiples visiones de la realidad nacional y no siempre tiene la razón. Nunca como hoy el pensamiento de Luigi Pirandello ha tenido tanta vigencia: cada quien ve las cosas según sus propias fantasías y emociones.




Soy pesimista por razones de oficio. Porque el pesimismo tiene más posibilidades literarias que el optimismo. ¿Cómo no ser pesimista si la realidad es pésima? Es cierto que el optimismo es más edificante y más productivo, que conviene más ser optimista, pero yo tiendo por temperamento a regodearme en el pesimismo. Yo sé que hago mal porque convoco a las fuerzas negativas. No es nada constructivo escribir a partir del pesimismo, pero en mi caso personal he sido más creativo a partir de la ira, de la frustración. Se trata simplemente de una característica personal, pero eso no quiere decir que en el fondo no tenga fe. Escribir es creer en algo. Hay un optimismo muy sabio que es el de Faulkner, quien en lo más profundo de su ser y su literatura estaba convencido de que el ser humano, por el cual sentía una gran compasión, prevalecería en contra de todas las adversidades. Es también la dimensión de Voltaire: “Sí, pero hay que cultivar nuestro jardín”. Son las palabras de Cándido, su personaje. Nunca hay que olvidar eso y no seamos tan intolerantes con quienes piensan diferente a nosotros. Ahora no estoy tan pesimista como cuando escribí La invención del poder. Me obsesiona cada vez menos el tema del poder. Pienso a veces que me he detenido en cosas que son muy evidentes para todo el mundo, que he reiterado perogrulladas, y me da un poco de pena. Finalmente, hay hombres y mujeres que tienen la vocación y el oficio del poder, o el instinto, y saben mejor que yo cómo reinventarlo, pues también en ese campo se requiere de una gran inventiva y de mucha imaginación. Recordemos las memorias de José Vasconcelos o las de Winston Churchill o Lawrence de Arabia. Pensemos tan sólo en los problemas graves, en los dilemas trágicos que plantea el trabajo de gobernar o de luchar políticamente. Ya nos lo han hecho ver muchos autores, como Marguerite Yourcenar en Memorias de Adriano, o André Malraux en La condición humana. Creo que no tratan de otra cosa las novelas del poder: El otoño del patriarca, Yo el Supremo, Tirano Banderas, El recurso del método, Yo, Claudio, Los idus de marzo, El señor Presidente. O las obras de Shakespeare, quien era un autor muy político: Ricardo III, Julio César, Macbeth.




A Sciascia se le acusó siempre de ser un pesimista, pero Alberto Moravia lo defendía diciendo que si hubiera sido un escritor pesimista no hubiera escrito. Escribir un libro, una página en un periódico, una hoja y lanzarla en una botella al mar, ya es el reconocimiento de una esperanza. Hay un cierto optimismo en el mero hecho de escribir. Hay la creencia de que algún día las palabras van a ser leídas y de que las ideas van a caminar, a prender como flores... Finjo que soy pesimista, pero hay algo de optimista en mí porque escribir y escribir es creer que las cosas pueden ser mejores.
Faulkner decía: el hombre y la verdad siempre habrán de prevalecer. La verdad suele ser tardía, pero siempre llega. Cuando uno ve movilizarse a la gente, cuando uno ve a ciertos dirigentes natos en las comunidades indígenas, por ejemplo, en Puebla, en Michoacán, en Chiapas, uno se da cuenta de que la esperanza puede estar por ahí, en la gente.
Cuando estalló la rebelión en Chiapas en 1994 me pareció que estábamos ante unos locos maravillosos que nos hicieron despertar a muchos de los mexicanos, no a todos. Porque las rebeliones y las revoluciones tienen eso: despiertan un gran entusiasmo y una gran alegría, le remueven a uno su lado más erótico, en el sentido de amor por la vida. La gran enseñanza de la Convención de Aguascalientes en Chiapas fue que nos hizo pensar a muchos mexicanos que se podía aspirar a lo imposible y que somos capaces de algo que no están consiguiendo muchos países del mundo, como los que se desmembraron de Yugoslavia y empezaron a matarse entre sí. La locura de los mexicanos nos puede llevar a ser el primer país que conjura una guerra civil y puede detenerla. Ése fue el espíritu de la Convención: la confianza en nosotros mismos, la capacidad de cambiar las cosas por la vía de la lucha democrática, civil y pacífica. En cierto modo, fue una convención de pacifistas. Tuvo en primer lugar el mérito de la imaginación: conjurar la guerra civil e invitar a la sociedad a que haya un cambio por la vía de la paz. Es uno de los primeros casos en que un ejército armado propone la lucha por los medios pacíficos desde la sociedad y promete abandonar las armas. Parece una utopía, una ilusión, una locura, pero es con ese tipo de ilusiones con los que se ha logrado cambiar la historia. Si la sociedad toma en sus manos la responsabilidad de transformar a nuestro actual gobierno, por ejemplo, va a ser posible olvidarse de las armas. Es cierto que la violencia no sirve a la larga ni a la corta para resolver los problemas políticos, pero los problemas militares de pronto no tiene otra opción. No se puede condenar la violencia en abstracto, en términos generales, porque la violencia es según y cómo. Puede ser defensiva. En Chiapas, los zapatistas no inventaron la violencia al amanecer del primer día de 1994. Ya existía antes en Chiapas y la ejercían los policías y los militares y los guardias particulares. No toda la violencia del Estado es legítima: no lo es cuando unos policías asaltan o torturan. No se puede generalizar, pues. La violencia siempre es particular. Por eso existe justamente toda una doctrina del derecho penal, para dirimir cada caso especial y su circunstancia.
La idea de la “invención del poder” se refiere a que es algo que se produce cuando el poder mete a quienes lo viven, como pasión o como vocación, o incluso pasivamente, en una dimensión fantástica. Por eso, cuando se trata de reeditar la realidad y decretar versiones convenientes, el poder supera a la ficción más imaginativa.
La otra cara de la moneda se refiere a que hay una invención, positiva o negativa, del lado de la vida o del lado de la muerte, que se genera en la matriz de todo. Por eso la frase es ambivalente: el poder inventa pero al mismo tiempo es una cosa inventada, artificiosa, que a la postre se escurre de las manos como el agua. Se trata, en suma, de un juego de palabras. Los escritores siempre estamos jugando con las palabras y viendo si, al azar, le atinamos a significados nuevos y a nuevos matices para decir otras cosas y revelar zonas de la realidad que antes no habíamos percibido. Ése es el juego de la literatura y siempre lo ha sido. En la literatura las cosas suceden al revés que en la aritmética: el orden de los factores altera muchísimo el producto.
Curiosamente también anda por ahí otro asunto: el de la relación de los ensayistas y pensadores con el poder. Aunque en apariencia el poder no atrae a los intelectuales, hay una extraña fascinación por entenderlo.
No en todos los casos. A Beckett, por ejemplo, lo tenía sin cuidado. No todos tratan el tema de la ambición. Lo cierto es que no es oficio de los intelectuales procurar el poder, así como no es oficio de los políticos decir la verdad. El trabajo de los escritores es escribir la verdad y el de los políticos es conservar el poder. Son oficios diferentes. Sin embargo, como objeto de estudio, el poder ha estado presente entre los filósofos más notables, desde los griegos más antiguos; aunque el gran pensador específico es Thomas Hobbes, el gran teórico sobre el Estado moderno. Alguna vez se interpretó que sólo se refería a una especie de Estado totalitario, en el que está la idea de que el poder no se comparte ni se negocia porque se pierde la soberanía. Sin embargo, los estudiosos más importantes de los últimos años, como Norberto Bobbio, han visto que Hobbes es el gran pensador del Estado moderno. Bobbio dedica los últimos años de su vida al estudio de Thomas Hobbes. ¿Por qué? Es muy significativo eso: el que la última energía creativa de Bobbio esté consagrada a Hobbes es una valoración muy notable. El deseo de Bobbio es hacernos sentir que los clásicos siguen vigentes.
La invención del poder puede ser muy amargo en el fondo, pero creo que tiene un diseño interno. Tal vez abunda en lugares comunes, en perogrulladas, en cosas que para todo el mundo son muy obvias, en demasiadas glosas de ideas ajenas y en equivocaciones, pero el orden en que las pongo puede aspirar a decir algo más sobre el tema. Nunca tendrá la profundidad de Masa y poder, de Elías Canetti. La primera parte es una referencia a lo que a lo largo de la historia sea ha pensado sobre el poder, a la historia de la idea que los hombres han ido teniendo del poder. Y a partir de la segunda mitad del libro esta teorización se empieza a acercar a la historia nacional más inmediata y es aquí cuando nos encontramos con la amargura de un autor pesimista que concibe la escritura como un espejo en el que se van a reflejar las ideas del lector y sus conclusiones. Porque el lector reescribe el libro, según decía Borges, y no llego a conclusiones ni hago proposiciones para una vida mejor. Simplemente presento las provocaciones a la inteligencia y al corazón del lector que todo libro debe tener.
No hay nada que no se haya escrito. La palabra invención viene ya con una carga literaria muy particular, es ambivalente. Basta ponerla en una página en blanco para que ya estés haciendo literatura. Por un lado tiene una connotación referida a la mentira, a la falsedad, una significación negativa: "esa es una invención", "ese es un invento", se dice. Y por otro lado la palabra invención es de las más nobles y prestigiadas que hay en cuanto a la idea de creatividad científica o artística, como la invención de la rueda o la invención del aeroplano, por ejemplo. Así, yo, que soy un aprovechado, comprobé primero si no existía en la bibliografía francesa un título como La invención del poder, y me extrañó mucho que a algún discípulo de Foucault no se le hubiera ocurrido usarlo. Esto me llevó hacia la conjetura del poder inventor; fue la idea de la prefabricación (de la invención de delitos, de pruebas y de culpables), la costumbre que existe en muchas policías mexicanas de prefabricar delitos, o sea prefabricar las pruebas, cuerpos de delito, indicios para imputarle un delito a una persona inocente, que es una práctica muy seguida en nuestro país por abogados y policías y aceptada por esos moscas muertas que son los jueces, sus cómplices. Porque esto en el fondo es un gran negocio: o sea, se le prefabrica un delito a alguien para exculpar a otro, sobre todo cuando en México es prácticamente imposible probar la autoría intelectual de un homicidio, como sucedió con el asesinato de Héctor Félix Miranda en Tijuana en 1988. Nuestro sistema de justicia penal es inquisitorial: el acusado tiene que probar su inocencia y no el Estado su culpabilidad. Allí seguimos una tara que nos viene de la Santa Inquisición. Si tú eres abogado y tienes un cliente que mandó matar a un peón de su finca o a un periodista, a tu cliente lo acusan de ser el autor intelectual y están a punto de detenerlo. Entonces tú vas por ahí, recoges a alguien de la calle, algún campesino de rancho, te lo llevas ante el Ministerio Público con tus amigos policías y dices que él fue quien mató al peón o al periodista: así prefabricas el delito. Es una operación parecida a la de un cineasta que está contando una historia cinematográfica o un dramaturgo que está inventando un drama, una obra de teatro. Pensé, pues, que en el poder había una gran creatividad, una gran manipulación de la realidad: que el poder inventaba realidades. Entonces me parecía que entre poder y arte narrativo existía una relación extraña.
Recuerdo, por ejemplo, al ex procurador del Distrito Federal, un campechano amigo mío, compañero de casa de huéspedes en los sesenta, cuando éramos estudiantes. En algún momento Renato Sales dirigió la investigación sobre el asesinato de Manuel Buendía, así que se pasaba inventando historias porque no podía decir la verdad; a lo mejor no sabía la verdad, a lo mejor la sabía y no la podía decir. Fue de este modo que inventó, por ejemplo, la historia de un alemán vendedor de armas que había tenido un cierto conflicto con Buendía. Me parece que éste era un rollo diversionista en que se metía para distraer a los periodistas; les tenía que contar, pues, una historia más o menos creíble. Les tenía que dar algún hueso que roer. En ese sentido pienso que había una invención, producto del poder. Y, así, el título tan ambivalente y anfibológico del libro alude a las cosas que el poder inventa para que no se sepa, por ejemplo, quién y por qué mandó matar a Luis Donaldo Colosio, a Manuel Buendía, a Abraham Polo Uscanga, a Ovando y a Gil, al cardenal Posadas, es decir, para encubrir.
El poder es inventado porque tiene una cualidad muy extraña que sólo se puede relacionar con las tribus más ancestrales, tiene que ver con la magia: de pronto una persona pasa a tener un gran poder en este país donde al Presidente se le reverencia como a un animal sagrado, como aquellos animales rodeados de prohibiciones-tabúes que se tenían en las tribus más ancestrales de la Melanesia. Así empecé a trabajar la sospecha de que en la manera en que los mexicanos vivimos el poder está ese trato con el Presidente reverencial; esa forma que tenemos, muy instintiva, como un animal, de doblegarnos y arrodillarnos ante el Presidente de la República, como si fuera un hombre intocable: no lo puedes mirar, no lo puedes tocar porque te mueres; sobre todo cuando en última instancia, como se ve en la historia, el poder es, sobre todo y antes que nada, poder de matar. Seguimos besándole la mano al amo de la hacienda al terminar la jornada de trabajo, al caer la tarde. Por ahí se fue gestando la idea; una vez que llegué a esto, tomé el libro y lo metí en un cajón del escritorio y me dije: éste es de los libros que se hacen solos; así lo encerré como seis meses, después lo saqué y ya estaba hecho. Digo esto porque, efectivamente, hay libros que se escriben solos; por un lado vas haciendo columnas en los periódicos que tú sabes van a ser material para un libro; entonces, un libro puede ser la reunión de varios momentos de lucidez o de inspiración: los vas juntando y se va escribiendo solo; luego, una vez que estás en eso, el tema mismo te va sugiriendo otras ideas; lees una cosa y lo relacionas, oyes algo de alguien, ves algo en una película, una nota en el periódico, en fin, todo lo vas metiendo en ese proyecto. Por eso, en este sentido, cuando un escritor dice que ese libro se está haciendo solo, se trata de una afirmación válida en ese contexto. El libro se está haciendo en la cabeza del escritor.
El poder es invisible, inmaterial, casi inasible e incontrolable. Existe un poder invisible como lo señala muy bien Norberto Bobbio: ciertamente el poder invisible no es un poder democrático sino un poder secreto. Como la radiación nuclear: allí está, pero no se ve.
Pero ¿qué es el poder?
Podría escribirse un tratado voluminoso para definir este término que se ha ido configurando a lo largo de los siglos. Lo cierto es que nadie puede escapar a las leyes tácitas del poder, a su enigma, a su fascinación, a la enajenación que provoca en quienes lo ejercen.
El Príncipe, de Nicolás Maquiavelo, comparece como un texto actualísimo, casi inédito, en los engranajes de la política mexicana que cubre como un mural de fondo este libro (léase Presidente donde dice Príncipe). Más que un análisis sobre el tema, el texto es una suma de reflexiones que dejan una incuestionable y amarga visión (no sin deslices premonitorios) sobre la realidad política de México.
Vivimos en el reino de la subjetividad. La memoria es la subjetividad misma. Todos los seres humanos, en la visión de Pirandello, tendemos a creer en lo que queremos. Somos pigmentadores, estamos coloreando la realidad según nuestros gustos, fantasías, imaginaciones. Dos personas o más tienen una experiencia diferente de un mismo hecho. A mí me sucedió en un relato biográfico sobre la muerte de mi padre: cuando lo estaba escribiendo interrogué a mis dos hermanas y mi sorpresa fue enorme cuando, treinta años después, advertí que los tres vimos cada uno una película completamente diferente. En cuanto a ese epígrafe, que tomé de una entrevista que una vez le hicieron a Sciascia, la idea es que el poder lo mete a uno en una dimensión fantástica.
El presidente se ha metido en una película de seis años en la que tiene que hacer el papel de un personaje, de alguien extraño incluso para sí mismo, y de este viaje no podrá salir ileso: lo transformará para el resto de sus días, le alterará su identidad. Se necesita tener un yo psicológicamente muy bien estructurado para que la experiencia fantástica del poder no te afecte y puedas seguir siendo el mismo. Es patético y a veces conmovedor ver cómo los presidentes se van metamorfoseando: hay un momento en que se creen lo que están diciendo y llegan a creer firmemente en su transitoria importancia. Vuelven a ser niños.
El poder supera a la ficción porque los representantes del Estado, los funcionarios judiciales, los jueces, los policías, los secretarios de Estado, el Presidente mismo y sus jefes de propaganda, están siempre inventando coartadas. Las imágenes que se nos quedan en la cabeza referidas a los crímenes de personas conspicuas no proceden de la novela policiaca mexicana sino de la crónica periodística y de las historias que inventan los jefes de prensa o los procuradores, los ministros, los jueces, los gobernadores. Mentir no es difícil, pero organizar una historia de manera verosímil sí requiere de un cierto talento fabulador. George Steiner dice que una de las maravillas del lenguaje es justamente ésa: su capacidad de mentir: “En cualquier nivel, desde el más grosero camuflaje hasta la más alta visión poética, la facultad lingüística de disimular, des-informar, dejar en la ambigüedad, conjeturar, inventar, es indispensable para el equilibrio de la conciencia humana y para el pleno desarrollo del hombre en sociedad”.




En la obra particular de ciertos autores, como en Ryszard Kapuscinski o Truman Capote, hay un periodismo escrito con imaginación, pero la práctica periodística diaria (las tareas de la información) no tiene resultados que tengan que ver con lo literario. Durante más de veinte años pensé que el periodismo era otro de los géneros literarios. En algunos casos excepcionales lo es, sobre todo cuando se confunde con la novela realista y el reportero escribe tan bien como un historiador ameno. Pero en general, no. Lo más frecuente es que el periodismo se quede en la información. De una manera romántica, los norteamericanos del “nuevo periodismo”, y tanto García Márquez como Truman Capote, nos vinieron a decir eso: que el periodismo podía ser literatura. Me temo que no. La mayor parte de los periodistas nunca escribirán un cuento ni una novela porque viven en un tiempo mental distinto al del hombre de letras. El periodista es alguien que está en la faena de todos los días y todas las noches sacando un periódico, con la presión del tiempo y de la imprenta encima. De pronto se encuentra en el cuarto de un hotelucho en la sierra de Guerrero, aburridísimo porque en dos o tres días no puede conseguir la entrevista con un líder guerrillero. El escritor, en cambio, vive en otro ritmo mental: más despacio, más sereno. El periodista por otra parte no tiene mucho interés en figurar como autor; su trabajo es más impersonal y es menos narcisista que el escritor que se vive como autor. Ciertamente García Márquez ha sido un extraordinario periodista desde sus años mozos en Cartagena o en Barranquilla, pero no creo que Capote haya sido nunca una periodista de oficio. Muchos intelectuales o “analistas políticos” creen que porque colaboran con un artículo de opinión ya son periodistas. No lo son ni Lorenzo Meyer ni Gabriel Zaid. Tampoco lo era Leonardo Sciascia: era un escritor que de vez en cuando publicaba en los periódicos. Son oficios diferentes, aunque emparentados.
Hay en el ejercicio periodístico un buen margen de objetividad. No es posible al cien por ciento porque es imposible escapar a la subjetividad, de cuyo imperio somos súbditos. El periodista es un ser humano como cualquier otro, con sus carencias, sus dolores, su bilis, su ideología, aunque está entrenado para no anteponer sus pensamientos. La memoria misma y sus trabajos distorsionadores es una proyección de nuestra subjetividad, una versión cambiante del mundo “como voluntad y representación”. Porque la memoria no reproduce, según la conocidísima y deslumbrante percepción de Marcel Proust. La memoria inventa. Ya lo dejaron dicho Pirandello y el doctor Laing: cada quien ve la película que quiere ver o que nos conviene percibir. Se cree lo que se desea creer. El acto mismo de percibir ya es una elaboración. Pero hay una serie de normas, unas reglas del juego. Si, por ejemplo, hay un asesinato a la salida de un banco y el periodista describe que fulano de tal salía a las doce y treinta a la calle y de pronto recibió una ráfaga de metralleta que le soltó el policía tal con tal número de placa, se está ajustando a los hechos muy bien. Punto. Se limita a eso. No veo por qué no ha de haber objetividad en esa descripción. Pero si el reportero se pone a lanzar un discurso moralista o desliza algunos adjetivos calificadores, innecesarios, algo así como “tomen en cuenta los lectores que no es plan andar asaltando bancos”, pues entonces estamos ya ante una tontería.




La Iglesia católica siempre ha sido un poder, pero en México no lo habíamos tenido muy presente en los últimos años, o al menos desde la época de Obregón y Calles y la guerra Cristera, porque al menos formalmente había sido excluida de la vida pública. Su poder ha sido muy sutil, invisible, secreto: un poder político que está en el contexto del Vaticano y sus ramificaciones.
Los suyos son nexos de poder, al margen de los principios religiosos o morales. Pero ahora hemos visto que la Iglesia, con el reconocimiento oficial, ya es un poder identificable: tiene nombres, apellidos, rostros, personajes trágicos como el cardenal Posadas o sciascianos como Prigione (el don Gaetano de Todo modo). La Iglesia vive sus pugnas y también su discusión interna, bastante democrática por cierto: basta ver cómo los obispos disienten unos de otros y cómo a veces el Episcopado mexicano se enfrenta al representante del Vaticano y lo critica abiertamente. Lo que en el fondo cuenta son las relaciones de poder. La Iglesia es, por ejemplo, un gran poder financiero; tiene muchos intereses en México y en todas partes. Hay muchos miembros del Opus Dei en la banca, la industria, las casas de bolsa. De ahí la cordialidad actual entre la presidencia mexicana y la Santa Sede. Siempre me di cuenta de la presencia que tiene la Iglesia católica en Italia como un enorme poder. En las novelas y los estudios históricos novelados de Sciascia abundan los curas, buenos y malos. Algunos son muy tiernos, como el obispo de En tierra de infieles; otros son siniestros, en Todo modo, en El honorable, en Muerte del inquisidor. Pero cuando redacté el libro nunca hice el paralelismo, que ahora me parece muy plausible, entre los curas italianos y los mexicanos, a pesar del orden de las semejanzas: entre Sicilia y México, entre el partido de la Democracia Cristiana y el PRI, que es un partido de inspiración fascista fundado en 1929, el gran momento del fascismo.
Sus reservas respecto al uso del condón como protección contra el sida han tenido un gran efecto. Creo que ha sido una campaña innoble, mezquina, muy egoísta, sin ninguna compasión cristiana, que no comprende los estragos que está causando una de las enfermedades más crueles y humillantes que han existido en la historia de la humanidad. Mucha gente no tiene idea de las dimensiones del sufrimiento de los enfermos y sus familiares. No es lo mismo una muerte súbita que una de años en las que se sufre segundo a segundo. A Juan Pablo II le faltó imaginación cristiana: hubiera sido un Papa histórico, hubiera pasado a la historia, hubiera salvado muchas vidas y mucho sufrimiento, si hubiera apoyado el uso de medios profilácticos para evitar la infección.
En relación con la ideología se ha dado una cierta hipocresía intelectual. No falta quien descalifique a otro porque su discurso supuestamente es “ideológico”, suponiendo que el proferimento del descalificador no es ideológico. “Lo que yo digo es correcto porque no es ideológico; en cambio, tú estás equivocado porque lo que afirmas es ideológico”. Sin embargo, muchos editorialistas o “analistas”, que opinan de todo en columnas diarias, son profundamente ideológicos, aunque no lo admitan. Incluso proponer un sistema democrático, plural, tolerante, etcétera, no deja de ser ideológico.
Entiendo muy bien lo que se quiere decir con “ideológico”: que no asuma uno que sus premisas deban aceptarse a priori si están referidas a un cierto sistema de ideas fijas. También sé que no todo es ideológico, no estoy queriendo decir eso. Una idea matemática, por ejemplo, como me decía el poeta Gabriel Ferrater, no es ideológica. Lo que ocurre, creo, es que en materia de opiniones todos somos ideológicos.
Hannah Arendt dice que “la violencia aparece como un prerrequisito del poder, del poder como simple fachada: el guante de terciopelo que oculta la mano de hierro”.
Siempre ha habido una relación entre criminalidad y poder, no sólo en México, cuando se trata de conservarlo a como dé lugar. La violencia o la fuerza represiva del Estado no en todos los casos es legítima ni legal, aunque se vista de uniforme. En este momento histórico el poder ha empezado a relacionarse más que antes con la delincuencia internacional, con los poderes inevitables que ha incrustado el narcotráfico y que permean las redes del financiamiento de las campañas electoreras. De aquel coloquio de la revista Vuelta en la televisión es curioso que sólo sobreviviera una frase: el gobierno de México es la dictadura perfecta. Lo que no es extraño es que fuera un escritor (Mario Vargas Llosa) el que, con una sola expresión, sintetizara todo el problema. Tenía que ser un hombre de letras el que agarrara al vuelo lo que había estado pasando y lo que estaba por venir. El símil alude al crimen perfecto, al que no deja huellas, al que exige pruebas y sólo pruebas, al que impide el establecimiento de la verdad jurídica, al que es impune e incastigable porque no se puede demostrar. Así, la comparación de Mario Vargas Llosa se va perfeccionando con el paso del tiempo y el olvido de la serie de crímenes políticos que han sido intencionalmente disueltos en la confusión. Para desgracia de todos nosotros, el “arte” de gobernar, el ejercicio práctico del gobierno, se ha vuelto una astucia y una habilidad para saber eludir la ley, para saber no dejar huellas, para garantizar la impunidad.




Paseo de la Reforma 369-104
06500 México, D. F.
A 24 de septiembre de 1990

Señor Federico Campbell:
Muchas gracias por el recorte del amable artículo de Alfonso Berardinelli sobre un libro mío publicado en Italia por Garzanti. Le confieso que me ha sorprendido la frase final de las líneas que acompañan a su escrito: “con un saludo muy afectuoso”. Hace apenas unos días publicó usted en La Jornada un artículo en el que atribuía el precipitado regreso a Londres de Mario Vargas Llosa a presión gubernamental y de Televisa, después de sus palabras sobre el régimen mexicano (“es una dictadura, etc.”). Vuelta organizó ese Encuentro, de modo que yo, como director de la revista, permití que se expulsase y silenciase a uno de los intelectuales invitados por mí para hablar de la libertad en el siglo XX. El Encuento se convertía así en una farsa y a mí se me exhibía como un tramposo. No fue usted el único que [ilegible] ese infundio; lo acompañaron —no cito a la turba más o menos anónima— periodistas como Miguel Ángel Granados Chapa en La Jornada y en Proceso, con los colmillos más retorcidos, Armando Ponce y Gerardo Ochoa Sandy. Sin embargo, todos ustedes leyeron, ese mismo día, la carta de Mario Vargas Lllosa en donde me dice que por razones de índole familiar y privada tiene que abandonar el Encuentro un día antes de lo previsto y reitera que ha expresado con entera libertad sus opiniones. Ninguno de ustedes ha rectificado ni reconocido que su juicio, en el mejor de los casos, había sido apresurado.
(A la vuelta)
El inusitado silencio de ustedes sólo puede interpretarse de dos maneras: o Vargas Llosa miente o yo he falsificado esa carta. En cualquiera de los dos casos, lo que en sí mismo pudo haber sido una ligereza se convierte en una deliberada calumnia: ni Vargas Llosa es un mentiroso ni yo soy un falsificador. Por todo esto no puedo terminar estras líneas como usted termina las suyas y como a mí me hubiera gustado hacerlo: con un abrazo muy afectuoso.
Octavio Paz


El apego a la verdad

En el número 167 de Vuelta se me solicita que haga una rectificación:
“La versión de que (Mario Mario Vargas Llosa) fue expulsado del país es una calumnia y rogamos a ciertos periodistas, como los señores Federico Campbell y Miguel Ángel Granados Chapa, que rectifiquen, si es que, como cremos, tienen apego a la verdad.
Yo una rectificación la hago con mucho gusto. No la había hecho antes porque andaba de viaje y porque una vez que releí mi nota aparecida en La Jornada el 2 de septiembre, comprobé que nunca escribí que Vargas Llosa fue expulsado del país.
No siquiera como inferencia o deducción podría argüirse que me expresé en ese sentido. En lo que sí me equivoqué, y eso sí lo reconozco, fue en la frase: “La cancelación de la mesa de discusión de ayer, con la que se impidió a Vargas Llosa volver a hablar…” Ha habido dspués abrumadoras reiteraciones de Vargas Llosa de que no se le coartó.
No sé si esta aclaración stisfaga a los editores de Vuelta. Lo que no puedo hacer es desdecirme de algo que no dije.
Ruego entonces a los señores redactores del párrafo sin firma publicado en Vuelta que rectifiquen, si es que, como creo, tienen apego a la verdad.
Federico Campbell


La Jornada, 10 de noviembre de 1990




La escritura comporta un misterio y tiene una dinámica que lleva por rumbos no previstos. La publicación de un libro me impone un compromiso con los demás, con los otros, con el super ello: no puede andar diciendo por ahí que está escribiendo una novela si luego no la publica. Este tipo de compromisos con la tribu: no es de personas serias no hacer cosas que dices que estás haciendo. Uno como escritor empieza primero y creyéndose escritor, fingiendo ser escritor y contando mentiras, es decir, contando novelas que dice que está escribiendo pero que en realidad nada más las tiene en la cabeza. Pero con esas mentiras el escritor va construyendo sus proyectos literarios y los va haciendo.
Además del poder, hay cosas en la vida que pueden motivar a los hombres y a las mujeres. Una de ellas es la “fama”, que es muy relativa y muy subjetiva: un malentendido, según Rilke. A veces no pasa de ser una fantasía personal. Uno usa los medios para hablar con la tribu porque no tiene tiempo para hablar con cada uno de ellos. Cuando uno se quiere comunicar con la tribu es que desea que la tribu diga: sí, muy bien, vas por buen camino. Debo confesar que en el fondo soy un propagandista compulsivo, que tengo una inclinación por la difusión de la información. Entonces sería hipócrita de mi parte decir que soy indiferente a la “fama”, aunque en mi caso ¿cuál fama? Escribir y publicar en México muchas veces no pasa de ser una actividad privada y desconocida para la mayor parte de la población. Lo descubro como una vanidad y como algo que tiene que ver con nuestro narcisismo leninismo. Son cosas que no califico moralmente, que digo sin rubor ni vergüenza pero también debo apuntar que me gusta mucho una personalidad intelectual como la de Gabriel Zaid, uno de los escritores que yo más admiro y respeto en México. Eso de no fotografiarse ni dar entrevistas me parece muy digno. No es precisamente el modelo Carlos Fuentes de carrera literaria.
Una cosa es el valor que tengas como escritor y otra el lugar que la tribu de las letras te dé. La tribu se puede equivocar porque muchas famas son producto de la propaganda. O sea: existen en la medida en que apareces en los medios. Aparezco en un periódico, luego existo. Así se pueden crear muchos equívocos y no pocas injusticias. Borges decía que no hay ninguna razón para que un hombre sea famoso. Hay escritores geniales que durante años no fueron reconocidos porque no movieron un dedo para autopromocionarse. Pienso en el (Juan Carlos) Onetti de los primeros veinte años o en Julio Ramón Ribeyro.
Así como en el sistema planetario de la literatura hay una estrella que se llama teatro y un astro que se llama poesía, así también hay un cuerpo sideral que es el periodismo. Todos están en el sistema de la literatura, un sistema de percepción y de articulación en palabras del mundo. Sin embargo, el trabajo del periodista es como un puñado de arena en las manos que se desvanece y se pierde. Por eso, por mucho que uno se dedique al periodismo, persiste una sensación de vacío, de impotencia y de frustración. Porque no quedó nada del trabajo, se lo llevó el viento.
La novela es el gran género literario, en el que caben todos los otros, y está muy lejos de estar muerto como lo han decretado algunos. La novela nunca va a morir mientras sigan llegando nuevos seres humanos a la tierra, porque cada ser humano es una novela inédita.



Dice Bacon en su ensayo sobre la envidia que una de las cosas que más motiva al envidioso es el despegue de una persona que antes estuvo al mismo nivel de los otros. La envidia es muy irracional: es como el amor, como el enamoramiento. No es un crimen. Pienso que hay que ser muy tolerante con los envidiosos, hay que perdonarlos, no es su culpa, es algo que viene de su ser más profundo, de su sistema nervioso autónomo. La gente no es responsable de su envidia; el deseo y el alma son cosas que no se controlan. La envidia puede desvanecerse, así como se desvanece el enamoramiento; puede curarse. Dicen que hay pueblos más envidiosos que otros... no estoy muy seguro. Se dice que nosotros tenemos esa mala herencia española, que se da entre españoles y árabes de manera profusa. Creo que los italianos no lo son tanto, ni los anglosajones. Si tienes un éxito en Francia, todo el mundo te celebra como una gloria nacional.
Estamos empantanados en una ética católica y culpígena del éxito. Weber dice que el capitalismo florece mejor en países de cultura protestante, pero ciertamente en el cristianismo católico hay un sentimiento de culpa cuando se experimenta la riqueza; por eso en Latinoamérica prendió mucho la idea de la justicia que se tiene en el marxismo, es decir, la idea de la justicia distributiva. Ignacio de Loyola decía "lo que me sobra no me pertenece", o sea que en el fondo de la teología de la liberación hay una preocupación por los pobres, en el sentido de que es injusto que unos tengan más que otros; es una idea cristiana con afinidad en el marxismo. Pienso que los marxistas y los cristianos siguen teniendo razón en su idea sobre la justicia social. Lo que molestaba muchísimo de los marxistas era que venían a decirnos que la riqueza acumulada era ilegítima.




Esta idea de las envidias y la falta de una cultura del éxito son muy bien aprovechadas por el poder. En lo más profundo de nuestro ser hay la sensación de que no tenemos derecho a nada: yo no tengo derecho a gozar, a comer, a disfrutar de la vida, al placer. Hay un resabio de la esclavitud todavía en nosotros, por eso casi siempre estamos pidiendo perdón y llamándole “jefe” a todo el mundo. El fotógrafo Cherney contaba que en una hacienda de Oaxaca, al caer la tarde, los peones iban a despedirse del amo besándole la mano. Tenemos muy introyectada esta idea: porque yo no valgo, porque soy un esclavo, los que valen son los españoles y los gringos y los blancos: es como un mandato que traemos desde la más remota infancia mexicana. Y es que también es cierto que vivimos en un país muy injusto en donde hay demasiados privilegios, y los privilegios empezaron a acabarse con la toma de la Bastilla, para eso se hicieron las revoluciones, y resulta que en México a finales del siglo XX seguimos con una bola de privilegios y de fueros. Lo que siempre me he preguntado es si un intelectual tiene más obligación como ciudadano de ser un crítico del poder que el peluquero de la esquina. ¿Por qué un intelectual tiene mayor obligación de ser crítico que un chofer de taxi? ¿Quién lo dice? ¿Por qué el intelectual tiene más obligación que el carnicero? ¿Porque tiene más educación? Pero el ingeniero o el biólogo también tuvieron una educación superior. Todos los ciudadanos tienen las mismas obligaciones y derechos; no se fundamenta la idea de que a unos ciudadanos les puedes exigir más porque son intelectuales. ¿Quién decretó que los intelectuales son los perros guardianes de la democracia?
La función del intelectual es escribir bien, hacer bien su trabajo, escribir sus libros. Practicar la moral de hacer bien las cosas, como el carpintero sus mesas y el sastre sus camisas. Hacer simple lo complejo, explicar las cosas, articularlas, valerse de su bagaje literario para desmontar y esclarecer los discursos que se están poniendo en juego en la sociedad. Volver claras las cosas oscuras. Me gusta lo que dice Savater: un intelectual es aquel que trata a los demás como si fueran intelectuales.
Aquello de que son los líderes morales es una idea del romanticismo del siglo XIX, de los tiempos de Víctor Hugo. Bobbio hace una historia muy interesante de la idea que a lo largo de la historia nos hemos inventado de los intelectuales. Hay una tradición muy fuerte que viene de los enciclopedistas del siglo XIX. Hay una tendencia, efectivamente, de que los intelectuales deben estar en la oposición, de oponerse al poder. Sciascia se inscribía en esa línea. Sin embargo, hay intelectuales a quienes repugna esta idea; dicen que el gobierno tiene cosas buenas y que hay que reconocerlas; otros dicen que el poder siempre es inmoral tout court.
Yo pienso que es necesariamente inmoral, que no puede ser de otra manera, es fatalmente inmoral, no tiene remedio.


The first thing we do,
let´s kill all the lawyers.

W. Shakespeare,
La segunda parte del Rey Enrique VI


Máscara negra compila sesenta y siete ensayos animados por dos convicciones: “la impunidad criminal y el poder vienen juntos y se consiguen con el mismo boleto” y “la frontera entre realidad y ficción, como todas las fronteras, es tan etérea como imaginaria”.
Como muchos otros, y desde hace miles de años, yo también he buscado en la literatura las relaciones entre crimen y poder. Me he preguntado cómo es que los criminales reales tienen actitudes literarias, sin saberlo. Lo he averiguado en un cuento sobre un policía federal de caminos asustado que tropieza en una carretera bajacaliforniana con unos narcotraficantes entre los que está su “pareja”.
Mediante una operación detectivesca, descubre las conexiones que ellos hacen entre crimen y poder. Luego visita los reinos del crimen en México y descubre a sus personajes in fraganti, en relajado encuentro con el poder político. Penetrante y pulcro, el libro deja la doble sensación del placer literario y el expediente negro.
Máscara negra es un libro-moneda que tiene dos caras, la de la literatura y la de la realidad. Es como el ying y el yang: se ensamblan una en la otra”. No hay una diferencia entre la literatura y la realidad. El mundo que se recrea en la literatura también está palpitando en la realidad. Los personajes de la política son como personajes de la literatura, están metidos en esa gran novela policiaca que es la política mexicana y actúan como personajes novelescos.
Don Alonso Quijano, desdoblado en el Quijote, creía que las novelas hablaban de cosas reales.
El Quijote existe entre nosotros. Las peripecias y los equívocos de un loco genial como el Quijote están entre nosotros. La literatura no es algo que está allá aparte, en los estantes de los libreros o en las librerías o en los mismos libros, no es algo inerte, sino algo vivo que podemos incorporar a nuestra vida cotidiana. La literatura es algo que se da entre yo y tú, lector, es lo que está entre los dos. Entre la realidad y la ficción.
Es importante decirle a la gente que tenemos la posibilidad de integrar la literatura a nuestra vida personal, si queremos enriquecer nuestra experiencia del mundo. No es fácil que exista una novela policiaca sin una tradición de lectores. Se me ha ocurrido repetir un lugar común que dice que dado que las novelas policiacas tienen en el fondo el tema de la justicia y son un reflejo del sistema judicial de un país, lo menos que se le puede exigir a un novelista es que cumpla con las reglas de la verosimilitud (reflejar un mundo, por ejemplo, en el que la administración de la justicia es de risa loca porque está manejada por delincuentes, donde los policías son asaltantes, torturadores y homicidas), pero este criterio determinista no se sostiene cuando de pronto en cualquier lugar surge un escritor talentoso o genial. Es cierto que es también necesaria la existencia de una cierta afición literaria en la comunidad y que cuenta mucho la manera en que los ciudadanos viven la ley y su sentido de la justicia. Sin embargo, de pronto aparece un nuevo novelista que arrasa con todos los prejuicios y todas las teorías.




Los acontecimientos generalmente van por delante no sólo de los escritores, sino también de los periodistas y los políticos. Y pasa que en México, el poder se ha vuelto un gran inventor de misterios, un gran creador de enigmas criminales. Hacía muchísimas décadas que el poder mexicano no había estado involucrado en la criminalidad anónima de la política, pero desde el asesinato de Manuel Buendía empezó a llenarse las manos de sangre; empezaron a aparecer cadáveres en los armarios de Palacio y la gente, desde el Zócalo, empezó a percibir el mal olor de esos cadáveres. Entonces, como es natural, los escritores y periodistas con pretensiones literarias recurren al librorreportaje. Hay una necesidad de parte de los lectores y es también un negocio para los editores el publicar libros de actualidad política sobre asuntos que no logra cubrir la prensa... ni la justicia.
Si alguno de esos periodistas que escriben “libros políticos” se hubiera educado en la literatura de Sciascia habrían escrito un libro mucho más trascendente e imprescindible. Cuando se hace un libro sin ninguna “malicia” literaria, sin establecer relaciones importantes entre unos y otros, es decir, si no se arma bien el reportaje desde el punto de vista literario, el libro se vuelve inútil y se apaga. Nadie se ha puesto, por ejemplo, a deducir el asesinato a partir de lo que sucedió después del 23 de marzo de 1994: a quiénes protegen las investigaciones, por qué los procuradores fingen seguir pistas sólo para despistar, por qué se coloca una esquirla en el lugar de los hechos, por qué obligan a la doctora Aubanel a retractarse, etcétera.
Se cree que los librorreportajes y la novela criminal están reemplazando lo que antes era el tratado político.
El Estado siempre ha sido criminal, la sustancia misma del Estado es matar para preservarse, sucedía así en la época de Shakespeare, en el siglo XVII y en los siglos anteriores; en la época de Maquiavelo, en El Príncipe está implícita la posibilidad del asesinato para conservar el poder, según ha interpretado Jean Giono. Lo que pasa es que en México la descomposición ha llegado a tales grados que el poder tuvo que acudir al crimen para preservarse. Antes no ocurría porque estábamos (como los sicilianos de la época de El Gatopardo) sumidos en una larga siesta.




El problema de la verdad viene desde los filósofos presocráticos y es también el tema filosófico de nuestros días, como lo era en el tiempo de Heráclito y los estoicos. Luigi Pirandello dice que la verdad no puede conocerse porque todos tenemos versiones diferentes, pero hay una cuestión que parece pertenecer a la filosofía del derecho: me pregunto qué es la verdad jurídica, lo que llaman la verdad técnica, esa parte de la cultura leguleya que tenemos en México desde la Colonia, que le ha hecho mucho daño al país. Mientras tienes la coartada de la legalidad puedes cometer cualquier crimen sin problemas. Por eso, frente a ese filibusterismo leguleyo se justifica un periodismo desaforado en lo cotidiano, desinhibido, en el que se dé rienda suelta a la imaginación y a la especulación, porque esos caminos son los que llevan a los descubrimientos científicos y también al esclarecimiento de los crímenes. Lo que quiero decir es que estamos hablando de los caminos a la verdad, que son muchos y no sólo los del trayecto forense, judicial: Ésa es la verdad sucia de los abogados y del poder. Esos caminos están trazados también en la literatura, el último refugio de la verdad; es una conspiración en el mundo del espíritu y de la inteligencia, porque enseña a otros escritores a desmontar los mecanismos del poder, a buscar el cuerpo oculto de la verdad. Son las herramientas del ensayo literario establecidas por Montaigne, los sistemas de asociación de ideas y de palabras que descubren las zonas oscuras de la realidad y los entresijos del poder volviendo simple lo complejo. Una obra de teatro como Julio César, de Shakespeare, es a mi juicio la obra por excelencia sobre el magnicidio; el discurso de Marco Antonio ante el cadáver de César es igual a nuestra desesperación por conocer la verdad del caso Colosio. Estamos cansados de los crímenes políticos, ya estamos hartos de tantos enigmas inventados por el poder. Se quiere conocer la verdad, pero el poder de los policías nos paraliza diciéndonos que la verdad sólo se puede conocer cuando hay pruebas, o sea por la vía judicial, por medio del argumento forense. Pero hay muchos caminos para llegar a la verdad. Y el de la conjetura popular no es ilegítimo.
El género policiaco, que fundó Edgar Allan Poe hacia 1841 y que desarrollaron luego los folletones franceses durante el siglo XIX, era un tipo de novela que involuntariamente traducía una atmósfera social y una mentalidad jurídica; una cultura de la ley, porque toda novela policiaca tiene como tema nuclear la justicia. Esa afición por lo jurídico se nota ya en la época isabelina, cuando la gente iba a las salas de jurado en lugar de al teatro o a los partidos de pelota. Muchas veces son novelas que están de parte del que cae, del lado de la víctima, a veces asumen el punto de vista narrativo del asesino, del malo. No necesariamente el que “la hace la paga”, las cosas son como en la realidad, en donde muy pocas veces se hace justicia o se encuentra a los autores materiales e intelectuales de los crímenes
La novela policiaca siempre ha sido un género conectado con una literatura realista, crítica, muy cercana al periodismo; incluso, hasta hace unos años se pensaba que el periodismo era otro de los géneros literarios, que pertenecía al ámbito de la cultura, pero el periodismo se apartó de ese “lastre” literario y ahora se enorgullece en la soberbia de lo que llaman los mass-media, que ciertamente no tienen ya nada que ver ni con la literatura ni con la cultura. Cuando el periodismo sí tenía que ver con la cultura, entonces había complicidad, una hermandad con la novela policiaca. La novela política, por su parte, tiene algo de policiaca, porque el poder siempre ha tenido una relación ontológica con el crimen, una relación sustancial entre la búsqueda del poder y el asesinato político. Ya nos lo mostró Shakespeare en Macbeth, que consigue el poder mediante el asesinato, y Ricardo III conserva el poder gracias al crimen. No es de extrañar, pues, la preocupación de Shakespeare por la ley, como se ve en Medida por medida, en El mercader de Venecia y La segunda parte del rey Enrique VI. Esto lo ha estudiado muy bien Daniel J. Kornstein en Kill all the lawyers? Las tragedias históricas de Shakespeare terminan con el escenario lleno de cadáveres y regado de sangre, porque ése es el proscenio natural del poder.






El cine no me importa tanto.
Ni la literatura. Lo que
importa es estar vivo. Ésa
es la verdadera pelicula.
—Gonzalo Suárez

Mi Post scriptum triste está organizado a la manera de diario literario francés, como el de Jules Renard, y tiene como epígrafe un dicho latino anónimo del siglo XII. He constatado que hay un registro de este dicho (post coitum omne animal triste) en un libro de latinismos de la Universidad de Oxford. De ahí fue de donde tomé la cita. Mi libro no tiene dedicatoria ni prólogo, sólo tiene un epígrafe que le explica todo al lector. Cuando lo abre, con lo primero que se encuentra es con un epígrafe que dice Post coitum omne animal triste: “El hombre siempre entristece después del coito”. Bruno Estañol dice que cuando yo pongo ese epígrafe estoy contextualizando la idea de que escribir es un acto erótico.
Hay una especie de melancolía posterior al hacer el amor. No estoy muy seguro de si sucede entre las mujeres, pero sí sucede entre los hombres jóvenes. Tengo la impresión de que es una experiencia del hombre joven enamorado, que después del coito experimenta una especie de melancolía. Melancolía extraña. Y paradójica. Porque al mismo tiempo que es una alegría comporta la sensación de pérdida parecida a ese post partum triste que les da a las mujeres después de haber parido (dar a luz es un acto creativo, es dar vida a un nuevo ser humano, a un niño, es una experiencia normalmente feliz, pero al mismo tiempo la mujer experimenta una sensación de pérdida porque algo se desprendió de su cuerpo).
Post scriptum triste está presentado como un diario literario pero no lo es. Tampoco es un diario íntimo sino un conjunto de ensayos y de textos breves y largos que no tienen títulos ni subtítulos. Como un diario en público. Van todos corridos, nada más los separan unos asteriscos. Y tratan acerca de la memoria, la escritura, la identidad personal, la impotencia literaria. Sobre esto último tomo unas ideas que Carlos Valdés me dejó antes de morir. Las tenía cuando él murió porque me las había escrito para un reportaje que yo estaba haciendo sobre la esterilidad en la que de pronto cae un escritor que escribió libros notables. Casos como el de Fernando Jordán, un periodista de los años cincuenta que escribió un libro sobre la Baja California, El otro México, y que se suicidó (o lo asesinaron) en La Paz en 1956. También menciono un ensayo de Susan Sontag, “Para una estética del silencio”, que está en su libro Estilos radicales, donde habla de los casos de Marcel Duchamp, Rimbaud, Wittgenstein y otros artistas que renuncian al arte. Me intriga por qué un escritor deja de escribir y ese es uno de los temas. También meto un texto sobre La invención de la soledad, de Paul Auster donde digo que en realidad se trata de “la invención del padre” que le faltó a uno, que uno lo construye a través del trabajo. Como decía Kierkegaard, “quien se decide a trabajar en sí mismo da nacimiento a su propio padre”.
En cierto modo el modelo de este tipo de libro sería La tumba sin sosiego, de Cyrill Connoly. Es el clásico libro on writing: las reflexiones de un ecritor acerca de la escritura. Marguerite Duras y Margaret Atwood lo han hecho.
Post scriptum triste es un conjunto de textos organizados y publicados a la manera de un diario literario en el sentido francés de la palabra journal: libro de acotaciones o diario de un escritor, no íntimo. Post scriptum triste no es un diario literario en el sentido estricto, sino que está organizado a la manera de un diario literario, digamos, está presentado como el Diario en público de Elio Vittorini o Negro sobre negro de Leonardo Sciascia. O bien el Diario romano de Vitaliano Brancati. Y contiene textos breves y más o menos largos, es decir, es un libro organizado por aforismos, con textos de ocho líneas, con párrafos de tres líneas, con ensayos de ocho cuartillas, relato de diez páginas y todo dividido por asteriscos. No hay subtítulos ni títulos de capítulos ni cabecitas. Va corriendo en tramos que se dividen por asteriscos simplemente y el libro pretende crear un efecto de conjunto en el que haya un tono, una cierta afinidad entre los temas, como una especie de visión del mundo de la literatura. El autor es el que le da tono y unidad a todas las páginas del libro porque es el emisor de todas estas ideas y asociaciones de pensamientos y de emociones, de tal manera que el libro tiene una estructura secreta que el lector va a ir desarmando según su lectura. Los temas recurrentes son la escritura misma, el hecho mismo de dedicarse a escribir pero también la impotencia literaria o la esterilidad: el no poder escribir. Ya sea desde el principio, cuando un ser humano desea hacerlo pero no puede, o bien el caso de un escritor que ha escrito dos o tres libros muy buenos como Juan Rulfo y que después no puede (o no quiere) seguir escribiendo, que fue también el caso de Dashiell Hammett, quien vivió los últimos veintiséis años de su vida sin escribir una sola línea ni publicarla. Juan Rulfo le ganó ya que vivió sus últimos treinta años sin terminar una obra. Es una historia del proceso creador. De pronto para algunos escritores sucede que no hay el deseo de escribir porque lo que importa es el deseo de escribir, tanto el tener algo que decir. Todos tenemos algo que decir y muchas veces es algo que ya han dicho otros, pero eso no tiene importancia; lo importante es cómo decirlo.
Todo esto tiene una composición dependiente del orden en que uno va colocando la secuencias. Si el orden natural de los números está en que corren del uno hacia el nueve, al armar un libro debemos alterar esa enumeración, independientemente de las fechas en que fueron publicados los textos. No tiene importancia fecharlos y el criterio de colocación obedece a ciertas temáticas, a la calidad emotiva de algunos textos y ciertos relatos largos que van amarrando todas las ideas hacia el tramo final. Me atraen los temas de la memoria, la escritura, la impotencia literaria, la locura, la vocación del escritor despersonalizado que no quiere notarse, la identidad personal: quién soy yo, cómo soy para los demás. Si me refiero a la obra en prosa de Luigi Pirandello, sobre todo a su novela Uno, ninguno y cien mil, es porque trata de la identidad personal y me da pie para deslizar la historia de Antonio Pedro, un cantante de ferias y palenques que durante unos años estuvo fingiendo ser Pedro Infante. Nunca se hacía llamar Pedro Infante, pero cantaba sus canciones. No decía verbalmente que él era Pedro Infante, pero todo su actuar y cantar eran los de Infante. Ciertamente tenía la edad, unos setenta y dos años, que en ese momento tendría Pedro si hubiera sobrevivido al accidente de aviación. Pero con esa insinuación estuvo jugando con los temas de la identidad, la impostura, la suplantación de personas, que abundan en el teatro de Pirandello. Para mayor abundamiento, lo mismo sucede en algún cuento de Borges que cito ahí: "El impostor inverosímil Tom Castro". También cito el caso Canelli que tuvo lugar en los años veinte en Italia, a propósito de un profesor de Turín que se perdió en la Primera Guerra Mundial y después fue sustituido por un impostor. Lo curioso es que la viuda del profesor dijo que ese señor era su esposo, se puso a vivir con él, y tuvieron una hija. Cuando un juzgado de instancia más alta sentenció que ese señor era un impostor y no el profesor Canelli, la pareja ya había huido a Brasil. “Pero no hay pruebas en contra que valgan cuando se quiere creer”, dice Pirandello. La gente cree lo que quiere. Ese caso está en El teatro de la memoria de Sciascia.
Es como el caso de Aburto. Tanto Aburto como Marcos son personajes pirandellianos, porque al desdoblarse en la máscara Marcos pasa de criatura a personaje y al poner en entredicho la verdadera identidad de Mario Aburto, el supuesto asesino de Colosio, la intuición popular lo convierte en un personaje pirandelliano, porque juega con los equívocos y las dudas de su identidad personal que se reparte en dos o más Aburtos.
El problema de Pirandello es la relación entre persona y personaje, entre criatura y personaje, como Alonso Quijano y el Quijote. Es la disyuntiva clásica entre la ilusión y la realidad, el sueño y la vida, el drama o la comedia de la subjetividad humana. O como dice Gonzalo Suárez: “Todos somos otro de repente: un cambio de estado de ánimo, una mala o buena noticia, un viento que abre la ventana. Pero en realidad no somos dos: somos muchos.” Por ejemplo yo me inventé el personaje de escritor, yo tengo una identidad social de escritor, se me conoce como escritor y me he puesto a representar el papel de escritor. Hay una posibilidad real de que yo en el fondo no sea un escritor, de que yo sea un farsante. De esas cosas trata el teatro de Pirandello. Otra de sus obsesiones es la locura, que se deriva de estas suplantaciones de máscaras y personalidades.
El personaje se come a la criatura. Deja de hacer tierra. Hay un momento en que ya no tiene un cable a tierra que lo conecte con la realidad y entonces ya no mide bien las consecuencias de sus actos. El hombre de poder se hace la ilusión de que los hechos no van a revertírsele porque es tal el vértigo, su omnipotencia es tal, que cree que no le pueden hacer nada porque él es una epecie de Dios. Pero este carácter sagrado del Presidente sobrehumano sólo es posible porque somos su otra cara y todavía no borramos del todo el asiento o el humus cultural de la esclavitud. A quien está un poco por encima de nosotros o es más rico o más poderoso o más blanco, le decimos jefe. Sí, jefe, como usted diga. Disculpe. A la hora que usted quiera. Jorge Ibargüengoitia percibía esta contrapartida así: “Estamos gobernados por una minoría, de acuerdo. Pero sostenida en el poder por una masa enorme y corrupta a la que tiene acceso todo mexicano que esté dispuesto a hacer un favor con tal de que le hagan otros a cambio.” El presidente es el padre de padres, es el amo de amos, es el jefe de jefes, el presidente es nuestro jefe... entonces tenemos que arrodillarnos ante el Presidente-Dios. ¿Qué hacer, pues, ante un hombre que no tiene muy bien estructurado su ser, su yo, que carece del empaque de estadista? Ante la experiencia del ejercicio del poder el yo de estos personajes se puede desquiciar; hay momentos en que ya no ven la realidad, ya no perciben que la complicidad puede tener consecuencias penales. Es tan severa la omnipotencia del narcisismo presidencial que sus protagonistas ya no captan la verdad efectiva de las cosas.




En Post scriptum triste estoy hablando de todas esas cosas y también de lo que yo pudierra ser para mí mismo. ¿Quién soy yo? ¿Cómo me ven los otros? ¿Cómo soy para los demás? Dentro de todos estos equívocos y estos espejos. ¿Quién soy yo para mí mismo? Para algunas personas tengo una personalidad Elmer Gruñón, que es la un hombre de mal humor, permanentemente enojado, colérico, malgeniudo, que siempre se está tragando los corajes. Para otros soy muy altanero y muy arrogante porque tengo la forma de caminar de los pachucos de Tijuana de los años cincuenta, pero la verdad es que se trata de una manía inconsciente y que más bien se debe a un defecto que tengo en la columna vertebral por un accidente de basquetbol. Siempre tuve la inclinación de los hombros al caminar como el torero que abre plaza, y que a los ojos de quienes no me conocen puede significar altanería, fanfarronería o prepotencia. Para otros soy un hombre muy apocado, acomplejado, dócil, que no va a gritar nunca si abusan de él. Un hombre incapaz de protestar, miedoso, esquivo. Y entonces cada quien crea un personaje o se inventa alguien que no soy. Así pasa en todas las relaciones sociales. La imagen que tienes de mí no es la misma imagen que yo supongo que tienes de mí. Estoy hablando de mí no porque sea egocentrista sino porque quiero ejemplificar cuál es la idea de las relaciones interpersonales, la identidad personal, sus equívocos y sus malentendidos.




Otra es la idea que tengo yo de mí. Tiene mucho que ver con la autoestima (o con lo que antes se llamaba amor propio) y la biografía afectiva de uno desde que nació. Se refiere a la idea que uno se va haciendo de sí mismo a lo largo de los años: la autoficción, más que la autobiografía. Tiene que ver con el problema de si realmente te quieres a ti mismo o no te quieres. Te aceptas o no te aceptas. Yo soy de los que tienden a menospreciarse porque crecí con la idea de que no valía nada. Tengo la impresión de que yo interpreté de esa manera lo que me transmitió mi madre. Porque los padres van construyendo un lenguaje cifrado. Tiene que ver con las palabras pero también con las actitudes; hay todo un lenguaje hecho a base de silencios, gestos, desprecios, arrumacos, ternuras y desdenes que van estableciendo un mensaje hacia el hijo o la hija y ese código que va descifrando el niño sólo puede tener dos significados: me quiere o no me quiere. Es mi interpretación más sutil de esa telegrafía. Lo digo así porque no quiero responsabilizar a nadie. En mi sistema de interpretación un tiempo fue el “no me quiere, por tanto no valgo”, el “no tengo derecho al placer ni a la vida, estoy de más en este mundo, sobro”. El mensaje terrible parecía decir: “No te acepto porque no quisiste hacer lo que yo quería, porque no coincidiste con el proyecto de hombre que yo tenía para ti. Yo quería que tú fueras a la universidad y te convirtieras en un abogado, no concluiste con ese proyecto mío, entonces no te quiero, por lo tanto no vales. Y en general los hombres no valen mucho porque tu padre tampoco valía mucho, era un bueno para nada, un borracho.” Y todavía sobrevive esa sensación que se refleja en el hecho, por ejemplo, de que no me puedo ver directamente a los ojos en el espejo; ni siquiera me atrevo a verme, eludo los espejos. También la fotografía que me toman generalmente no me gusta. Pero ahora me desprecio menos, me empiezo a querer, a creer que sí merezco algunas cosas como las merece cualquier ser humano. La verdad nunca es mala.




Post scriptum triste me lo rechazó una editorial, pero hubo una correctora anónima cuyo nombre no conozco ni quiero conocer porque me gusta que sea así, que leyó a conciencia mi libro y subrayó todos los errores. Y tenía razón. Por ejemplo, me descubrió muchas repeticiones que no beneficiaban al efecto de conjunto. Esa lectora anónima que hizo una lectura muy responsable y actuó como abogado del diablo, se convirtió sin saberlo en coautora del libro y en el fondo se lo agradezco.




Máscara negra es una invitación a disfrutar la lectura de novelas policiacas y también aspira a hacer ver en el lector que lo que importa es lo que no se dice: el hueco, la oquedad, lo que queda implícito, lo que se insinúa pero no se hace explícito. Y es un método, el de la novela policiaca, en el que se privilegia lo significativo de la inferencia. A partir de una novela se trata de establecer la concatenación de elementos que permitirán deducir la naturaleza de un homicidio y la identidad de su autor. Con esto estoy subrayando la importancia que la elipsis tiene en la narración. Es decir, aquellos tramos que no se muestran y que precisamente por no decirse se hacen de una carga significativa importante para la producción general de sentido. Nuestra curiosidad respecto a los crímenes políticos fluctúa de un desconcierto a otro, pero también de una teoría a otra que cada uno de los millones de ciudadanos-detectives va elaborando en su cabeza. Esa concatenación de teorías, hipótesis, conjeturas, va tejiendo un discurso que permite deducir cómo más o menos estuvo realizado un crimen y ¿por qué? No es fácil, porque los crímenes perfectos se caracterizan por no dejar huellas. Lo único que nos queda como refugio, para conjurar nuestra frustración, es la novela, el teatro y la conjetura popular por fantasiosa y equivocada que sea.
REPETICIÓN Entonces, mi Máscara es una moneda de dos caras: águila o sol. En el sentido en que la primera parte se refiere a las cuestiones relacionadas con la literatura narrativa policiaca, y la segunda a asuntos de la realidad más inmediata, en el mismo tono y con la misma naturalidad, como si las cosas de ambos mundos fueran las mismas. Porque el mundo es un teatro, ya lo decía Calderón de la Barca; y la vida en relación con el arte no tiene muchas diferencias tangibles, ya lo decía Pirandello. Una de las actividades que más se acercan a lo que sería el teatro del mundo es la política. El poder inviste a los hombres de tal condición dramática que se llegan a sentir importantes sin serlo o superiores a los demás sin serlo. Como los ricos que siempre creerán que son mejores que el prójimo porque desde muy jóvenes disfrutaron de las comodidades y los goces de este mundo. Entonces, es prácticamente imposible que un hombre que tiene la experiencia de la carrera política no se sienta mejor que los demás, porque al incurrir en esa dimensión fantástica que es la del poder el individuo empieza a representar a un personaje que después se come su verdadera identidad y lo vuelve otro, lo transforma. El hombre de poder está convencido de que nadie tiene una experiencia tan intensa y apasionante de la vida como él. Sigo sin entender por qué los políticos se creen importantes cuando muchos de ellos, la mayoría, son seres miserables, chapuceros, dobles. Creo que el gran autoengaño de la política es ese que lleva al individuo a creerse un personaje que no le corresponde, que no es él. Pero parece ser que una vez que se inician en ese viaje es imposible regresarlos a la realidad; por eso la dimensión fantástica del poder es uno de los fenómenos más fascinantes: es algo parecido a lo que se crea en el escenario teatral. Trato, pues, de hacer sentir que es muy difícil discernir la frontera entre la realidad y la ficción, entre el teatro y la vida, entre el sueño y la vigilia, y que también las personas con las que tenemos relación en este mundo, la mayor parte de ellas, son seres inventados por nosotros mismos; son seres imaginarios en la medida en que no los conocemos de cerca. Entre más conocemos a una persona, como nuestra amante, nuestra esposa, nuestros hijos, menos imaginarios son. Pero mientras manejemos nombres siempre serán seres distantes, imaginarios, construidos con nuestras fantasías, nuestros temores, nuestras frustraciones, nuestra agresividad o nuestro resentimiento.
Y con todo esto no estoy tratando de exaltar la subjetividad humana relativa de percibir el mundo. Sería muy narcisista sospechar que uno crea la realidad y que depende de uno. Lo que pasa es que uno la pigmenta según su paleta. Quiero referirme más bien a la condición cambiante de todas nuestras percepciones, a la pluralidad de verdades que existen en el mundo, quiero reflexionar en la memoria que es la subjetividad misma, y quiero dejar muy claro que a lo mejor todos estamos equivocados. Creo que todas nuestras percepciones dependen de esa máquina fotográfica y grabadora al mismo tiempo que es nuestro corazón empalmado en nuestro cerebro. Yo no soy el primero que lo dice, que la vida es una ilusión en la medida en que lo es un sueño. Es algo que percibieron los poetas del siglo de oro español y volvió a percibir con otras palabras Jorge Luis Borges: “Nos vamos a ir de este mundo sin saber quiénes fuimos y qué estábamos haciendo aquí, porque nos metieron en esta película cuyo guión nunca previmos ni deseamos.”




Vale más estar abajo queriendo
estar arriba que estar arriba
queriendo estar abajo.
—C.P.A. Leobardo Mendívil Escalante

“El avión de la muerte” no es un cuento. Es una nota periodística de Miguel Cabildo que yo reproduje, porque él fue enviado como reportero de la revista Proceso a Chihuahua a entrevistar a los familiares y amigos de Atilano, el piloto. Después Los Tigres del Norte la recogieron en uno de sus corridos “prohibidos” que se llama “El avión de la muerte”. Yo únicamente refundí esas versiones.
Es muy dramático. El asunto representa la distancia que siempre ha habido entre el pueblo y el gobernante. Es decir, la gente en el poder, quienes han estado en Los Pinos, o la Secretaría de Gobernación, o en la Secretaría de la Defensa, no tienen la menor idea de lo que sucede en las capas más bajas de la población porque es un universo que no conocen, ni perciben, ni les interesa. Es más, ni siquiera saben que existe. No puedo imaginarme yo a un funcionario del equipo presidencial de Los Pinos a quien algo le preocupe o tenga alguna noción acerca de los efectos que ha tenido el narcotráfico en las familias campesinas de Sinaloa, las sierras de Durango, de Sonora y de Chihuahua; de cómo las relaciones familiares, amistosas y de trabajo se han transformado totalmente a partir de que se incorpora el narcotráfico a la vida cotidiana de los habitantes de esas zonas; la moral misma cambia. En los pueblos del norte de Sonora, la sierra de Sinaloa y Chihuahua, por ejemplo, se vive una moral distinta a la que supuestamente se articula en los discursos de los políticos del centro. Una moral que no necesariamente juzga al narcotraficante como un ser inmoral o nocivo; incluso muchos padres de familia no tienen empacho en que su hija se case con un muchacho presumiblemente narcotraficante. Ese mundo de los de abajo, de la gente de los pueblos de las zonas rurales, es absolutamente inimaginable para la clase dominante que maneja el problema del narcotráfico inhumanamente. Al mismo tiempo que persigue y denuncia en foros internacionales el narcotráfico, por otra parte lo promueve: De cara a otros países hay una gran hipocresía oficial, se finge que se persigue al narcotráfico pero en el fondo también se le tolera o se le administra.




Se dice que el narcotráfico ayuda a un país porque da de comer a los campesinos. Les da trabajo. Es cierto, en parte, pero la mayor parte de los narcotraficantes no son bandoleros sociales, como Robin Hood o, en cierto modo, Salvatore Giuliano. La novedad en este fin de siglo es que la economía del narcotráfico se ha incorporado a la economía legal, y se ha incrustado de tal manera en la estructura económica y financiera de los países que ya tenemos una práctica de la soberanía distinta a la que manejábamos hace años. En toda esta maniobra son clave los banqueros que andan navegando sin bandera por todo el mundo y triangulando las operaciones, sobre todo en los alrededores de las islas Caimán. Todavía no se ha investigado la historia secreta de la banca internacional que ha asesorado a los políticos mexicanos en el manejo de sus cuentas privadas alimentadas por el narcotráfico y la venta de paraestatales, que fue el robo del siglo. Ahora estamos en una etapa de soberanía relativa, y lo que se entendía antes por Estado-nación ya no es lo mismo. Ahora el Estado-nación, al menos en el continente americano, no es lo mismo que hace veinticinco años. Ni siquiera es un Estado que pueda contabilizar sus bienes ni medir cuál es su producto interno bruto. Los indicadores económicos no se pueden precisar porque hay una inyección de capital narcotraficoso en la economía. Total que asistimos a una crisis del Estado en Latinoamérica. En cierto modo, este Estado se está desvaneciendo, está dejando de existir.




Perdón por la digresión, pero lo que me gusta son las digresiones. El periodismo nacional está lleno de historias estrujantes y dramáticas. Lo que ocurre es que se las lleva el viento. Y si bien es cierto que van a dar a las hemerotecas algunas copias, también es exacto que casi nadie va a las hemerotecas. Y lo más difícil en este mundo es encontrar el periódico de ayer. Yo no sé dónde lo meten. De esa manera muchas historias que están en la zona más dramática de la realidad nacional, las cuentan los periodistas, los corresponsales de los periódicos capitalinos, de provincia, y se olvidan. Por eso el libro tiene la ventaja de que permanece. Un libro no lo tira nadie a la basura, lo guarda, lo lee, lo relee, lo leen varias personas. Entonces a mí me interesaba preservar entre las pastas de un libro esta historia dramática que concentra todo el drama del narcotráfico en la zonas rurales y serranas del país. En los años cincuenta y sesenta se hablaba del narcotráfico como algo nocivo. El narcotráfico era criminal porque envenenaba a la juventud. Era como inducir a los jóvenes a la heroína en una adicción que no se puede dejar y esto era muy mal visto por la moral ambiente. Estaba mal el narcotráfico porque degradaba moralmente a las personas. Ahora no se habla de esto, se habla de cuántos millones de dólares vale, o de razones políticas porque el narcotráfico es un Estado dentro del Estado, porque tiene una capacidad de fuego superior a la del gobierno, porque perturba las buenas relaciones entre México y Estados Unidos que son una hipocresía también tanto de parte de Estados Unidos como de los gobiernos de México, Colombia, Perú, Guatemala, Panamá... Yo rescaté la historia de Atilano el piloto que se estrella con su Cesnna, en primer lugar, porque a mí me interesaba la descripción del vuelo y los aviones como lo hago en Tijuanenses. Hay allí una historia muy relacionada con el vértigo y el placer de volar, esa dimensión de la alegría que sólo conoce un enamorado de la aviación.
En algún momento de mi adolescencia fantaseé con la idea de estudiar aviación en Zapopan pero contradictoriamente lo que más me daba miedo en este mundo era volar. La primera vez que me subí a un avión fue en un DC-7 en un México-Tijuana cuando murió mi padre en 1960. Y luego volé en los pequeños aviones fumigadores de mis amigos en Huatabampo y en Ciudad Obregón. Por eso me interesó tanto la obra de Antoine de Saint-Exupéry; me gustó también mucho la novela de William Faulkner que tiene que ver con la aviación, como Pylon, y la parte de su biografía que recuerda el avión que le compró a su hermano y en el que su hermano se mató. Podría discernirse muy bien el tema de la aviación en la novela de Faulkner; él mismo fue piloto de la fuerza aérea canadiense durante la Primera Guerra Mundial, aunque no vio entró en combate. Entonces en mi cuento “Todo lo de las focas” hay una elaboración sobre el vértigo de la aviación, la fascinación por los aviones que construye el personaje narrador, con madera y papel de china. Por ese lado me interesó la historia de Atilano, porque hablaba de un cherokito al principio, el modelo más pequeño de la Piper, en lugares que me llamaban la atención por sus nombres. Por ejemplo Santiago de los Caballeros, Chihuahua, me parece un nombre muy literario, y la historia en sí misma es un drama. Me interesaba rescatar del periodismo esa historia y aludir a la canción de Los Tigres del Norte.
Conozco muchas de sus canciones. En una, “La mafia muere”, hablan de una colonia de Culiacán, Tierra Blanca, que fue otra cosa en los años cincuenta y sesenta, y actualmente es un barrio de clase media común y corriente. Los Tigres del Norte recogen una temática que se les ocurrió más bien a Los Alegres de Terán y a Paulino Vargas, uno de los mejores compositores de corridos relacionados con el narco. Hay una moral en la que los malos y los buenos no son los que persigue y juzga el Estado, la ley o los periódicos o la sociedad. Muchas veces incluso un policía traficante aparece como un personaje positivo en el corrido norteño. Muchos corridos nunca han llegado ni llegarán a las grabadoras de discos o de cintas, que cantan los tríos y los conjuntos en las zonas rurales de Sinaloa y Sonora, y que son como una especie de noticiero de la saga en la que han perecido muchos personajes de la región. Yo me refiero al corrido norteño porque creo que es una de las pocas expresiones que hay en la vida nacional respecto a ese inframundo popular transformado en su moral y en su vida cotidiana por el narcotráfico, una visión que no encontramos en el cine ni siquiera en El cartel de los sapos ni en las películas de los hermanos Almada (que son de Huatabampo, por cierto). Élmer Mendoza, que ejerce desde Culiacán, ha incluido en sus relatos el punto de vista de las clases subordinadas y más afectadas por la cultura del narcotráfico: el habla, los valores, la ética de los narcos, la solidaridad con sus vecinos pobres, sus pachangas de tambora y carcajada. Lo mismo ha hecho Natalia Mendoza Rockwell, pero en un estudio de carácter etnográfico: Conversaciones en el desierto, que yo creo que se debió titular Conversaciones con el desierto porque allí el desierto es un personaje: un interlocutor. Hay muchas voces en el estudio de Natalia Mendoza, que hace entrevistas de campo para hacer ver cuáles han sido los efectos de la cultura del narcotráfico en el imaginario colectivo de un pueblo sonorense, o más precisamente, en el inconsciente narrativo de Santa Gertrudis. Es una dimensión de la realidad nacional muy triste y muy importante y de la cual no tenemos conciencia muchos mexicanos porque nos ignoramos unos a otros así como desconocemos los otros México que están regados y olvidados por todo el país.
Yo tengo la sensación de que en todo ser humano discurre un inconsciente narrativo y es justamente el que se pone a la expectativa cuando a uno le cuentan una historia.




Vuelvo a la historia del piloto.
Si un productor cinematográfico me pidiera que le hiciera una síntesis le diría que es la historia de un muchacho de treinta y tantos años de la ciudad de Chihuahua que piloteaba una avioneta en la sierra. El vuelo de montaña es una especialidad, no cualquiera puede hacerlo; se requiere una práctica muy especial. Se necesita haber nacido en esa zona, porque la sierra tiene sus altibajos, hay cambios de presión, clima, temperatura; el mercurio sube y baja y hay épocas en el año en el se debe saber leer muy bien el cielo para lograr una navegación segura. Es la historia de una confusión: quienes persiguen el delito en México, los miembros del ejército y de la policía, de pronto creen que alguien está en el negocio de las drogas. Lo que pasó con Atilano fue que tuvo fallas en vuelo, en una Piper Cheroke, y entonces fue descendiendo poco a poco hasta tomar tierra porque estaba fallando el motor. Al bajar parece que se rompió la hélice y entonces dejó estacionado allí el cherokito y regresó a la ciudad de Chihuahua (no sé si en una camioneta o un tren), y al día siguiente volvió en una Cesnna con la hélice que faltaba y un mecánico para arreglarlo. Entonces cuando bajaron los aprehendieron los soldados y los torturaron. Pero después dos de los soldados dijeron: “Ahora vámonos a la base militar, al cuartel, llévanos tú en la avioneta.” Se sentía tan destrozado, tan deprimido, que ya en vuelo decidió matarse pero llevándose consigo a los dos soldados que lo habían torturado. Dicen que pensaba estrellarse contra el cuartel de Badiraguato pero vio cerca de ahí una escuela y unos niños y unas maestras, entonces cambió el rumbo y se clavó en un cerro.



Eso es lo que decía al principio: lo no dicho, la oquedad, o aquello de lo que no se habla es lo que cuenta en una novela. Máscara negra pretende hacer ver al lector que la riqueza de una novela muchas veces está en lo que no se dice, en lo que está detrás de la máscara.




Para “el avión de la muerte” inventé unas cosas en relación con la descripción del vuelo; de lenguaje, por ejemplo cuando digo que empezó a calentar el motor de la Cesnna Atilano oyó que el motor se empezaba a infartar. Me gustó decirle infartar al hecho de que se descompusiera el avión porque cuando tú usas un verbo adjudicable a un ser orgánico como al hombre y la mujer entonces estás humanizando al avión. Cuando tú dices que empezó a infartarse estás diciendo que el avión tiene una condición humana, le estás dando vida y por tanto lo estás melodramatizando más. Y también que empezó a descender en espiral poco a poco. Me interesaba presumir que yo sabía esas cosas de escuela de aviación porque mi amigo Leobardo Mendívil Escalante, piloto de Ciudad Obregón, me hizo conocer la última prueba que le pone a sus alumnos en el Valle del Yaqui: te pones arriba en línea recta vertical sobre el aeropuerto y empiezas a apagar y debilitar el motor en vuelo, te dejas caer pero en espiral, vas haciendo la espiral alrededor de la pista y una vez que estás muy abajo vas planeando con la inercia que le queda al motor casi apagado, te enfilas sobre la pista, apagas totalmente el motor y te deslizas con la pura aviada. A mí en el cuento me interesaba presumir que yo sabía de esas cosas. Cuando digo que Atilano se deja caer en espiral estoy hablando en un lenguaje técnico de pilotos y con ese lenguaje intento hacer literatura. También le agregué el detalle de que se iba a lanzar sobre un cuartel en Badiraguato pero que se arrepintió.




Somos el pasado de mañana.
Mary Webb: Precius Bane

Nunca he dejado de estar en Tijuana (nunca he salido de casa); siempre he sido un tijuanense irredimible, es decir, un ser de todas partes y ninguna, sin mucho arraigo en este mundo, un poco dividido entre dos culturas: la de habla inglesa y la de las lenguas latinas, es decir, del castellano, del italiano, del francés. Pero, a medida que pasan los años, esta división no ha sido tan desintegradora, sino más bien integradora. No es una bipartición esquizofrénica sino una condensación de todas las culturas del mundo, al menos las occidentales. Porque, desafortunadamente, hasta la fecha no he tenido acceso a la cultura de Oriente, de los países asiáticos, ni de África ni de los pueblos musulmanes árabes. Por lo general tendemos a pensar que el mundo es Occidente, Europa y América. Y eso es dar el todo por una parte. Europa, Norteamérica y Sudamérica son sólo un fragmento, y no el mayor del mundo.
Yo nací como a dos o tres metros de Estados Unidos. El sanatorio particular de Conchita Ruiz, que era una enfermera en Tijuana en 1941, estaba a dos o tres metros de la línea internacional, por la avenida K de Tijuana, por el rumbo de la Puerta Blanca. Por eso para mí los Estados Unidos son algo que está incorporado a mi visión del mundo desde que nací, desde que tengo uso de razón, o uso de inconsciente también, porque de bebé y de muy niño ya se tiene inconsciente ¿no?, ya se tiene un sistema de percepción de la realidad. Entonces, en la película que yo he venido viendo e inventándome desde que llegué a este mundo, los gringos están allí como presencias muy naturales y muy lógicas. Para mí no son seres tan extraños. Y eso constituye una característica del hombre de frontera, del ser fronterizo, de todos aquellos que vivimos en el umbral: entre la realidad y el deseo.




La noción de frontera evoca en mí la idea de vecindad. (Carlos Fuentes dice que es una herida, una cicatriz no del todo restañada.) En un principio, al nacer y vivir en Tijuana, el concepto frontera para mí era el de división, el de línea fronteriza: la raya que divide a los dos países. La línea divisoria era para mí la frontera. Pero, con los años, he venido enriqueciendo esa connotación y siento que es una región de vecindad en la que se empalman dos culturas, dos modos de pensar distintos y, al mismo tiempo, muy semejantes, porque, de pronto, la noción de partición política, la división legal entre un país y otro, se evapora, se diluye en la realidad porque las sociedades y los seres humanos se mueven al margen de los límites; los respetan porque son muros físicos y reales e innegables, pero yo podría pensar que el territorio en el que yo vivía era una ciudad que empezaba en el sur de Tijuana, en la salida a Ensenada y terminaba en el norte de San Diego. Uno se sentía vivir en una ciudad compuesta por una gran zona que se llama San Diego, National City, Chula Vista, San Ysidro, pero también Tijuana, La Mesa, Rosarito, La Presa, el Valle de las Palmas. Mi ciudad real, en la que yo me movía y se mueven muchos de mis paisanos tijuanenses, es una ciudad sin fronteras. Uno puede salir de su casa, en la colonia Cacho de Tijuana, y trasladarse a un cine que está en la calle Segunda de Tijuana. Pero también puede, una tarde, salir de su casa en la colonia Cacho y dirigirse a un supermercado que está en Chula Vista o en el estadio de los Padres. Es decir, uno se mueve en un territorio que comprende los dos países y las dos ciudades, y ahí rompemos con la noción limitante de frontera, que es sólo un artificio jurídico, una barrera imaginaria.
Ciertamente experimentaba a los norteamericanos como una sociedad extraña. Muy ajena. No había familiaridad ni afinidad sino más bien un sentimiento de rareza y una percepción de la otredad. En primer lugar porque la mayor parte de ellos y ellas eran rubios y blancos, hablaban un idioma incomprensible para mí, estaban en otro código lingüístico, y también en otro código moral, según nos decían en casa. Con el tiempo he visto que esta pertenencia a otro mundo ético no es cierta. Pero ese es otro problema. Yo aprendí inglés muy jovencito, pero no por ser habitante de Tijuana (el azar de vivir en Tijuana a uno no lo hace bilingüe ipso facto, como no lo hace bilingüe al puertorriqueño el hecho de vivir en San Juan. Por cierto, cuando conocí San Juan encontré una extraña similitud con Tijuana. No sé por qué). Bueno, yo empecé a entender el inglés en Tijuana porque mi madre me mandó a una escuela particular de una profesora Luna a la que le pagaba tres o cuatro dólares semanales. Si no hubiera sido por eso, yo pude haber llegado a los veinte años sin hablar inglés. En general, o al menos en aquellos tiempos de la guerra, los tijuanenses no se desvivían por aprender el idioma; lo escuchaban y todo, pero no lo estudiaban. Incluso, yo diría que había una resistencia a asimilar el inglés, como la vi en mi madre, que nunca aprendió inglés a pesar de haber vivido la mayor parte de su vida en Tijuana. A lo largo del tiempo mi familiaridad con lo norteamericano no se dio en Tijuana, sino en México, en el sur, en el estado de Morelos, donde yo estuve con un grupo de jóvenes cuáqueros, en el verano de 1959, trabajando como traductor. Yo era el intérprete entre el grupo de jóvenes norteamericanos y la comunidad de Zacualpan. A lo largo de mi vida, pues, mi cercanía con lo norteamericano se acrecentó y se enriqueció a tal grado que llegaron a volverse personajes muy comunes y corrientes en mi vida, porque primero estudié en Minnesota, en Saint Paul, en 1967, y también trabajé en un periódico en Harford, Connecticut, el periódico más antiguo de Estados Unidos (allí escribió Benjamin Franklin), ese mismo año. Luego viví en Washington, D. C. como corresponsal de prensa. En muchas otras partes del mundo me he topado con norteamericanos y he tenido una extraña sensación. Esto es algo que no es muy fácil de explicar porque se trata de matices muy peculiares y muy sutiles. Digamos, lo que quiero decir en una sola frase es que los mexicanos somos norteamericanos en cierto sentido ¿verdad?, y los norteamericanos, los gringos, especialmente los tejanos, son mexicanos en cierto sentido. Son medio mexicanos. Es más fácil que un norteamericano comprenda la mentalidad mexicana que un argentino o un chileno. Es muy difícil, y esto lo vimos durante los años del exilio sudamericano en los setenta y ochenta. Para un conosureño es muy difícil comprender la lógica mexicana, la mentalidad mexicana y... la dieta mexicana. Sudamericanos hubo aquí que estuvieron siete años y nunca probaron las tortillas. En cambio, para un gringo norteamericano es mucho más fácil entrar en la lógica absurda de los mexicanos y en sus costumbres alimenticias. Esa sensación la tuve cuando, por primera vez en mi vida, a los veinte años, me sentí del otro lado del mundo, en la otra cara de la luna digamos, porque estaba yo viajando por Yugoslavia. Y en esos años, en 1962, se tenía muy presente la noción, inventada por Winston Churchill de “la cortina de hierro”. Era tal la propaganda de los años cincuenta y sesenta respecto a “la cortina de hierro” que a partir de la frontera de un país socialista se entraba en otra película, en otro mundo. Yo estaba en un lugar que se llama Rieja o Fiume en Yugoslavia, el primer pueblo yugoslavo que está luego de la frontera italiana y antes de Zagreb, a donde yo iba. Estaba yo pasando la noche en un albergue de la juventud, y al entrar a un país socialista yo realmente me sentía del otro lado del mundo, en el lado oscuro de la luna. Era una cosa como muy prohibida, como muy mal vista en los años sesenta, por toda la carga de la propaganda anticomunista. Uno se sentía medio culpable de andar en un país socialista. Bueno, por primera vez en mi vida me encontraba rodeado de personas que no hablaban ninguna de las lenguas que yo conocía. No hablaban inglés ni español, ni italiano, ni francés. A lo mejor hablaban alemán. Pero no, ni siquiera alemán, porque el alemán yo podía reconocerlo fonéticamente, sino una lengua que yo no sabía ni siquiera que existía: el serbocroata, o sea, la lengua de la región de Croacia. Y luego veía los billetes de Yugoslavia que tenían tres o cuatro lenguas oficiales. Más tarde, después de la cena, por ahí había un grupo de dos o tres jóvenes norteamericanos, y no pude dejar de sentir una cierta identidad con ellos. Entonces me dije: "Estos y yo somos de la misma región". Los norteamericanos y los mexicanos somos medio gringos y medio mexicanos. Es muy difícil de comunicar esto, porque va contra todas nuestras tradiciones, pero el mejor ejemplo para explicarlo es ver a un gringo de San Antonio, Texas. Una de las cosas que más me impresionó y, debo confesarlo, me simpatizó de San Antonio fue que, no sé, me encontré de pronto con gringos de habla inglesa, rubios, absolutamente anglosajones, que tenían (de la manera más natural porque siempre los tuvieron en su mesa desde niños, lo mismo sus papás y sus abuelos), chiles jalapeños en la mesa y comían con tortillas de maíz. Ellos se las hacían... nacieron en eso. Ciertamente, Texas fue y sigue siendo muy mexicana. Con los extranjeros con los que he sentido mayor identidad, o mayor afinidad, una afinidad natural, como si fuéramos del mismo pueblo, ha sido con gringos, sobre todo de Texas. Esto pienso que tiene que ver con el ser fronterizo y, en general, con el hecho geográfico de que todo el país, México, es frontera.




La “tercera frontera” es un concepto demasiado abstracto. No entiendo muy bien lo que se querría decir con la frontera del Caribe o una “tercera” frontera. Lo que sí sé (y es una cosa que percibí tanto en Cuba como en Puerto Rico, polos opuestos de dos sistemas políticos y de desarrollo; en todo el Caribe, en Panamá, no sé si en la parte caribeña de Nicaragua), es que hay también esa especie de norteamericanización. Es muy raro, por ejemplo, que a cincuenta años de la Revolución cubana tú tomes un taxi en La Habana, y el tipo te diga "gracias brother" o "thank you". O sea que los cubanos son muy agringados, son como los panameños, los puertorriqueños; están muy norteamericanizados desde una cultura que ve como natural y propio el beisbol, por ejemplo. Para un cubano es tan natural el beisbol como para un muchacho del estado de Illinois ¿verdad?, o de Sonora. No sé. Claro que siento que la noción de frontera se ha despedazado en los últimos años. Ha dejado de ser simplemente una raya que divide a un país de otro, para convertirse en un concepto más cultural y ambiguo. La “barrera del lenguaje” ha dejado de ser frontera y las connotaciones del inglés norteamericano han venido arrasando las connotaciones del español mexicano, del tal manera que ahora empezamos a hablar un español como de mala traducción del inglés y que más que español podríamos llamar “hispánico”, en una especie de imperialismo lingüístico, porque el inglés es el idioma que está detrás de la mayor potencia política y económica del siglo XX. En primer lugar creo que las fronteras siempre son artificiales. Así lo son las particiones políticas, las líneas divisorias. Los límites reales son los culturales y los que se establecen entre las clases sociales por motivos económicos o de raza. En los últimos años ha habido una revolución en el concepto de frontera debido a la caída del muro de Berlín, al desmembramiento de los países socialistas del Este europeo, de Yugoslavia, de Checoslovaquia, de Rumania, de Bulgaria, de la Unión Soviética como cuerpo nacional. También ha habido las luchas nacionalistas de Croacia o de Bosnia-Herzegovina y Serbia. Las nociones mismas de Estado, territorio, población, país, Estado-nación, frontera, que a lo largo del siglo XX han ido codificando la teoría jurídica y la filosofía política, son conceptos que han sido puestos de cabeza. Por eso, el historiador francés Jacques Le Goff, de la escuela de los Anales, publicó un artículo sobre la crisis del concepto de frontera a partir de los cambios sucedidos en Europa del Este. Ese tipo de cavilación es algo que nos estamos planteando ahora, como he dicho, al hablar de "frontier" o de “border”. En Estados Unidos se habla de la frontera, pero sin referirse a la línea divisoria. En la historia de la sociedad norteamericana, en el siglo XIX, la frontera es lo que te va acercando hacia la costa del Pacífico, el territorio que vas conquistando. La frontera es el confín, el punto hasta el que es posible llegar. En ese tiempo los norteamericanos van moviendo la frontera a partir de las colonias que dejaron los ingleses alrededor de Manhattan y Nueva Inglaterra. Se están extendiendo, o como ellos dicen: "expanding". Las frontera, entonces, la están moviendo y jalando hacia Nebraska, hasta Santa Fe, Colorado, California, Oregon. Están jalándose hacia San Francisco. Esa es la idea de la frontera: el cowboy (el jinete solitario en la pradera, que va buscando rutas, o trails según les llamaban, hacia el oeste) es un hombre de frontera. Además, nómada, es una frontera nómada, como las fronteras de curso divagante que son los ríos. Ahora, lo más novedoso es que México parece haberse vuelto un país-frontera, todo el tronco nacional, de Tijuana a Tapachula.
Tengo la idea de que el primer Campbell llegó a México hacia 1830. En ese tiempo, mucho antes de la guerra con Estados Unidos y de los Tratados de Guadalupe Hidalgo que son de 1848, ya estaba en territorio sonorense James M. Campbell. Parece que era médico, lo cual no implicaba entonces que no fuera pobre. Mi deducción es que él iba, ya en territorio mexicano, en una de las caravanas que desde Independence, Missouri, y Santa Fe, Nuevo Mexico, salían hacia California tirando por el sur, es decir, por la región de Texas, Nuevo Mexico y Arizona. Hubo una primera caravana muy al principio del siglo, hacia 1825, encabezada por un teniente Young, pero mi impresión es que James Campbell venía en la caravana del general Kearny, alrededor de 1840, y tenía como destino Los Angeles o San Francisco porque era la época del oro en California. Sin embargo, por alguna razón James Campbell se bajó en Tubac, un pueblo al sur de Tucson, y de allí pasó a Sonora.
—Aquí ya eres libre —le dijo a un compañero negro con el que venía–. No hay esclavitud aquí en México.
Tiempo después James, a quien empezaban a decirle Santiago, se casó con una profesora Quijada de Hermosillo. De ahí que mi abuelo, nacido en Ures en 1854, el menor de unos cinco hermanos (entre los que se contaban Ángela, Ulises, Santiago, Adeodato, me parece), se llamara Alejandro Campbell Quijada.
Tengo el acta de defunción de mi bisabuelo porque una vez Guadalupe Beatriz Aldaco, que hacía una investigación histórica sobre la prensa sonorense del siglo XIX, se encontró una esquela en La Estrella de Occidente, en la que se decía que había muerto Santiago Campbell, originario de Virginia, y la fecha se daba en Huépac, Sonora, en 1865. Iba con el siglo. Había nacido en 1800.
Alejandro se casó también con una profesora de Magdalena, Sara Mayén, y tuvo siete hijos: Alejandro, Alfonso, Laura, Sara, Jorge, Lotario y Federico, que vio la luz de este mundo el 1º de julio de 1908 en Magdalena, y se hizo telegrafista desde los trece años. Luego, en 1938, se casó con una profesora de Navojoa (nacida en Chínipas, Chihuahua): Carmen Quiroz Rosas, que en 1941 sería mi madre.




Los padres no son
como fueron sino
como los recordamos.

—Virgina Woolf

La clave Morse cobra fuerza luego de una reunión familiar en la casa de la abuela, donde en una charla Sebastián y sus hermanas Azucena y Olivia regresan a los tiempos de su infancia. A pesar de haber convivido con el mismo padre y la misma madre, sus recuerdos parecen indicar lo contrario: cada quien vivió una experiencia diferente.
Cada uno de los hijos se inventa a su padre. Entre hermanos muchas cosas nunca se hablan, porque suponen que las vivieron juntos y las saben de igual manera. En la novela cuenta tanto lo que se dice como lo que no se dice, a fin de que el lector contribuya en la historia, tal y como sucede con uno de los personajes principales, el padre, que es descrito con aparente frialdad por sus hijos, como “un hombre derrotado, la imagen del fracaso, de alguien que no se siente bien en este mundo”.
Uno de los propósitos de La clave Morse es rendir un homenaje al telegrafista, trascendental en la vida de un pueblo, pues además de saber todos los chismes y secretos, debía conducirse con prudencia y discreción.
Esta novela ha sido un proceso de reconciliación. Nunca nadie se había conmovido con un libro mío. El proceso para llegar a La clave Morse fue muy largo, simplemente porque era necesario dejar pasar los años. Hice otros libros mientras que éste lo tenía guardado en el cajón para que se hiciera solo, en la mente, porque hablar de situaciones tan personales y dolorosas no se consigue así nomás cuando eres muy joven. Es necesario el paso del tiempo para contemplar esas experiencias con naturalidad.
En La clave Morse se dicen cosas muy crudas y con una frialdad que quizá espanten al lector, pues en la cultura mexicana podría ser considerado como una falta de respeto hablar de los defectos de los padres, un no honrarás a tu padre y madre como se postula en uno de los diez mandamientos. Todo escritor falla al menos en lo que se refiere a no mentir. La mentira está prohibida, y sin embargo la literatura se hace de mentiras, a pesar de que la verdad es un principio ético, fundamental y moral, pero las mentiras encienden mucho la imaginación, que es el otro nombre de la memoria.
La clave Morse es un viaje por la memoria donde se manejan varios subtemas como las relaciones interfamiliares, el vuelo de un indígena mayo, así como el reconocimiento público a los telegrafistas, al oficio que se ha extinguido por las nuevas tecnologías como el télex, el teletipo, el fax y el correo electrónico.
Con la novela no estoy diciendo nada nuevo. Del funcionamiento de la memoria ya se ha escrito mucho en la neurobiología y en las obras de los grandes novelistas, como Marcel Proust. Todo mundo sabe que las invenciones de la memoria son equívocas. Lo novedoso en mi caso sería el sello personal, el timbre de la voz.
A la sabia memoria no le importa el tiempo, que no es más que una convención arbitraria para ir tirando a lo largo de la vida. Lo curioso es que a medida en que uno va dejando de ser joven el tiempo vuela más rápido. Uno siente que los años son más breves. Y en esa lógica física está el reloj de arena: mientas está nuevo el cono de vidrio deja pasar los granitos en sesenta segundos para contar un minuto. Pero cuando es un objeto que se usa desde hace treinta años entonces los granitos, desgastados, pasan más rápido por el orificio también desgastado. Esta analogía es de Ernst Jünger.
Si contara esta historia de La clave Morse como una cosa que nos sucedió a mis hermanas, a mí y a mis padres, con nombres propios y detalles, resultaría demasiado sentimental y, tal vez, un poco ridícula o cursi. La educación literaria te lleva a elaborar algo que no caiga en el melodrama y que adquiera un nuevo significado por medio de la literatura, para que sea legible y válido para cualquier lector. No obstante el camino de la realidad a la ficción es misterioso aun para el mismo creador. Es lo que llaman la verdad novelesca, que está hecha de mentiras, porque en cuanto empiezas a introducir mentiras se excita la imaginación.
La cocina del escritor es más o menos común a todos los escritores, una cuestión de carpintería; la mayor parte no tienen una filosofía para escribir y es mejor que se encomienden al lado límbico de su cerebro, que es donde yacen las emociones, mientras que del lado izquierdo está la racionalidad y la mente analítica. La escritura literaria se despliega en esa zona intermedia, fronteriza, bilateral, que es el cuerpo calloso del cerebro, que es el que comunica los dos hemisferios del cerebro, las emociones y las razones.
Mientras la mayoría de los escritores se empeñan en desengañar al lector que vincula las obras con sus autores, yo hago lo contrario. Cito, por ejemplo, el caso de Juan Rulfo, que negaba cualquier enlace autobiográfico, cuando en realidad en Pedro Páramo está el asesinato de su padre y su temprana orfandad materna.
Cada quien tiene su estilo de matar pulgas y su modo de ser personal, eso es inevitable, y más aún, cada quien tiene su propia memoria, que nunca es impersonal. Yo entiendo que Mario Vargas Llosa no sea autobiográfico en La fiesta del chivo, pero sí lo es en Los jefes, su primera novela y La ciudad y los perros. En Cien años de soledad hay muchísimos elementos autobiográficos porque no podía ser de otra manera; el mundo de García Márquez está en su infancia, en la relación con sus padres (su padre era telegrafista, por cierto). Sobre todo las primeras novelas suelen ser autobiográficas, pero no es tan importante que lo sean. No toda narrativa lo es porque también sería muy limitado el campo, pero uno está ahí o se hace pasar por otro. En una primera novela se puede agotar tu novela familiar. En este caso yo publico esta novela corta un poco despuéss de los cincuenta años.
La clave Morse es la versión realista de Todo lo de las focas, una novela muy delirante, onírica y simbólica. Siempre he sentido eso, que uno escribe de lo que le duele; es mi caso personal, no necesariamente el de otros. Porque otros novelistas hablan sobre temas que escogen, como los escogería un historiador o un periodista. "No es el drama el que hace a las personas, sino éstas al drama", dice Pirandello. "Y, por tanto, antes que nada hay que tener a las personas: vivas, libres, operantes."
Esta novela la empecé a escribir antes del año 88, en conversaciones con mis hermanas. En aquel entonces publiqué una primera versión muy en greña. Digamos que el proceso de comprensión y de reconciliación con mis padres... (digo, tampoco estábamos en guerra, teníamos malentendidos y los desafectos y afectos que se dan en todo grupo familiar) lo realicé antes de los treinta años, después de haber estado muchos años en psicoanálisis y de haber vivido la muerte de los dos. Me hubiera gustado que vivieran más, por supuesto, porque hubiéramos sido más amigos, hubiéramos empezado una relación más madura. Esto está dentro de la ambigüedad afectiva que se da entre hijos y padres. Lo empecé a tener muy claro a los veintitantos años, y más o menos entendí todas las ligas con el grupo familiar, que te determina la vida, tus relaciones cuando eres adulto. Ya lo sabemos, es un lugar común, todo el mundo lo sabe sin haber estudiado psicoanálisis. Lo demás es literatura. Incluso, si uno no se lo propone, de todas maneras es una invención porque basta contar un hecho para deformarlo. Si no quieres que se deforme no lo cuentes. Si no quieres que cambie de tono y de color ni siquiera lo recuerdes.
De todas maneras el realismo es ficción, inevitablemente, es invención, contiene muchas mentiras. Vargas Llosa escribió La tía Julia y el escribidor, en relación con una tía que fue su esposa, con la que tuvo un gran amor; después la mujer se indignó y publicó un libro corrigiendo las mentiras de Vargas Llosa. Y Mario dijo: “Aunque mi novela haya sido muy realista, no quiere decir que esté contando las verdades exactas, como si yo fuera un notario, un juez o un periodista”.
En mi caso el proceso catártico se ha dado más bien en la publicación, al salir al mundo, porque la aparición de un libro significa compartir tu historia con los otros miembros de la tribu. Y tienes que hablar su lenguaje, para que te entiendan. Rousseau en sus Confesiones dice que contar las cosas es ya un principio de salud, curarse un poco. La relación con la tribu, o sea, con los demás, con los otros, con tus amigos, con tus contemporáneos, es muy importante. Por ejemplo en el matrimonio; si algún sentido tiene casarse legalmente o por la Iglesia, este acto compartido con la tribu tiene un efecto en tu pareja. Somos seres gregarios, cuando hacemos una boda y una fiesta y bailamos y bebemos, estamos compartiendo nuestra intimidad con la tribu, eso tiene un efecto consolidador con tu pareja, muy positivo, integras más. Incluyes el incosciente narrativo de los otros en tu propio río narrativo más íntimo. Lo mismo pasa al compartir con la tribu una obra literaria, hay algo en tu ser personal que se consolida. La literatura no está en los estantes o en los libreros, está en la vida cotidiana. Es muy fascinante cómo cada lector lee la novela que le da la gana. He recibido muchas cartas, correos electrónicos y recados largos en la grabadora, donde me han dicho lo que han sentido cuando leen la novela. El tema del padre es casi una extorsión sentimental. Una de las felicidades más grandes de mi trabajo como escritor es la reacción de los lectores... me fascina, me encanta, escribo para los lectores, no juzgo lo que me dicen pero me gusta mucho oír lo que piensan. Todavía no hay nadie que me haya reprochado el tema. Tenía miedo de que me dijeran que es un poco cursi el asunto, que es como de telenovela, que es demasiado patético. Ciertamente la historia lo es, en el sentido de phatos, que quiere decir pasión, dolor, en griego.
La clave Morse ha dejado de ser la novela del escritor para convertirse en la de cada lector, que descubre cosas que ni aún en la mente del autor fueron concebidas: pasajes sobrenaturales, llamadas del más allá. Alguien dijo: “Lo que más me gustó de tu libro es que a una escuela le pongas Sindicato Alba Roja... ¡cómo se te ocurrió eso!”.
Me ha dado mucho gusto escribir este libro. Me siento otro. A mi edad empiezo a descubrir cosas que aprende un muchacho de veinte años en un taller literario. Eso de que la literatura es mentira yo no lo había entendido en su verdadera dimensión.
La clave Morse quiere ser en parte la historia de un telegrafista, es decir, de mi padre. Se trata de una reinvención de los padres según (aunque no se les honre según el mandamiento de la ley de Dios) los perciben sus hijos. Más que sobre el desvanecimiento del telégrafo, desplazado por las nuevas tecnologías, su tema es el de la reminiscencia: una hazaña de la memoria por parte de una de las hermanas protagonistas, que tiene recuerdos casi prenatales, mientras otros personajes, como un jefe mayo del sur de Sonora, reciben señales del más allá o tienen (como la otra hermana) alucinaciones auditivas parecidas a las del código Morse. Este asunto, el del padre infeliz o tierno, o el padre escritor o monstruoso, ha sido muy tratado en la literatura: por Franz Kafka, Sam Shepard, Paul Auster, Jonathan Franzen, Orhan Pamuk, Philip Roth, Raymond Carver, James Ellroy, Albert Cohen, Ingmar Bergman, Hanif Kureishi, Juan Gabriel Vásquez, Héctor Abad Faciolince, José Buil, James Agee, Bruno Schulz, V. S. Naipaul, Richard Wright, Barry Gifford, y Peter Handke desde su primer libro. Y sobre todo Albert Camus en El primer hombre y nuestro Ricardo Garibay en Beber un cáliz.
El tema está en alguna novela de Turgueniev o en Pedro Páramo, por ejemplo, y en la vida de cualquier persona por el clima y la manera en que la memoria inventa y se entreteje en cada autor. En mi caso, en La clave Morse (una novela demasiado corta: no pasa de 94 páginas, a long short story, como decía Henry James) tal vez algo distintivo sea el tono descarnado del lenguaje, un tanto brutal y frío. El yo-narrador-me-confieso-a-Dios habla de sus padres en términos un poco crudos, sin sentimentalismos, y sin mucha intención de hacer literatura, como es el caso de El primer hombre. Camus decía que su texto no debía parecer elaboración literaria. Digamos que su voluntad era presentarlo en greña: no hacer literatura. Desde el punto de vista neurofisiológico, la memoria viene siendo algo así como la secreción de la bilis, la digestión o la fotosíntesis. Sólo se puede entender en términos biológicos. Basta contar un hecho para transformarlo. No es que no haya amor ni reconciliación; al contrario, el contexto es el proceso de aceptación y ternura que se va acumulando a lo largo de la vida, al hacer el recuento y al vislumbrar qué parte de cada uno de nuestros padres nos constituye. De hecho, la madre es la creadora de nuestro inconsciente y la que nos enseña las primeras palabras. Ambos padres son los formadores de nuestro inconsciente, la otra voz. No otra cosa quiere decir Lacan cuando afirma que el inconsciente es el discurso del otro. Sí, pero ese otro son los padres jóvenes. Los padres que uno vio y sintió cuando era niño. Porque en el fondo se está hablando del padre y de la madre del lector. Es como en la Carta al padre, de Kafka. En realidad Kafka no se llevaba tan mal con su padre. Lo que hace es más bien un juego literario, una insinuación de la literatura. El peligro en este tipo de textos es el de una caída: en el sentimentalismo, la cursilería o en algo peor, el patetistmo. Hacer de la figura del padre alcohólico un personaje demasiado patético puede volverlo todo muy ridículo y aproximarlo a la autocompasión del autor, que es uno de los sentimientos menos dignos y más obscenos que puede haber.
Con los años empecé a darme cuenta de que cada hijo reconstruye emocionalmente a sus padres, según su memoria, sus necesidades imaginativas, y sus fantasías. Para tratar de entender cuál fue mi relación con los míos. Y por el sentimentalismo de la máquina de escribir que ya se ha vuelto, junto con el telégrafo, un instrumento desechado. Y también para entrever cuál es la diferencia entre un lenguaje literario demasiado consciente frente a un lenguaje natural, sencillo (desde la más pura oralidad), sin conciencia literaria, de las otras personas, como el de las hermanas y el jefe mayo que también cuenta su llegada al valle del Mayo.




Sí leí lo más a la mano de Freud en una edad en la que, al menos en mi época, uno sentía cierta curiosidad por el psicoanálisis o una necesidad personal, por problemas de ansiedad, miedo, tristeza, depresión. Aunque a mí la sesión psicoanalítica se me convertía en una especie de análisis de personajes, de crítica literaria, como si la vida fuera un teatro monumental en el que todos estábamos enharinados, es decir, con la cara llena de harina, según decía Shakespeare para aludir al maquillaje o la máscara. Más tarde he llegado a comprender que muchas de las ideas de Freud ya estaban en el budismo: la prudencia de evitar el sufrimiento innecesario, puesto que los males reales, las enfermedades y la muerte, ineluctablemente vendrán, tarde o temprano. También la percepción de que casi todo es creación de la mente y que proyectamos en los demás nuestros rencores y nuestros deseos. En Freud y en el budismo se aspira a tener cierta objetividad con las cosas que suceden afuera de uno. Y lo ideal sería no engañarnos con nuestra subjetividad. La realidad es como es. Por otra parte, leí La invención de la memoria, de Israel Rosenfield, un neurofisiólogo que tiene la elegancia de dar crédito a las intuiciones literarias de los escritores, Proust, Beckett y Hobbes. Lo que en este momento más me interesa es el funcionamiento de la memoria en el proceso de la creación literaria.




Uno se inventa al padre cuando fue escaso o ya no lo tiene. Yo fui en busca de un padre tierno y ético en Sicilia. Luego Rulfo se me perdió en el silencio de Insurgentes Sur como Fernando Jordán en la Baja California. Tanto Sciascia como Rulfo tienen un estilo telegráfico. Habitan un campo lacónico de la literatura. Decir lo más con el mínimo de palabras.




Tal vez pequé de demasiado breve en La clave Morse, como si fuera un telegrama que mando al más allá. No daba para más. El tamaño Borges (de 100 a 150 páginas) me pareció el adecuado. Y, además, porque es posible que yo no tenga una gran inventiva literaria. Soy corto de imaginación. Creo, por otra parte, en la brevedad de Raymond Carver, en la fluidez de Alice Munro, en la claridad de Anton Chéjov.




En los hechos, en la realidad “objetiva”, mi madre fue la que me ayudó a escapar de casa, que era un infierno. Me llevó a Mexicali para que tomara el tren a Benjamín Hill y a Hermosillo. Ya no volví a casa. Me abrió la jaula y me puse a volar, como montado en un pajarraco. Ella me pagó los estudios en Hermosillo y en la UNAM. Mi papá, no. Pero era muy tierno en sus cartas. Un hombre muy ético. Así que mi madre es Navojoa y mi papá, Magdalena. Soy bajacalifornianosonorense. ¿Por qué no podría ser biestatal? Me concibieron en Navojoa y me parieron en Tijuana. Las voces femeninas fueron las que me rodearon en la primera fase: me dieron un sentido de la vida, una composición de lugar. Y todavía las oigo. Decía Sciascia que lo mejor para la vida de un escritor es nacer entre mujeres. El libro es una reconciliación post mortem: con mi madre y con mi jefe. Si todavía vivieran seríamos grandes amigos. No los extraño, pero de algún modo me constituyen. Soy ellos.




Me di cuenta que en el fondo sólo soy y siempre he sido un telegrafista. Mi incursión en el periodismo: en la sala de redacción en la que trabajaba veía las mismas máquinas de escribir que en los telégrafos. Los ceniceros repletos. Los compañeros alcohólicos. Los escritorios de metal. El jefe, los compañeros telegrafistas periodistas. Mandábamos mensajes. Éramos periodistas en espera de la clave Morse que nos dijera quiénes éramos y de qué servía el periodismo. Una noche llegó el telegrama: no sirve más que para ser un transmisor, un organizador de frases e ideas ajenas, al servicio de la comunidad y del poder, desde la ingenuidad propia de los ciudadanos que no imaginan lo que hacen quienes están verdaderamente en la esfera fantástica del poder y del crimen. Un trabajo de escritores sin el narcisismo de la autoría. También fantaseaba que la redacción de la revista era una base de cazas militares en el golfo de California y que librábamos una batalla aérea con nuestras máquinas de escribir que eran como metralletas voladoras y como nuestros aeroplanos (que sonaban como saxofones, según decía Faulkner): spitfires, messerchmidts, zeros, vultees, mustangs, tigersharks, en una isla como la de Trampa 22 en el Mediterráneo. El comandante en jefe andaba solo en un B29 y se comunicaba a la base con nosotros a través de la clave Morse. Había reporteros muy valientes que arriesgaban su vida. Me encantó combatir con ellos. No ganamos ni perdimos. Quedamos empatados con la vida, que es una gran lucha. Y conocimos el país desde el cielo y en las batallas terrestres.




Llevo a cabo una ocupación literaria,
como de costumbre, convertido —como
si fuera algo externo, una cosa— en
una máquina de recordar y encontrar
formulaciones adecuadas.
—Peter Handke, Desgracia impeorable

En el verano de 1962 viví dos meses en Sicilia, allí tuve un “trauma” positivo, es decir: me enamoré. Esta memoria de felicidad en Italia, y el hecho de que ya había escrito más de cien páginas sobre Leonardo Sciascia, me hizo regresar. Es el principio del placer: uno quiere repetirlo. Me parecía que Sciascia estaba escribiendo sobre México. Fui a conocerlo, nos hicimos amigos y escribí un libro sobre él: La memoria de Sciascia. Fue un viaje en busca del escritor perdido, que es el tema de mi Transpeninsular: un personaje del DF viaja a Baja California Sur en busca de Fernando Jordán, quien murió en 1956 en La Paz; tenía treinta y seis años. Jordán fue un gran escritor y antropólogo que se creyó que había sido asesinado por motivos políticos, pero no: se suicidó. Ésa es la trama: si lo asesinaron o se suicidó. Fernando Jordán es una mezcla de Sciascia y de Juan Rulfo: los tres son el escritor perdido. Rulfo lo es porque incurre en la impotencia literaria, porque no puede seguir escribiendo. Lo que trato de decir es que de todo se puede hacer literatura; porque la literatura y la vida son la misma cosa. Me interesan mucho los géneros híbridos y la fusión de los géneros literarios en la novela. En Transpeninsular intento una superposición de topografías y tiendo un paralelismo entre las dos penínsulas. Es una de esa asociaciones que no quieren decir nada, ociosas. Tanto como el relacionar que sobre el paralelo 32 que pasa por Tijuana también se encuentran Dallas, Casablanca, Trípoli, Haifa y Nagasaki. A través de este tipo de coordenadas uno a veces quiere montar una novela, pero no siempre sale. Yo podría hablar más de las novelas que no he podido escribir que de las que he escrito. Mi vida ha sido un constante no poder escribir. Comoquiera que sea, en Transpeninsular está la historia de un hombre de cincuenta años que en el invierno y la aridez, la esterilidad, a lo largo de la península de Baja California y de sur a norte, hace un viaje de regreso a casa, a la madre, al incesto. Es el tema clásico del home coming. Decepcionado de la información y las precisiones históricas, se pregunta, quizá demasiado tarde, por qué ha perdido casi toda su vida metido en la novela de la información y el periodismo. Cómo es que no se atrevió desde joven, a apostarle a la imaginación, a la fantasía, a los sueños. Quiere salirse de la misma película que ha estado viendo con las mismas historias y los mismos personajes, y creer en otro mundo, menos reiterativo, menos predecible y más hospitalario. La otra historia es la de un primer amor, a los veinte años, en Calabria y Sicilia, y un recorrido por la península italiana de sur a norte, tal y como en la otra península de piedra (como le decía Juan Jacobo Baegert a la Baja California) el trayecto es de sur a norte, de Cabo San Lucas a Tijuana. En Italia todo sucede durante el verano, en la edad del erotismo y la excitación, en la edad del deseo, en medio de playas, duraznos, uvas, vino, salami con pan recién hecho, quesos, agua mineral, todo asoleado y feliz, el arte de los templos y los teatros griegos en la Magna Grecia que fue el sur de Italia y la sensualidad.




Cuando tenía diecisiete años cayó en mis manos El otro México, de Fernando Jordán. Desde entonces, la admiración por el periodista que recorrió Baja California y redescubrió las pinturas rupestres de la sierra de San Francisco no ha decrecido en mí.
Fernando Jordán se desencantó del periodismo. Dejó de considerar que la novela de la información –y los personajes que la vida pública impone— fuera la más digna de ser leída y analizada, la más interesante, y no la más superficial y transitoria. Dejó de creer en la importancia de una actividad que a su juicio equivalía a trazar rayas en el agua. Entonces tiró al norte. Dejó atrás la ciudad de México, donde había nacido en 1920. Y en 1949 emprendió el viaje que lo volvería célebre: cruzar Baja California, desde Tijuana a Cabo San Lucas, a bordo de un jeep Willys. De ese periplo nació El otro México.
En dicha obra Jordán describe el aislamiento, en todos los sentidos, de este territorio y “redescubre” las pinturas rupestres de la sierra de San Francisco, de las que ya habían dado noticia los jesuitas evangelizadores. El dato real es que Jordán descubre en 1949 las pinturas rupestres que están cerca de Mulegé, en la sierra de Guadalupe, y él es quien pone la noticia arqueológica en la prensa de la época. Gracias a Jordán el mundo se entera que existen unas pinturas rupestres aún más importantes que las de Altamira, en España. Hubo un novelista estadounidense, Stanley Gardner, autor de las series policiacas de Perry Mason, que publicó en la revista Life en agosto de 1962 unas fotos sobre las pinturas rupestres tomadas desde un helicóptero, donde viajaba con una secretaria que llevaba una máquina de escribir, y en un vehículo “comando” del ejército de Estados Unidos. Stanley Gardner, siendo un enamorado de la Baja California, se atribuyó en 1962 el descubrimiento de las pinturas rupestres, ignorando los reportajes que Jordán publicó en 1949. (Para los gringos los protagonistas del planeta Tierra tienen que ser norteamericanos, si no, no aparecen.) El mismo Jordán tuvo la honestidad de decir que él no las descubrió en las estribaciones de Mulegé porque ya las mencionaban los misioneros jesuitas que deambularon por la Baja California, como Miguel del Barco, quien publicó un documento de un jesuita mexicano llamado Joseph Rotea, donde cuenta que unos indígenas habían descubierto los huesos de un gigante en una de las cuevas de las pinturas rupestres.
En todas esas travesías –que se extendieron por las islas de California y las serranías de Chihuahua, descritas, respectivamente, en los libros El mar rojo de Cortés y Crónica de un país bárbaro— lo acompañaba una muñeca que arropaba con todo tipo de prendas al término de cada jornada. Cuando parecía que había llegado el reposo del viajero, el 14 de mayo de 1956, Jordán aparentemente se suicidó. O lo asesinaron. No se sabe. Tenía 36 años de edad.
Lo más sospechoso en la muerte de Jordán es la supuesta carta que dejó: escrita en una pequeñ Olivetti portátil, decía que estaba muy enfermo y le pedía disculpas al Che Abente. También le preocupaba una deuda de cien mil peos que tenía con un amigo de San Juanito, Chihuahua. Pero esas líneas no coincidían con su estilo. No era la carta de despedida de un escritor. Y, lo más significativo, no hablaba de su hija ni de su hijo. No los menciona. Luego entonces lo raro de la carta sólo hubiera podido ser percibido por un decetive con cierta sensibilidad literaria.




Siempre lo oímos como una leyenda, y para nosotros fue un gesto muy entrañable porque apreciábamos mucho lo que se escribiera sobre un estado sin historia. Después, cuando yo pasaba de mis veinte a los treinta años, me siguieron llegando datos sobre Jordán, así, sin querer. Alguien me decía que Jordán había tenido un amigo importante en La Paz, un argentino. Luego entre mis treinta y cuarenta años, Juan Rulfo me preguntó si yo sabía que Jordán viajaba con una muñeca en su veliz, y a mí me pareció un dato muy perturbador. En ese instante se me ocurrió que Jordán podría ser personaje de una novela. Por lo general no se hacen novelas con personajes reales. Incluso yo creo que no deben hacerse y no lo volveré a hacer porque el personaje real impone demasiados límites, en primer lugar, los que conciernen a su nombre, a su identidad legal y a las características reales de su biografía. No puede uno imaginar muchas cosas, puesto que está restringido por el dato biográfico y su imaginación está en una camisa de fuerza. Jordán fue un hombre que nunca conoció la serenidad interior. Siempre fue muy inquieto y esto lo llevaba de una aventura a otra. Fue un buen prosista y cronista de viajes que debería tener su lugar en el catálogo de la literatura mexicana, pero ha caído en el olvido porque no se movió en el medio literario.
Para revelar la personalidad de Jordán y reconstruir su viaje por la Baja California, actúa un narrador en primera persona, un periodista veterano que ya superó el medio siglo de edad y que también está desencantado del oficio, una especie de Julio Scherer. Por el encargo de un guión cinematográfico emprende su propio periplo por la península, pero en sentido inverso al de Jordán, es decir, de sur a norte.
Transpeninsular es una reflexión sobre el ser humano, la muerte, el suicidio y sobre el dilema que existe entre información e imaginación literaria. Indaga sobre la idea que los demás nos hacemos de los otros. Todos los seres humanos, en este teatro del mundo, somos personajes y en nuestro trato con los demás nos inventamos unos a otros. La vida de relación es un intercambio de equívocos y malentendidos. El viejo periodista schereriano emprende su viaje atraído por la historia de Jordán porque siente que en algo se le parece. Pero en realidad, no va en busca de Jordán: va en busca de sí mismo, del joven que fue y se perdió en el periodismo. Se formula las mismas preguntas que Jordán: ¿Hizo bien o mal en no obedecer al llamado de la fantasía cuando tenía veinte años? Alguna respuesta parece barruntarse cuando indaga sobre las causas de la muerte del escritor que sintió el llamado del desierto.
Más que sobre el escritor Fernando Jordán o el suicidio, Transpeninsular es una novela sobre las fantasías que se crea la gente respecto de la verdad, especialmente en el incosciente narrativo de los pueblos.
Me emociona hablar de ella. Creo que la escribí con un gran amor por Baja California y con una gran admiración por la figura de Fernando Jordán, como escritor y como ser humano. Un hombre absolutamente enamorado de la Baja California, que fue su embrujo, pero al mismo tiempo su destrucción, su obsesión, su locura. En el desierto se dan dimensiones de la mente humana muy particulares, como en la Biblia. El desierto te mete en un tipo de meditación muy particular. Me da una gran alegría haber terminado esta obra porque tenía unos veinte años obsesionado con el tema. Y probablemente hay en ella más cosas personales de las que estoy dispuesto a aceptar, pues me encuentro más involucrado de lo que me imagino.
No se ven disimuladas ciertas coordenadas sentimentales entre la Baja California y la otra península de sus entrañas, la de Italia.
No creo haber tenido nunca la tentación del suicidio, pero me inquieta en la medida en que sigue siendo uno de los grandes enigmas del ser humano y un misterio insonsable para los psiquiatras e, incluso, para los budistas. Creo. Me parece. No digo que así es: digo que así lo veo yo. Por otro lado, la situación de Jordán es muy ambigua. Es un hombre de una vitalidad extraordinaria, muy del lado de la vida, muy erótico, muy deseoso de conocer a todas las mujeres del mundo, las islas del Pacífico Sur, París, Europa, África, un hombre insaciable, y, paradójicamente, un hombre taciturno, dado a las introspecciones graves, al ensimismamiento. Era alguien que de pronto le prestaba demasiada atención a sus pensamientos negativos, esos que te degradan y te hunden (pensamientos lagarto, según los chinos) y que todos llevamos dentro. Lo que debemos aprender a hacer es a controlar esa forma de pensar, porque la mente humana es como un elefante salvaje, lo importante es, si el pensamiento es el elefante, saber montarse en él, domarlo y conducirlo. De lo contrario, tu propia mente te puede aniquilar.




La novela es una insinuación, porque la verdad jurídica y el periodismo son insuficientes para explicar lo que pudo haber pasado. Transpeninsular aspira a una verdad más sutil, más allá de la verdad legal o política. También pretende ser una reflexión sobre los medios masivos de fines del siglo XX. Es un pensamiento literario que quiere decir que los medios no son buenos, que son perturbadores de la convivencia humana, abusivos y, sobre todo, abrumadores. Mi personaje se va a Baja California porque quiere huir de los medios de comunicación como quien huye de la peste; quiere irse a vivir a una isla donde no haya televisión, radio, periódicos, revistas ni toda esa mierda. Quiere estar en contacto con la naturaleza y no tener intermediarios como los diarios, porque está envenenado por la información diaria y harto también. Esta es una situación contemporánea, donde el hombre ha sido víctima de los grandes consorcios de la información que se interponen en nuestra percepción del mundo. Mi personaje quiere aprehender el mundo sin la intervención distorsionadora de los medios. Un hombre que huye de la civilización opresiva y de la globalización de la estupidez y opta por la península: una terra incognita, más que una tierra de nadie. Su pensamiento es un río contaminado por la información.
Por supuesto que ese empalme, una yuxtaposición de las penínsulas, no es realista, ni geográfica ni topográficamente. Es imaginario, literario. La memoria es la que permite la confusión de paisajes y territorios. (Para la fabulación está muy bien la memoria, pero para escribir historia o autobiografía la memoria, como dice Eric Hobsbawm, es lo menos confiable que hay.) Se discurre por una carretera que lleva a una playa siciliana, se pasa a otra que conduce a Mulegé, Baja California, y se llega al hotel Serenidad que podría estar en las inmediaciones de Paestum, pero que en realidad esá en Mulegé.
En la Baja California se tiene mucho la sensación de que uno está en una isla, como en las Revillagigedo. Se siente uno muy alejado de México. Incluso hoy, a pesar de estar muy comunicada, no se deja de sentir el aislamiento. Y era peor en 1956, cuando murió Jordán.
Jordán podría ser el otro yo del personaje narrador, Esteban. Hay un lugar común que dice que todo viaje es un viaje hacia sí mismo. Un hombre como Esteban, ya de vuelta de muchas cosas, se repliega hacia la Baja California y se pregunta si el periodismo realmente ha valido la pena.
Transpeninsular es la búsqueda individual hacia el origen y, por ende, la renuncia a la civilización, de tal manera que se puede apreciar como una novela de iniciación. ¿Se es nómada por naturaleza o por elección propia? Bruce Chatwin (el escritor viajero británico, autor de En la Patagonia y de La alternativa nómada) dice que el hombre es por naturaleza nómada y que está en su modo de ser trasladarse de un lugar a otro... Blas Pascal decía, al contrario, que todos los problemas del hombre empiezan por la incapacidad de quedarse quieto en una habitación. Yo, como Chatwin, siento que el impulso a caminar está en nuestra animalidad más profunda, porque caminar es no dejarse caer. Para caminar uno primero se deja caer y pone un pie para impedir caer y luego continuar llevando el peso del cuerpo en caída al otro pie, o sea que el caminar mismo es algo que indica la condición nómada del animal humano.
Baja California e Italia son los ambientes donde se desplazan los personajes centrales de Transpeninsular.
Por razones personales: son lugares que han tenido que ver con mi biografía más íntima. Por una parte, nací en Tijuana y siempre tuve a la península como una ilusión que se vio muy reforzada con el primer libro que publica Fernando Jordán y que nosotros conocimos en la secundaria de Tijuana, mis compañeros y yo, cuando teníamos quince años, en los años cincuenta. Por otro lado, en el verano de 1962 me fui a vivir al sur de Italia, especialmente a la región de Calabria, a un pueblecito que se llama Crocifisso, que está sobre el Mar Egeo, cerca de Locri, y también en ese entonces, en 1962, conocí Sicilia, de Messina a Taormina y Siracusa, y digamos que esa experiencia en Italia a los veinte años fue muy significativa y fue muy afortunada en lo que podríamos denominar mi educación sentimental. En realidad el personaje narrador va en busca de sí mismo, como en los viajes clásicos, como el narrador de El corazón de las tinieblas de Conrad, que va en busca de Kurtz al fondo de la selva. Los viajes en su connotación clásica tienen ese sentido. Lo mismo sucede en Nocturno hindú de Antonio Tabucchi: el personaje va a buscar a su amigo portugués perdido en la India. Mi novela se parece un poco a la de Tabucchi en ese sentido porque es la historia de alguien que va a buscar a otro alguien en cierto lugar y no lo halla. En mi caso, lo que encuentra es un fantasma y sospecha que la problemática de Jordán es semejante a la suya. Él imagina haberse quedado con la impresión, cuarenta años atrás, de que Jordán renuncia al periodismo porque tenía inclinaciones literarias; entonces sufría el dilema periodismo—literatura: se debatía entre la fantasía de la literatura y la información del periodismo, y entonces Jordán tenía ganas de abandonarse a un tipo de escritura menos racional, sin líneas argumentales, y sin los límites que impone la redacción periodística; quería ir más allá de lo que alcanza a tocar la literatura realista. Mi personaje narrador siente que siempre hubo una identificación entre su propia disyuntiva personal —el periodista en retiro, ya viejo, que se entregó al periodismo y no obedeció a su vocación literaria— y la de Fernando Jordán, un alma gemela que padecía las mismas angustias. Por eso va a la Baja California a buscarlo y a jugar a que por ahí anda, como si aún no se hubiera muerto. Por eso, la última escena sucede en los terrenos del delirio, cuando él levanta a Jordán en la carretera y le da aventón; le habla a un Jordán que nunca responde, por tanto no hay diálogo, y aquí mi personaje le comunica a Jordán todas las versiones surgidas tras su misterioso suicidio, y creo que aquí consigo interesar al lector y llevarlo al desenlace de la novela.




Tiene muchas resonancias bíblicas el desierto. Es un tema demasiado literario: es el lugar de la reflexión, la soledad y la introspección... La caminata se vuelve en el desierto una meditación, porque está acompañada del silencio. Y la calidad de la concentración de los primeros días es distinta en los días subsiguientes: al noveno día, al decimoquinto día, la mente se va por otros derroteros, y más hacia adentro que hacia fuera. Hay paisajes que son en sí mismos literarios, uno de ellos el mar y, otro, el desierto, más que la montaña. Así como hay palabras que en sí mismas son literarias, que basta escribirlas para que ya tengan una connotación literaria, como la palabra memoria, también hay terrenos evocadores de muchos significados históricos, simbólicos, de estados de ánimo: el desierto, por ejemplo.
Hay mucha referencia a las montañas, al desierto, a las playas, por eso me decía un amigo mío que en mi novela hay más thopos que pathos.
Fernando Jordán es un personaje que está tomado de la realidad. Era un estudiante de la Escuela Nacional de Antropología que se metió de reportero, primero en La Prensa, muy inquieto, muy atrevido, muy aventurero. Hacía cosas fuera de lo común: de pronto, se metía en una oficina a recoger documentos en la madrugada, no sé si violando puertas, etcétera. Publicaba reportajes, muy jovencito, que llamaron mucho la atención sobre todo por su buena pluma. Escribía muy bien y luego hizo unos viajes por el río Grijalva, en Chiapas, y escribió también sobre estas aventuras porque a él le inquietaba mucho México, le llamaba mucho la atención que los mexicanos desconociéramos tanto México como ahora, le asombraba que hubiera tantas diferencias entre mexicanos y que nos ignoráramos tanto unos a otros. También escribió sobre ciertas comunidades de extranjeros atípicas, digamos, en la sociedad mexicana, como pueden ser la de los menonitas en Chihuahua, las de los italianos en Veracruz y en Michoacán, los rusos en Baja California, y publicó una serie sobre estos temas. Era imaginativo en cuanto a la elección de sus temas: siempre tenía detrás una idea periodística muy fuerte. Hizo unos reportajes sobre las minas de azufre, en la época de Miguel Alemán, que no gustaron mucho al gobierno. En las crónicas de Fernando Jordán, como la que escribe sobre Chihuahua, en Crónica de un país bárbaro, por supuesto que siempre está el contexto social y político e incluso llega a ser muy crítico: su libro de Chihuahua, que fue publicado póstumamente, fue parcialmente censurado. Tenía referencias muy directas a cierto gobernador de Chihuahua en la época de Miguel Alemán y las tiene porque ya se conoce la versión completa de la obra. O sea, que sí era un periodista muy valiente, insobornable, nada cómodo para los políticos, pero, por otra parte, no demasiado radical, pues encontraba legítimo solicitar el patrocinio del Estado para sus trabajos periodísticos o librescos. De pronto, solicitaba ayuda a la Secretaría de Marina para su viaje en lancha por el golfo de California y también cuando escribió su libro El otro México, en el hotel Riviera, de Ensenada, estuvo allí hospedado invitado por el gobernador del Territorio Norte de la Baja California, que se apellidaba García González, quien también, entiendo, patrocinó un poco o un mucho su viaje en jeep por la península de Baja California. O sea que no era un periodista que estuviera constantemente en pleito con los gobernantes, tenía muy buenas relaciones públicas con ellos. Era muy inteligente, aprendió francés por sí mismo en un par de años, leía muchísimo, sobre todo a Joseph Conrad, a Robert Louis Stevenson. El tenía la teoría de que Stevenson había escrito La isla del tesoro en una pequeña isla que está enfrente de Ensenada, Baja California, pero esto nunca se ha comprobado. En fin, este era el tipo de escritor a quien la vocación periodística se impuso por encima de su vocación de antropólogo.
No me gusta mucho la comparación con Hemingway porque sería compararlo con las partes más exteriores del autor norteamericano: la afición por la caza, la pesca, los espacios abiertos, la naturaleza, el whisky, y esto me parece un poco superficial, incluso en la imagen de Hemingway. David Huerta dice que más bien Fernando Jordán es nuestro Bruce Chatwin.
La novela habla del periodista y recoge su palabra escrita, pero también del desierto bajacaliforniano y de las pinturas rupestres, porque las pintamos al soñar. Imagino en Transpeninsular que las pintaron unos gigantes.
A mí no me importa violentar el dato científico; me interesa rescatar la fantasía de los indígenas que le contaron al padre Rothea que habían encontrado unos esqueletos descomunales. Cierto o no, en la imaginación de los cochimíes está la sospecha de que las pinturas rupestres las hicieron unos gigantes. Lo fantástico implica una verdad mucho más interesante que la verdad histórica o antropológica. Me interesaba hablar de gigantes, del misterio de las pinturas rupestres, porque es lo que más me atrae de la Baja California, las maravillas que se han delineado sobre esta península desde hace décadas. Muy al principio, la Baja California era suscitadora de mitologías, cuando los navegantes de Cortés creían que era una isla poblada de mujeres, que usaban a los hombres sólo para perpetuar la especie, se apareaban con ellos y después los arrojaban al mar, y si parían mujeres las guardaban, si por el contrario parían hombres, los echaban de su compañía. Era el reino de la mujer que imaginaban estos marineros españoles recién llegados a la Nueva España. Imaginaban también que había minas de oro y luego algo que resultó cierto: sus costas estaban cuajadas de perlas, que duraron hasta los años treinta. Jordán recogió la versión de que los japoneses las extinguieron con productos químicos, por razones de mercado, porque ellos vendían una perla artificial, pero nunca se ha demostrado esto.
Juan Rulfo era muy convincente. Tenía una manera de contar las cosas que había que creerle si te decía que oyó cantar a las serpientes en el desierto. Por eso cuando me contó que Fernando Jordán se había suicidado echándose al mar cerca de La Paz, yo le quise creer. En realidad Jordán se dio un tiro en el corazón, o se lo dieron. Hubo otros detalles que hicieron muy sospechosa su muerte. Siempre quedó la duda. Mi novela no trata de resolver este enigma criminológico. Yo no soy policía, ni mi personaje es detective, ni es el sentido de la novela dilucidar si se hizo justicia penal o no. El interés de mi novela, al acumular las diferentes versiones sobre el aparente suicidio de Jordán, es revelar cómo los seres humanos construimos fábulas respecto de un mismo hecho. Es la confrontación de las memorias de Elena Jordán, la hermana de Fernando, que nunca creyó en la invención del suicidio, y la versión oficial que establecieron entonces las autoridades de Baja California Sur. En la semana en que murió Jordán el gobernador Agustín Olachea dejó su puesto para venirse a dirigir el PRI nacional. Era una figura muy poderosa en la época de Adolfo López Mateos, tanto que el Presidente lo hizo Secretario de la Defensa. Pero por otra parte Felipe Gálvez, el biógrafo más autorizado sobre la vida de Jordán, está convencido de que efectivamente se suicidó.
Se ha especulado sobre la existencia de “Los locos de la costa”, la novela inédita que dejó a medio escribir Fernando Jordán. Felipe Gálvez afirma que en efecto existe. Jordán escribió un cuento que se llama “La tumba de la isla” y hay un argumento novelístico ahí. Jordán tenía el sentido de la literatura. Un ingeniero alemán se queda a vivir en una isla del sur de Baja California (tan pequeña que era, casi un atolón), a pesar de que todos sus compañeros mineros la abandonan. Es una especie de suicidio. Creo que iría por ahí...
Baja California casi es una isla, como lo dice su etimología. Es un desprendimiento paulatino, secuencial, paso a paso, kilómetro a kilómetro, desde el norte. Más aún en los tiempos de Jordán, Baja California es como la “otra cara de la Luna” de México, un desierto que no termina nunca. Jordán lo recorrió en un jeep que aparentemente le regaló Marina, una amiga suya de Ensenada, de la que estaba enamorado. Aunque Baja California está llena de historia, baste con pensar en las misiones jesuitas, a los estudiantes de los dos estados en que se divide la península siempre les ha impresionado que un señor venido del Distrito Federal, como Fernando Jordán, le dedicara tantas páginas a su territorio. En Baja California hay una particular obsesión por la historia regional. No conozco ninguna ciudad que tenga un libro como el que hizo David Piñera sobre la historia de Tijuana, por ejemplo; ni a ciudadanos de otros estados que estén tan obsesionados con la historia de su entidad, como los tijuanenses. En Tijuana la historia es una enfermedad, una pasión; hay una competencia desalmada entre los historiadores; se sacan los ojos o se mueren de celos cuando otro historiador encuentra un documento o descubre un objeto del casino de Agua Caliente, por ejemplo. Uno de esos historiadores locos llegó a incendiar el archivo de un instituto de investigaciones históricas.
En Transpeninsular la imagen de la península de Italia es muy tenue y sólo se yuxtapone a la de Baja California en los territorios de la memoria. Sólo en el recuerdo del personaje narrador, un periodista retirado y melancólico, se funden la experiencia de un pasado feliz (un trauma a contrario sensu) y un presente de regreso a casa, en la madurez, teñido por la soledad y la nada.
La novela tiene como punto de referencia a un personaje real que también se debatía entre la literatura y el periodismo: Fernando Jordán, autor de numerosos libros de viaje sobre Chihuahua y la Baja California.
Transpeninsular parece disimular una obsesión personal. Es una búsqueda del escritor perdido que traía uno adentro en los años de su juventud. Ese escritor se ha desvanecido o se malogró. El dilema, en el fondo, como tema recurrente en la novela, es el de la fantasía (la imaginación) contrapuesta a la información (la de los historiadores y los periodistas). Es una novela de trayecto: un recorrido bilateral por las penínsulas de Italia y de Baja California. De pronto el paisaje de Calabria o de la Sicilia se funde en las inmediaciones de Mulegé o de Comondú. Y luego ya no sabe uno dónde está. Yo, en Transpeninsular, voy en busca de un escritor, como me fui a Sicilia en busca de Leonardo Sciascia o de mi padre incompleto. Y en él encontré la ternura y la imagen que me hacían falta. Mi Fernando Jordán inventado es una fusión de Sciascia, escritor muerto, y de Juan Rulfo, escritor perdido en el silencio. De hecho la frase "He sido periodista. No volveré a serlo nunca", es de Kurtz, el personaje de Conrad en El corazón de las tinieblas, pero yo se la endilgo a Fernando Jordán. O más bien es una aliteración, porque lo que realmente balbucea Kurts antes de terminar de estar en este mundo es: “Estaba ensayando algún discurso en medio del sueño, o ¿era un fragmento de una frase de algún artículo periodístico? Había sido periodista, e intentaba volver a serlo.” He sentido que toda la literatura es un plagio, deliberado o inconsciente: un palimpsesto, una superposición de oralidades.




La literatura es como las religiones: educa para la muerte. Enseña a comprender qué puede ser el corazón humano, como decía Faulkner. Enseña a conseguir una mayor calidad en tu experiencia terrenal. Enseña a vivir con un mayor grado de conciencia y a apreciar la vida con mayor emotividad. Es necesario saber narrarse a uno mismo o a la persona que uno se inventa de sí mismo, buscar y recrear tu experiencia interior, para llegar a ser uno mismo. Esa narración es tu identidad, tu yo, dice Oliver Sacks. El ser humano tiene necesidad de contar una historia, como el marinero ruso que le escribe en una hoja a su esposa desde el submarino averiado. Yo sólo recientemente he empezado a entender qué es la literatura. Me ha tomado tantos años no de trabajo, puesto que la literatura es más un placer que un trabajo, sino de reflexión llegar a vislumbrar apenas lo que es la literatura.
Es una insinuación. Empiezo apenas ahora a entender que en la novela, por ejemplo, hay que dejar un lugar al misterio; que hay que ir dejando tirados por el camino pequeños vacíos que el lector va a rellenar con su imaginación. Le toma a uno muchos años aprender a decidir qué es lo que se pone en una novela y qué es lo que se deja afuera. No hay que escribirlo todo. Que el lector complete la obra y haga su novela. Otra cosa que empiezo a entender: que el novelista escoge los nombres de personajes y de lugares sobre todo por el sonido, como lo hace Rulfo en Pedro Páramo. La melodía de los nombres es muy intencional. Lo que importa es lo que evoca esa fonética. Por eso hablo de Tesia, un pueblo del sur de Sonora, al lado de Navojoa y la presa del Mocúzari, porque me gusta la palabra y porque me parece el nombre de una isla griega, como salida de un poema de Cavafis. Me gustó siempre cómo sonaba el nombre de Fernando Jordán, por eso lo dejé, y también porque en el nombre pervive el alma. No hubiera podido inventar uno mejor. El personaje de Jordán tiene (en ambos sentidos) un perfil muy griego. Es un vagabundo de las islas (El mar roxo de Cortés), se mete en la Baja California (El otro México) como en el corazón de las tinieblas y descubre (en Terra incognita) que las pinturas rupestres son las imágenes (los pensamientos de la noche) con que rasguñamos la caverna de nuestros sueños más ancestrales.





























BIBLIOGRAFÍA

Todo lo de las focas
Es una novela que sucede en la Tijuana adolescente del narrador personaje, una Tijuana de la memoria, hacia los años cincuenta. El tono es beckettiano y melancólico. Gran parte de las escenas transcurren en una atmósfera enrarecida, delirante, esquizoide. El adolescente se enamora de una mujer norteamericana que llega al aeropuerto de Tijuana en una avioneta amarilla, y que finalmente concentra a todas las mujeres en la vida del narrador: la madre, las hermanas, la primera novia, la mujer. Seres sin definición precisa, intermedios, a medias, anfibios y aéreos, los protagonistas asumen la dilatación del tiempo y el purgatorio de su personalidad fronteriza.
Esta novela fue traducida al inglés dentro del volumen Tijuana. Stories on the border, por The University of California Press, Berkeley. Traducción de Debra Castillo.

Pretexta o el cronista enmascarado
Es la historia de un periodista, Bruno Medina, a quien una oficina del gobierno le encarga la falsa biografía, un libelo, del profesor Álvaro Ocaranza, con el fin de deturparlo. La novela recoge el ambiente de persecución política que se dio en México y otros países de América Latina a finales de los años senta. El drama se exacerba cuando el escritor fantasma, autor del libro anónino, siente que su relación con el profesor Ocaranza se trastoca en una identificación que descompone todo su ser y la vive como una traición al padre. Está también allí el tema de las relaciones entre la prensa y el poder.
Toda la patraña se vuelve para Bruno un problema de identidades, pirandelliano, una traición al simbólico padre y un vituperio del maestro, una forma de autodestrucción vital y literaria, una impotencia para vivir la vida con coraje, entusiasmo, pasión y riesgo. Su sexualidad, su soledad sexual, se desquicia, inútil y empantanada en una angustia onanista. Para su mayor desgracia, toma forma en su imaginación paranoica la posibilidad de que a la postre se le investigue por medio de un método lingüístico de estiloestadística. Conoce el terror cuando descubre que ese método (de policía literaria) en efecto existe y será su aniquilación moral, mental, irreversible, al poner en evidencia el proyecto que nunca había sospechado: el libelo de su propia vida.

La memoria de Sciascia
Es un análisis ameno e introductorio de todas las obras del escritor siciliano Leonardo Sciascia. Se trata de una reflexión sobre la mafia, la sicilianidad, la hispanidad, y las cosas que tenemos en común españoles, mexicanos y sicilianos: el Santo Oficio de la Inquisición, por ejemplo. Versa asimismo sobre la “sicilianización del mundo”, Sicilia como metáfora del mundo actual, y la desaparición del Estado. Contiene además una crónica de viaje por Sicilia y una entrevista con Sciascia.
Para Claude Ambroise, el especialista en Sciascia más importante, “la mejor presentación de la obra de Sciascia es un libro en lengua española, escrito por un mexicano (Federico Campbell, La memoria de Sciascia) que, sin pedantería, pero con precisión y pasión, delinea el contenido de la investigación sciasciana. La pertenencia de Campbell al mundo de la hispanidad le permite dar mayor espesor al aspecto español del escritor siciliano: el crítico mexicano reactiva el diálogo Sciascia-Borges e inserta, actualizándolas en un contexto latinoamericano, las reflexiones sobre la Inquisición y la injusticia”. (Leonardo Sciascia. Opere 1984-1989. A cura di Claude Ambroise. Classici Bompiani, Milano, 1991.)

La ficción de la memoria
Antología de cincuenta años de crítica sobre la obra literaria de Juan Rulfo.

Máscara negra (crimen y poder)
La sospecha de que la novela policiaca no sólo tiene como tema el de la justicia y la legitimidad política, sino también un universo en donde el poder se funde con el crimen, lleva al autor a tejer una meditación sobre el poder policiaco y la inexistencia del Estado. Ensayos sobre novela policiaca y crímenes reales.

Post scriptum triste
Se trata de un diario literario que adopta como modelo el Journal de Jules Renard o el Diario romano de Vitaliano Brancati: un diario en público. Su tema es el de la impotencia literaria: ¿por qué un escritor realizado deja de escribir y opta por el silencio? Hay una melancolía posterior al acto de concluir una obra, como sugiere el epígrafe del libro: Post coitum omne animal triste.


La invención del poder
Puede entenderse la invención del poder en el sentido en que se dice “el invento del paraguas”, pero también, y sobre todo, como la capacidad que el poder tiene de prefabricación y de inventiva. Es decir, el poder como productor de realidades y ficciones: manos de hierro y tigres de papel, a lo largo de una circularidad no menos teórica que práctica, pues el poder inventa pero al mismo tiempo es inventado.

Padre y memoria
Conjunto de ensayos breves entre los que hay una concatenación: la que se va epalmando entre las involuntarias labores de la memoria y la figua del padre, en la literatura y en la vida personal de ciertos escritores.

La clave Morse
El hijo cuenta la historia de su padre, un viejo telegrafista. Treinta años después de la muerte de los padres, los tres hijos se ponen a hablar de ellos y descubren que cada uno tuvo una percepción distinta de cada uno. Más que la historia de un oficio en extinción, el de telegrafista, La clave Morse establece el escenario que la memoria reconstruye o inventa desde el juicio implacable de los hijos. Las mismas experiencias —nunca comentadas porque las vivieron juntos— resultan a la vuelta de los años distintas para cada quien: la invención del padre en cada una de las fantasías filiales.

Transpeninsular
El tema es la búsqueda del escritor perdido. Se trata de un trayecto por la península de Baja California y, por el pasado amoroso del narrador personaje, se va dando una superposición de geografías, la de las penínsulas de Baja California y de Italia. Es la historia de Fernando Jordán, un antropólogo y periodista que en los años cincuenta “descubre” las pinturas rupestres de Baja California y muere en 1956 en La Paz, a los 36 años, aparentemente por suicidio o asesinado.



http://federicocampbell.blogspot.com/


Federico Campbell (Tijuana, 1941) es autor de cuatro novelas, Todo lo de las focas (incluida en el volumen Tijuanenses), Pretexta o el cronista enmascarado, Transpeninsular y La clave Morse; un libro de relatos, Los Brothers; una crónica siciliana, La memoria de Sciascia; una reflexión sobre la novela policiaca y la política, Máscara negra; una especie de diario literario, Post scriptum triste; un conjunto de textos sobre La invención del poder, y una antología de textos críticos sobre la obra literaria de Juan Rulfo, La ficción de la memoria.
The University of California Press publicó en 1994 Tijuana: stories on the border, traducción de Debra Castillo.
Ha traducido del inglés y del italiano teatro de Harold Pinter, David Mamet, Jeffrey Hatcher y Leonardo Sciascia.
En 2009 apareció su libro de ensayos Padre y memoria.